Nazareno Anconetani, fabricante de acordeones. Fotografía: © Pablo Donadio.

Alma de fuelle

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La vieja casa del barrio de Chacarita, en pleno Buenos Aires, parece un laberinto de botones, teclas y plásticos relucientes. En la frescura de sus pasillos, que son un remanso a los calores del verano, se mueve el viejo artesano. El aroma a madera habita cada rincón del taller donde Nazareno José María Anconetani sigue trabajando, a los noventa años. Lustra cueros, ajusta botoneras, martilla grampas, y se ríe. Siempre se ríe. Su padre fue el primer representante de Sudamérica de los acordeones Paolo Soprani, pero poco después decidió lanzar la marca familiar, y crear y reparar piezas. Tan bien les fue que clientes como Marcos Signori, considerado el mejor acordeonista del mundo, llegó desde Italia por una de sus creaciones. También Julieta Venegas mandó arreglar aquí su acordeón, y tanto le gustó la casa de los Anconetani que hizo aquí una producción de fotos para uno de sus discos. Asimismo, músicos de talla internacional como Antonio Tarragó Ros, el Chango Spasiuk y Raúl Barboza, tienen un instrumento hecho por el artesano. “Recuerdo un aviso publicitario que mi madre había inventado. Decía: ‘Para violines, Stradivarius. Y para acordeones, Anconetani, porque son extraordinarius’”, cuenta entre risas. ¿Pero cómo es posible que un puñado de piezas logre “dialogar” con el alma y trascender géneros y límites políticos? “Hay secretos que uno se lleva a la tumba con felicidad, porque llevó toda una vida aprenderlos”, dice Nazareno, y enseña orgulloso el pasillo que conduce al musa, el Museo del Acordeón que su familia levantó, y al que su familia se aferra como a Dios. De Europa a la gran América, camino de los arrabales porteños, el Litoral, la Quebrada de Humahuaca, los patios de tierra santiagueños y los valseados del Sur, acordeón y bandoneón, o “el fuelle”, para resumirlos, son responsables de los sonidos que esconden el misterio mismo de la música.

 

Aromas del Paraná

Como el calor, los mosquitos y el tereré, el chamamé es parte del paisaje de la provincia de Corrientes, al norte de Argentina. Y si uno se anima a reírse de los límites políticos, toda región paraguayo-brasileña lo abraza, y celebra en la Fiesta Nacional del Chamamé y el Mercosur, que lleva ya veintidós ediciones. Lo esencial está presente allí, en cada soplido del fuelle, y las casas de familia son el motor de esa oscilación, de ese lenguaje con que la gente se expresa: se convida un mate, y un buen chamamé. “Porque la música tiene un alcance unificador, pasional, que jamás se terminará”, asegura Nazareno mientras le da un apretón a una manija. Él cuenta que hubo piezas que tardaron más de un año en terminarse. “Nuestros instrumentos se hacen con madera de un bosquecito propio de pinos, abedules y palisandros. La luna gobierna la madera, así que los podamos solamente en cuarto creciente”, agrega. Si bien el precio de una pieza puede ir de tres mil a ocho mil dólares, hay acordeones con valores superiores a cincuenta mil, originales de Europa y restaurados por ellos a nuevo, pieza por pieza. Así la adaptabilidad y riqueza del sonido fuellero pareciera destinarle caminos de vida eterna. Si bien acordeón y bandoneón nacen casi a la par, el imaginario colectivo identifica el primero con la música litoraleña, mientras el segundo es parte troncal del tango. “A veces se habla de una región nombrando el color de la tierra o un río. Pero cada lugar tiene una vibración, un mundo sonoro completo. Y parte de ese lenguaje puede desarrollarse de una manera y con una música determinada, tocada con un instrumento. En mi caso, me he encontrado misteriosamente con el acordeón Anconetani, componiendo y diciendo cosas que no me salen con palabras”, cuenta Horacio “Chango” Spasiuk, uno de los más célebres acordeonistas del continente, portador de una sensibilidad que conecta la corriente inmigratoria de Europa del Este con su tierra misionera.

 

Hermano de sangre

Camino a los arrabales porteños, se piensa en el bandoneón blanco de Rubén Juárez o se saborea un tango insurrecto de Piazzolla. Ojos cerrados, con gestos que hablan por el músico, la herida y el anhelo caben en el alma del fuelle. “Te aseguro, hermano, que si quieres ver llorar a un tipo, lo sientas cerca de tu bandoneón, y va a llorar. Y si una pena lo tiene prendido, vos le tocas algo y le levantas el espíritu. Esas dos virtudes tiene el bandoneón”, sentencia Eduardo Ramírez, el “Príncipe del Bandoneón”, que supo acompañar a Chucho Valdez y Peteco Carabajal, y hoy le pone fantasía a la banda del santiagueño Raly Barrionuevo. De su época rockera no solo han quedado los jeans, el pelo largo, los tatuajes y aros, sino destellos de un estilo propio, que deja ver en cada acorde. “Ya lo decía Atahualpa Yupanqui –cuenta–, cuando hablaba de los amigos, y aquello de son uno mismo en distinto cuero.” Para él, su bandoneón es él mismo, pero con otra forma. “Lidia, mi mujer, siente celos porque ando más con mi bandoneón de gira que con ella”,asegura. “¡Que viva el bandoneón!”, exclama Daniel Vedia, instrumentista que ha andado La Puna argentina y Bolivia como el mismo sol. Vedia destaca que si bien el fuelle entró por un puerto desde otro continente, supo insertarse plenamente en la armonía jujeña, y su capacidad cromática lo ha hermanado a quenas, sikus, bombos y charangos, fusiones comprobables en su último disco, Esencia. “Ya en 1915 había quince bandoneones aquí, y poco después, en La Puna y la Quebrada, el fuelle era rey. Pero eso ha cambiado, y la muerte de viejos bandoneonistas atenta contra su vigencia, que hay que defender”,reflexiona. Él, y en su nombre muchos otros, recuerda un viejo chamamé de Julián Zini, para la despedida:

 

Y que le retoza el alma

ni bien abre el instrumento…

Parece un rito sagrado,

se inclina el chamamecero.

Cierra los ojos y elige

un chamamé bien de adentro,

que es una víbora hermosa

que parece estar en celo, que se enreda

hasta clavar su veneno…

Y ya desde ese momento

el correntino va herido:

no baila, reza. Sus gestos

hablan por él. Mientras tanto,

mientras se va retorciendo,

se desangra por la cancha

la herida de su silencio… ~

 

Genealogía

Asociado a instrumentos más antiguos, posiblemente nacidos en China, el acordeón encontró el aura de Friedrich Buschmann, que en 1821 puso lengüetas de metal en el interior de la caja. Cyrill Demian tomó esas experiencias buscando un instrumento que conjugara la potencia sonora del órgano con la soltura del violín, incorporando lengüetas libres. Su evolución siguió camino hasta llegar al acordeón de teclado en la mano derecha, clasificado en función del número de bajos o botones de la botonera izquierda y con incorporaciones electrónicas posteriores. Hermann Ulgh y Heinrich Band marcarían el despegue final del acordeón.

 

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(Buenos Aires, 1975) es periodista y fotógrafo. Viajante desde hace más de cinco años, recorre Latinoamérica y países asiáticos recopilando historias e imágenes.


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