Pasear y pensar

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Entre los escritores de la levedad, Italo Calvino podría haber incluido la figura de William Hazlitt (1778-1830), el más destacado representante de lo que se ha dado en llamar “el ensayo personal o familiar”, es decir, la innovadora práctica en su momento de temas aparentemente ligeros tratados desde la visión subjetiva de un autor que se dirige a sus lectores en primera persona del singular. Para Hazlitt elegir la levedad no significaba excluir el valor contrario. En la elección estaba implícito su respeto por el peso. Ahora bien, convendrán algunos conmigo que la literatura ensayística, confundiéndose ella misma con la trascendencia de la Creación con mayúscula, abusó largo tiempo de la pesadez, abusa mucho hoy todavía. A nadie se le escapa, por ejemplo, que en el terreno de lo estrictamente narrativo el “pesado” de Pascal Quignard sea un autor de gran empaque (Rafael Conte acaba de recordárnoslo en el suplemento Babelia), pero que, a la hora de leer novelistas franceses contemporáneos, muchos preferimos disfrutar del encanto (una figura literaria todavía por estudiar, pero véase el texto que escribiera Fernando Savater sobre el encanto de la prosa de Robert Louis Stevenson) de autores aparentemente menos importantes pero, gracias al Dios ligero de la levedad, menos pesados, autores como Jean Echenoz, Olivier Rolin y Patrick Modiano.
     Viene todo esto a cuento porque acabo de pensarlo a fondo en el largo paseo que acabo de hacer hoy. Y si he paseado —costumbre no muy habitual cuando estoy en Barcelona, porque la ciudad me aburre, creo conocérmela de memoria—, ha sido porque me entraron ayer muchas ganas de hacerlo después de leer un mínimo libro de bolsillo perteneciente a la colección Pequeños Grandes Ensayos que dirige en la UNAM mi buen amigo Hernán Lara Zavala, que prologa precisamente el tomito El arte de caminar, un libro compuesto por la unión feliz de dos ensayos tan leves como geniales: Dar un paseo, de William Hazlitt, y Excursiones a pie, de Robert Louis Stevenson.
     Cuando uno termina de leer esos dos ligeros ensayos, nota que le han entrado de pronto unas ganas inmensas de pasear, que es lo que he hecho yo hoy cuando me he lanzado a las calles de Barcelona a pensar en la leve, ligera pregunta que se hace Hazlitt al comienzo de su reflexión sobre el paseo: “¿Hay que pasear solo o en compañía?” El ensayista inglés nos cita una encantadora frase de Laurence Sterne (“Déjenme tener un compañero de viaje aunque sólo sea para observar cómo se alargan las sombras y declina el sol”) para inmediatamente después decirnos que la frase es indiscutiblemente muy bella pero que, en su opinión, ese continuo comparar las notas altera la impresión involuntaria de las cosas en la mente y daña el sentimiento.
     Para Hazlitt conviene pasear sin compañía alguna “porque no se puede leer el libro de la naturaleza sin encontrar perpetuamente la dificultad de traducirlo para beneficio de otros. En una caminata, yo estoy a favor del modelo sintético sobre el analítico; me contento con apilar una serie de ideas para examinarlas y analizarlas más adelante”. No desea Hazlitt que sus impresiones de paseante se enreden continuamente en las zarzas y las espinas de una controversia. Todo el breve y delicioso ensayo del inglés gira alrededor de la levedad de esta cuestión: ¿Debemos pasear solos o en compañía? Es una pregunta que, a la hora de viajar, vengo haciéndome desde hace años. Desde muy joven, me atraía la idea de hacer un viaje en solitario a tierras lejanas. Pero fue pasando el tiempo y no me atrevía a hacerlo. Conociendo lo poco extrovertido que soy (debo beber para comunicarme con la gente y eso acaba precisamente impidiendo que me comunique con ella), no me sentía capaz de iniciar un viaje en soledad. Sólo en la edad madura, cuando llegaron invitaciones literarias cursadas por extraños que me invitaban a sus ciudades, pude saber aproximadamente qué pasaba cuando uno, en lugar de ir acompañado por alguien y de turista, viajaba solo y sin turismo alguno. ¿Y qué pasaba? Pronto lo tuve claro. El que viaja en compañía tiende a comentar con los otros todo lo que ve y a encontrarlo todo muy extraño. Y no percibe —sólo si viaja solo se da cuenta de ello— que en realidad el extraño siempre es él (véase lo extraño que encontraron México los escritores catalanes que fueron el año pasado a la Feria de Guadalajara y volvieron alucinados, delatando que no habían paseado a solas por las tierras de Rulfo y Arreola).
     En fin. Treinta años después de la muerte de Hazlitt, nacía Stevenson, que, recogiendo el guante lanzado por su maestro en su ensayo sobre el arte de pasear, volvía a insistir en que una excursión a pie debe hacerse a solas, porque la libertad es esencial, porque es necesario que llevemos nuestro propio paso, no el del vecino o el del amigo. “Se debe estar abierto a todas las impresiones y permitir que nuestros pensamientos adopten el color de lo que vemos. No le veo la gracia a caminar y charlar al mismo tiempo.” Dicho de otro modo, no debe haber ruido de voces al lado, para estropear el silencio meditabundo de la mañana.
     El tema del paseo nace ligero en Hazlitt, lo mantiene leve su discípulo Stevenson, se complica y se vuelve pesado con las meditaciones de Rousseau, lo aligera y noveliza increíblemente Robert Walser, y W.G. Sebald lo convierte en el género novelístico/ensayístico por excelencia de nuestro siglo. Y es que, como decía Lichtenberg, la tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas. –

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