1.
El entorno de ETA históricamente ha sido menos de izquierda que abertzale. Según mi criterio, hay dos razones principales: su tradicional rechazo a establecer pactos con fuerzas de ámbito nacional, por mucho que fueran de izquierdas, y su acendrado antiespañolismo cultural. Según Schmitt, el terreno de juego de la política está marcado por la disyuntiva amigo-enemigo. Los movimientos totalitarios la llevan al extremo. En el caso que nos ocupa, las dos razones citadas traslucen la preeminencia de la antítesis dentro-fuera, más que abajo-arriba, a la hora de elegir afinidades y antipatías.
En cuanto al primer factor, ha sido habitual su búsqueda de un frente abertzale incluso con formaciones de carácter conservador. ETA lo propuso en diferentes momentos clave: en sus inicios, a principios de los sesenta; en la Transición, durante las conversaciones de Chiberta (1977); y en su época de mayor debilidad operativa, tras la caída de Bidart (1992). Salvo esta última tentativa, que derivó en el Pacto de Estella (1998), el PNV rechazó todas las aproximaciones.
En los ochenta, LKI y EMK (LCR y MC en el resto de España), partidos de izquierda radical no nacionalistas, pedían el voto para HB. La creían la alternativa antisistema más fuerte. Pero era un apoyo unilateral. En ocasiones puntuales ETA obtuvo la colaboración de individuos de la izquierda española para cuestiones logísticas, como en los preparativos del atentado de la calle Correo de Madrid (1974), en los que intervino Eva Forest, y que causó trece víctimas mortales. Durante la dictadura ETA tuvo contactos con diferentes organizaciones antifranquistas. Pero en un plano estratégico, y en el terreno que más les interesaba, el doméstico, su opción predilecta fue el “Frente Nacional Vasco”.
Junto a esa política de alianzas, hay otro factor importante, esta vez de índole identitaria. El odio al otro ha sido un elemento absolutamente central de la cultura política de la izquierda abertzale; un fanatismo exacerbado que le llevaba a admitir incluso el asesinato. Pero este era la punta del iceberg. Por debajo había mucho más: eso que vagamente se denominó en algún tiempo “terrorismo de baja intensidad” o, con mejor tino, “violencia de persecución”. Aunque ya venía de antes, se aplicó sistemáticamente durante los años de la socialización del sufrimiento, desde 1995, y contra todos los constitucionalistas, por más que fueran progresistas. ETA mató a José Luis López de Lacalle o a Juan Mari Jáuregui, encarcelados por la dictadura, hirió gravemente a José Ramón Recalde, torturado durante el franquismo, o persiguió con saña a José Mari Calleja, otro viejo comunista y resistente contra Franco. Eso solo por mencionar a algunos de los más conocidos, pero podríamos hablar de la trayectoria de decenas de concejales socialistas anónimos, todos ellos en el punto de mira de la kale borroka y de ETA.
El foco del odio de ETA y su entorno ha sido España y lo español, convertido en fuente de todo mal, y no la burguesía, que era asimilable siempre que fuese patriota. En sus manifestaciones quemaban banderas españolas, a los pacifistas que llevaban el lazo azul los insultaban al grito de “españolazos”, coreaban lemas como “españoles hijos de puta” o “español el que no bote”, lanzaban campañas como “Kaña a España”, hacían pintadas de “Ordóñez español” tras acabar con su vida… La combinación de los colores rojo y amarillo generaba reacciones viscerales. Servía como marca de Caín para señalar y despreciar a sus enemigos mediante carteles o pasquines. HASI se definía como un partido de clase, pero la coalición en la que se integraba, HB, que era lo que la gente conocía y votaba, era deliberadamente interclasista, y uno de sus principales fundadores y dirigentes fue el aristócrata bergarés Telesforo Monzón.
ETA y su entorno resumieron su lucha con una expresión que hizo fortuna a partir de los noventa, pero que ya venía de antes: el “conflicto vasco” (gatazka). Lo planteaban en clave fundamentalmente nacional. Los comunicados de ETA están llenos de dicotomías en las que el elemento social está ausente o se evoca con resonancias fundamentalmente étnicas. Veamos algunos: “una ilusión de solución negociada al conflicto entre el pueblo vasco y el Estado opresor español” (Egin, 2/11/1988); “Euskadi Ta Askatasuna en repetidas ocasiones ha hablado largo y tendido sobre las causas profundas del conflicto entre Euskadi Sur y el Estado español” (Egin, 7/11/1990); “este no es un conflicto entre vascos. Es entre el Estado español y el pueblo vasco” (Egin, 8/12/1991); “existe un grave conflicto entre Euskal Herria y el Estado español” (Egin, 26/03/1993); “el PSOE y el PNV tratan de difundir de nuevo la mentira del conflicto entre vascos” (Egin, 24/11/1995).
Finalmente, hay otro elemento que, aunque de menor importancia que los dos anteriores, también merece la pena considerarse. Algunos de los fundadores de ETA (Txillardegi o Benito del Valle) se alejaron de la banda a finales de los sesenta porque creyeron que se había vuelto marxista. Pero se fueron voluntariamente y sin sufrir el hostigamiento de sus excompañeros. Por el contrario, a los vistos como demasiado obreristas los echaron y los estigmatizaron en fechas similares. Las escisiones de ETA Berri (1966) y de ETA VI(1970) respondieron a esa dinámica. Los líderes de la primera facción, Patxi Iturrioz y Eugenio del Río, fueron sentenciados a muerte por los garantes de la ortodoxia etarra bajo el infamante título de “españolistas”.
2.
Diferentes académicos próximos a la izquierda o al centroizquierda han resaltado la vertiente nacionalista de ETA y su entorno. Entre ellos están Antonio Rivera, Antonio Elorza, Izaskun Sáez de la Fuente, Gaizka Fernández o Jesús Casquete. Por su parte, un buen número de analistas abertzales moderados, caso de Francisco Garmendia, Iñigo Bullain, José Antonio Rekondo o Imanol Lizarralde, ha preferido subrayar el izquierdismo de dicho mundo, y en eso han coincidido con algunos medios conservadores y liberales del resto de España.
¿A qué se debe dicha diferencia de enfoque? Un vistazo apresurado podría hacernos pensar que ninguno quería contemplar cerca de su cultura política a una gente que se dedicaba a matar o a amparar el asesinato; es decir, estaríamos ante una especie de versión intelectual del exculpatorio “no son de los nuestros”. Pero eso supondría sospechar que los citados expertos anteponen la ideología al rigor, lo que sería injusto para con la mayoría de ellos. Lo cierto es que el entorno de ETA tiene una historia larga y ha dejado miles de documentos. Dependiendo de lo que busquemos, podemos encontrar citas en una u otra dirección. Por eso lo ideal es atinar con el enfoque. En este sentido, no se debiera sobrevalorar el papel de la doctrina a la hora de catalogar la cultura política de un sector que se ha caracterizado más por la acción que por la reflexión.
La primera ETA, nacida entre 1958 y 1959, era nacionalista tradicional, y lo que más la distinguía del PNV era su llamada al activismo. A principios de los sesenta, además de independentista, ETA empezó a definirse como una organización socialista. A lo largo de esa década clave hubo una evolución tanto en sus métodos (en 1968 cometió su primer asesinato) como en su ideología. Es innegable la influencia que ejercieron sobre sus miembros los procesos de descolonización y el auge de la nueva izquierda en torno al 68. A partir de estas fechas iniciaron una estrategia que llamaron de “guerra revolucionaria”. Ya en los setenta organizativamente se configuraron como un Movimiento de Liberación Nacional y establecieron relaciones con gobiernos, guerrillas y personalidades izquierdistas (en diferentes periodos, con Argelia, las FARC colombianas o Jean-Paul Sartre, por mencionar un ejemplo de cada tipo). Sería un error negar la vertiente izquierdista de ETA y su entorno; estuvo presente casi desde el principio. Pero fue secundaria en relación con su carácter nacionalista. La campaña terrorista en la que se atisba más perspectiva “de clase”, la extorsión de ETA contra los empresarios, que estaba revestida de retórica antioligárquica, tenía una finalidad eminentemente recaudatoria.
En su reciente libro Resistencia vasca ante las violencias recientes, Imanol Lizarralde y José Antonio Rekondo han hecho hincapié en la influencia de la teoría revolucionaria francesa post-68 sobre el entorno de ETA, que sería la expresión vasca de una oleada global de terrorismo. Es sabido que Sartre prologó la obra de Gisele Halimi sobre el consejo de guerra de Burgos (1970) y apadrinó la “guerra popular” de los allí procesados. Pero las citas del Colectivo J. Agirre a Althusser o las de Markos Zapiain a Foucault son vagas referencias en relación con lo que ha distinguido a ese mundo: la práctica y, sobre todo, la práctica violenta, vinculada a la búsqueda del frente abertzale y al odio antiespañol. Era un sector que despreciaba el autonomismo y perseguía el secesionismo a ultranza, por contraste con la vía institucional y gradualista del PNV.
3.
Entonces, teniendo en cuenta las claves que acabamos de desgranar, ¿qué nombre le ponemos a dicho segmento? Hay que evitar términos equívocos como “izquierda radical”, usado con profusión durante años en El Correo, el principal periódico vasco. Yo empleo “nacionalismo vasco radical” y, en menor medida, “izquierda abertzale”, siendo consciente de que no todo el nacionalismo radical ha sido de izquierdas (véase Jagi-Jagi en la década de 1930) ni toda la izquierda abertzale era “entorno de ETA” (caso de Aralar en los 2000), pero la ligada a ETA ha sido el grueso. Estos apelativos nos acercan al objeto de estudio, pero no pueden resumir toda su naturaleza. Lo relevante es que conozcamos y tomemos conciencia de lo que hay detrás.
En este sentido, el concepto que me parece más apropiado es el de “entorno de ETA”. El apoyo al terrorismo y a quienes lo ejercían ha sido el núcleo de su praxis y su discurso. José Manuel Mata aportó un dato importante: en los ochenta casi el 50% de sus manifestaciones, y eran cientos, las convocaban con ese fin, sin mayores aderezos doctrinales. Luego la tónica continuó. En segundo lugar, y a gran distancia, el siguiente gran grupo de protestas las realizaban en torno a demandas clásicas de los movimientos sociales (obreras, feministas, antimilitares [sic]), hasta un 12% del total. Por tanto, “entorno de ETA” sirve para calificar a quien tenía a dicha banda como su “vanguardia armada” y se plegaba a una estrategia político-militar. La labor que los electos de HB realizaban a nivel municipal en diferentes terrenos era irrelevante ante las bombas y los disparos, que marcaban la dirección a seguir y, por su brutalidad, se llevaban casi toda la atención mediática. Hoy con Sortu pasa algo parecido: lo que más les marca y caracteriza es su complacencia con la pasada violencia de ETA y afines, tal fue su magnitud.
El principal objetivo de ETA y su entorno era la “construcción nacional” y la independencia de Euskadi sin transacciones, por todos los medios, y cabe por tanto llamarlos nacionalismo vasco radical. Así los denominaban, por cierto, hasta en los informes de la Stasi, el servicio de inteligencia germanooriental, donde se cuestionaba su marxismo-leninismo. Pero ETA, contra lo que plantea Antonio Elorza , no nació con Sabino Arana. En efecto, el odio al diferente estaba asentado en ambos protagonistas. Pero la explicación de los inicios y el desarrollo de la banda enraíza más con las características de los periodos en los que estuvo en activo que con genealogías remotas. Arana y ETA eran antiespañoles, pero cada uno a su manera y en contextos muy diferentes. El antiespañolismo del padre del nacionalismo vasco no condujo sesenta años después de su muerte de forma inevitable al terrorismo. Mi planteamiento deriva de la metodología de historia sociocultural que siempre he aplicado en mis trabajos, y que se aleja de determinismos. A principios del siglo XX el nacionalismo flamenco tenía unos planteamientos tan xenófobos y un desprecio al otro (en su caso, los belgas francoparlantes) tan fuerte como el de Sabino Arana, pero nunca surgió un terrorismo independentista flamenco.
4.
“Entorno de ETA” puede parecer impreciso si no especificamos a qué nos referimos: básicamente al autodenominado MLNV, Movimiento de Liberación Nacional Vasco, con sus diferentes organizaciones sectoriales encuadradas en su momento en la coordinadora abertzale socialista, KAS. Y hoy, ¿qué ocurre? Paradójicamente, la izquierda abertzale oficial, con Sortu a la cabeza, sigue girando en la órbita de una organización, ETA, que desapareció en 2018. Esto no admite mucha discusión, lo reconocen ellos mismos. Nombran a David Pla, último jefe de la banda, como responsable de estrategia del partido. A la par, el portavoz Arnaldo Otegi dice que “tenemos a doscientos presos en la cárcel y si para sacarlos hay que votar los Presupuestos, pues los votamos”. Los métodos han cambiado, pero siguen siendo sus presos. Por ellos convocan sus manifestaciones más nutridas, las de cada enero en Bilbao. En ello hay más continuidad que cambio.
Esto último conecta con los pactos del PSOE en el Congreso o en Navarra con Bildu, coalición en la que participa Sortu. El revuelo político y mediático se centra en cuestiones morales. ¿Cabe acordar algo con aquellos que no son capaces de condenar los crímenes de ETA? No está demostrado que los traslados de presos etarras a cárceles vascas o próximas a Euskadi sean una contrapartida, ni menos que se esté preparando una amnistía. Fuerzas como EA o Alternatiba, integradas también en Bildu, no son “entorno de ETA”, pero su tamaño es testimonial en comparación con el de Sortu. Es inevitable que las reuniones y las fotografías de rigor naturalicen a este partido como un socio respetable o, cuanto menos, como compañero de viaje. Además, la cuestión tiene otro ángulo interesante y sobre el que apenas se ha reflexionado. La izquierda da por hecho que Sortu es parte de su mismo campo y, por tanto, que son aliados congénitos.
Primero, cabe discutir que el certificado de izquierdas sirva como aval para legitimar a cualquiera de sus portadores. Ojalá nuestros representantes políticos consideraran que “los nuestros” son los defensores del Estado de derecho, los demócratas, y no “los de izquierdas” o “los de derechas”, al margen de lo que digan o hagan, solo por portar una determinada etiqueta. Segundo, Sortu sigue sin desenredar el nudo de la madeja: la condena a ETA. Espero equivocarme, pero no seamos ingenuos: no hay perspectivas de que lo haga a corto plazo. ¿Ninguno de los firmantes del reciente manifiesto contra la guerra en Ucrania considera necesario pedir a Bildu explicaciones por criticar la posibilidad futura de unos tiros lejanos mientras ignora la certeza pasada de otros tiros muy próximos? Tercero, hemos visto elementos que cuestionan que realmente hayan sido y sean tan de izquierdas.
El hecho de que hayan dejado de matar, o de que ahora lleguen a acuerdos con fuerzas a las que anteayer despreciaban por ser “españolas” y “opresoras”, ¿cambia su adscripción nacionalista radical? No lo creo. Los recientes pactos no son estructurales, son maniobras tácticas destinadas a mejorar su imagen y así terminar sobrepasando al PNV, objetivo aún inalcanzado. Falta que comprendan y respeten el pluralismo de una sociedad democrática y, con ello, que condenen a ETA sin excusas. Y no solo eso. Que critiquen también la kale borroka y los vergonzosos discursos de justificación que se proclamaban después de cada atentado, y los que enaltecían a etarras detenidos, huidos, encarcelados o muertos por su propia violencia, y los que estigmatizaban a los policías, muchos de ellos humildes trabajadores sometidos a aislamiento en una sociedad hostil, indiferente o atemorizada. La hemeroteca está llena de ejemplos. Veamos uno: en 1999, al fallecer de cáncer Esteban Nieto, un sanguinario miembro del comando Madrid, Otegi lo calificó como “compañero de lucha y gran amigo” (El Correo, 28/09/1999).
La responsabilidad, como vemos, no es solo del que apretaba el gatillo. Además, el odio a lo español no desaparece de la noche a la mañana cuando se ha cultivado durante décadas y cuando ha generado réditos en forma de arrinconamiento de la identidad vasco-española. ¿Quién se pasea por las calles vascas con una camiseta de la selección de fútbol española? Pocos, salvo algún despistado, por la cuenta que le trae.
Estamos pasando de una etapa muy marcada por el terrorismo en activo, en la que, con la salvedad de Estella, la principal divisoria política vasca se establecía entre los que admitían el uso de la violencia y los que no, a otra fase, ya amortizada ETA, en la que cada vez prima más el eje ideológico clásico izquierda-derecha. En este contexto, políticamente sería bueno tener presentes tanto las profundas complicidades del abertzalismo radical con el terrorismo, que perduran (véase el ensalzamiento constante de sus “presos políticos”), como sus prioridades, que han sido más nacionalistas que de izquierdas. Dejar de ser “el entorno de ETA” está en su mano, pero dan sobradas muestras de que aún les falta un largo camino por recorrer. ~
es doctor en historia contemporánea por la
Universidad del País Vasco. Es responsable del área de educación
y exposiciones del Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo.