Sealtiel Alatriste
Geografía de una ilusión
México, Taurus, 2011, 185 pp.
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Ensayo sobre la ilusión
México, Alfaguara, 2011, 165 pp.
A estas alturas ya todos saben que Sealtiel Alatriste ganó el Premio Xavier Villaurrutia –¡de escritores para escritores!– y que Sealtiel Alatriste renunció al Premio Xavier Villaurrutia –¡de escritores para escritores! También se sabe que fue acusado de plagiar una y otra vez textos de distintos autores y que, en efecto, plagió una y otra vez textos de distintos autores. Los que han investigado otro poco saben, además, que desde hace tiempo pesan sobre él otras imputaciones no menos graves. Pero, a todo esto, ¿qué se sabe de su obra literaria? ¿Quiénes han leído sus libros? ¿Quiénes lo han leído de veras? Al parecer ocurre con Alatriste lo que con tantos otros escritores mexicanos: escriben obstinadamente, publican aquí y allá, se embolsan uno que otro premio, reciben una que otra beca y, sin embargo, sus obras rara vez encienden la discusión literaria. Miren allá afuera: nadie que se confiese seguidor de Alatriste, nadie que lo reclame como parte de una tradición o de otra, nadie que considere necesario refutar su obra. Pues bien: aquí hay dos nuevos libros de Alatriste y tal vez sea hora de leerlo. Ese, me temo, es el peligro de los premios: expone, ay, a quien los recibe.
El primero de esos libros, Geografía de la ilusión, es un volumen de ensayos sobre, claro, el concepto de ilusión. Aunque quién sabe: uno dice concepto pero Alatriste –enemigo desde el arranque de todo rigor terminológico– anota en la primera frase del primer párrafo del primer ensayo: “Convengamos que la ilusión es una idea, un alimento, una sensación –un objeto.” (¿Qué pasa si uno, de entrada, no conviene?) Más adelante anuncia, también imprecisamente, también desmesuradamente, sus objetivos: “desentrañar el poder de la ilusión, su origen, su naturaleza, el entorno de su nacimiento, su relación con esa experiencia que se llama epifanía, y lo inerme que somos cuando ésta se presenta, nos arrebata, nos quita el sentido y nos roba el alma”. Solo para entender: ¿qué se presenta: la ilusión o la epifanía?, ¿qué sentido nos quita?, ¿por qué nos roba el alma? Tampoco es bueno detenerse demasiado tiempo en estas cuestiones porque Alatriste no lo hace y sigue y pronto se apoltrona en una cómoda rutina: consultar algún diccionario en busca de una palabra, asestar algunas citas literarias supuestamente relacionadas con el término y apurar un puñado de anécdotas personales más o menos venidas al caso. Aparte, terminado el primer ensayo, da por hecho que no hay nada más que discutir y dedica los tres ensayos restantes a relatar sus viajes, sus amistades, sus amores. En el camino, qué fortuna, es generoso con uno y uno se entera de sus tratos con las celebridades (“Nunca comenté esto con Susan [Sontag]”), de que sus primeras novelas triunfan y provocan “risas y, a veces, carcajadas” y de un detalle vital sobre Roberto Bolaño: “Yo admiraba su obra y creo que a él no le disgustaba la mía.”
Bonita manera de ejercer el ensayo: seleccionar un tema, de preferencia etéreo, y volar etéreamente a la distancia. Ya se sabe: como la moda dicta que el ensayo debe ser literario y no académico, conviene no investigar un ápice y confiarse al auxilio de las musas. Para no aturdir con datos e ideas, es preferible no historizar los conceptos ni situar a los sujetos de que se habla ni inscribir el asunto en esquemas teóricos más amplios. Como tampoco se trata de hacer política, hay que abstenerse de deslizar crítica alguna, perseguir algún efecto o combatir otras concepciones del mundo. De hecho, es mejor si uno, en vez de adoptar una postura y esbozar una visión del mundo, se calla y deja hablar a esa voz interior que Alatriste, por ejemplo, confiesa oír mientras lee los textos de otros. Al final, este y otros muchos ensayos literarios que andan por ahí blanden argumentos semejantes para disculpar sus carencias: son libres, son espontáneos, son personales. Desde luego que esto es mentira: los escritores que practican este tipo de ensayo no improvisan –fatigan una pila de convenciones– y no están al margen de las ideologías –reproducen un discurso que tiende a aislar la literatura de la realidad material y de otros bienes culturales. En el caso de Geografía: Alatriste se empeña en hacernos creer que su ensayo nació en “el mundo de mis sueños”, pero es fácil advertir los rastros nada oníricos de su producción. No es una obra animada por un soplo misterioso: es un libro que recicla, una y otra vez, textos de Alatriste ya publicados en diarios y revistas y que en algún momento (p. 152) copia, casi literalmente y sin entrecomillar, no de las musas sino de Wikipedia.
El segundo de los libros, Ensayo sobre la ilusión, es una novela que revisita, reescribe y, en teoría, corrige la primera novela del propio Alatriste. Para no ir demasiado lejos: ¿qué encontramos aquí? En principio, esta frase: “Llevamos mucho tiempo discutiendo el origen de su mal (déjenme por lo pronto llamarlo así, mal) y sólo estamos de acuerdo en que sus sueños –lo que yo llamo sus delirios cinematográficos– se convirtieron en su realidad.” Un poco después, la historia de un tipo, Miguel Horacio Dreamfield, que luego de ver Casablanca abandona su trabajo y su matrimonio y se encierra en un departamento a esperar –mientras escucha “As time goes by”, toma whisky y gasta su esmoquin blanco– la improbable llegada de una improbable Ingrid Bergman. Salpicados aquí y allá, diálogos como este: “Si damos crédito a lo que hemos dicho, la leyenda del Golem demuestra que variación de la creación o no, acto de hechicería o no, cuando alguien intenta crear algo se echa encima las cadenas de su ilusión.” En todas partes, una voz narrativa obstinada en atribuir raras afecciones a los personajes (“había aparecido un brote de delirio en su fase fáustica”), devota de la cursilería (“se llevaba en el bolsillo sus ojos de terciopelo negro”) y dada a reflexiones tan potentes como esta: “es probable […] que el brazo velludo de la coincidencia lo haya tomado de la mano”.
Si uno se acerca otro poco a Ensayo sobre la ilusión, ¿con qué se topa? En mi opinión, con una de las prosas más erráticas de la última narrativa mexicana. Hay que ver los movimientos de los personajes: el protagonista “hace una zambullida en el espejo”, una pareja se besa “frotándose las lenguas”, una mujer levanta su “cadera ancha de nalga chata” “con un esfuerzo sobrehumano”, otra pellizca “a algunos comensales en el límite del saco” y un tipo abandona “en un tiempo récord” “su pose de funcionario con licencia” y consigue que su manzana de Adán gire “en sentido inverso a las manecillas del reloj”. Hay que atender –y, si es posible, destrabar– las desconcertantes imágenes que brotan por todos lados: “El tinte de la soledad pinta sus pupilas como si fueran un lago en que se reflejara la quietud de su piso”; “Creyó que la calle era un río luminoso en cuya superficie flotaba una gran sábana que agitándose al aire arramblaba lo que salía a su paso”; “Sus sensaciones eran un barco con la quilla al aire, su imaginación un ancla medio sumergida, su ansiedad un remo roto, y sus ilusiones una red secándose en la playa”. Hay que leer y olvidar. Pero no, no es fácil olvidar. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).