“¿De dónde crees que viene esta idea del amor?” es la pregunta que Mayte López (Nueva York, 1983) pretende responder a lo largo de su breve, pero enérgica, novela Sensación térmica. En boca de la psicoterapeuta filipina de la protagonista, la autora busca desentrañar qué elementos de la cultura mexicana y latina enseñaron a las mujeres que el amor debe doler y a los hombres que amar significa controlar y dominar.
Lucía es una joven mexicana que estudia el doctorado en Nueva York. Ella alterna sus clases de literatura con la caza del ratón que las atormenta a ella y a Alma, su roomie, en el departamento que le rentan a un polaco y en las idas por cafés con Juliana, la amiga colombiana que le cuenta sobre sus nuevas conquistas. La primera impresión del lector es que se trata de una novela sobre la vida de una mexicana en el extranjero, cuya mayor tribulación son las temperaturas gélidas del invierno neoyorquino. Sin embargo, la vida de Lucía está lejos de ser apacible.
Durante varias noches no ha logrado conciliar el sueño, ni siquiera el sonido de las olas del mar de la aplicación que descargó le ayuda a relajarse. El motivo: una llamada desde México en la que le avisan que su padre, con el que no ha hablado en meses, acaba de tener un accidente y necesita que se regrese a cuidarlo.
A lo largo de su infancia y adolescencia, Lucía vio a Álvaro golpear y humillar a Dalia, su madre, hasta que se separaron. Más tarde, solo tuvo contacto con él los domingos, día en el que lo acompañaba por una birria, que a ella le daba asco, pero que él la obligaba a comer. Finalmente, cuando Lucía se ganó una beca para estudiar en Estados Unidos, su padre desaprobó su decisión por considerarlo un gasto innecesario. Su lazo de por sí endeble se rompió tras esa última conversación. Ahora, Álvaro necesitaba de ella y le exigía dejar su vida, sus estudios y su tranquilidad para volver al infierno.
La novela está narrada a dos voces. Una de la protagonista en primera persona y otra de un narrador omnisciente. Lucía, interpelada por la psicoterapeuta, comparte los recuerdos de su infancia. Hay unos perturbadores, como aquel en el que el abuelo toqueteaba a sus nietas cuando ellas corrían por el pasillo y cuando su padre insultaba a su madre; pero también otros más agradables como las visitas a la heladería Roxy con su mamá y las vacaciones en la playa en las que su papá le ayudaba a buscar cangrejos ermitaños. El narrador omnisciente completa esos recuerdos con otros episodios violentos en las vidas de Lucía y de las mujeres que le importan, como Juliana y Dalia.
Juliana está enamorada del Profesor, un académico mexicano que imparte un curso de sociología en la misma universidad donde ellas estudian el doctorado. La novela describe cómo la algarabía caribeña de Juliana se va apagando poco a poco a consecuencia del maltrato del Profesor. Reclamos en las fiestas, celos, amenazas de echarla del departamento, insultos y jaloneos son la constante en una relación en la que Lucía sabe identificar los mismos rasgos abusivos que vio en contra de su madre. “Pero cuando Juliana va hecha un mar de mocos de regreso a su casa […] su celular se ilumina con alguna amenaza: Si no te regresas ahorita, se acabó. Si esto vale madres es por tu culpa. Para qué te fuiste, escuincla tarada. Juliana ya no le cuenta nada de esto, pero se le nota en las ojeras. Lucía las reconoce y cada vez que las ve siente ganas de vomitar: son las mismas que tenía siempre Dalia. Fue de Dalia que aprendió a leer los silencios.”
El amor, comprende Lucía después de ver el sufrimiento de su madre y de su amiga, no tiene por qué soportarlo todo ni guardarse las cosas, a pesar de lo que dicen las canciones con las que creció. Las letras de Vicente Fernández, Juan Gabriel, José José, Luis Miguel y hasta Café Tacvba se intercalan en la narración, no como un ejemplo de nostalgia por el terruño, sino para dejar constancia de que desde la cultura popular se han normalizado los discursos violentos hacia las mujeres: “Mátalas con una sobredosis de ternura”, dice una de esas canciones, “asfíxialas con besos y dulzura”.
López critica esta idea nociva del amor romántico oponiendo una narrativa brutal y descarnada que en más de una ocasión incomoda al lector. No obstante, lo más desagradable es aceptar que muchos de los episodios de la novela nos son cotidianos. En Sensación térmica no tenemos a una heroína, pues al final Lucía no pudo salvar a Dalia ni a Juliana, pero pudo salvarse a sí misma. Cuando tiene la posibilidad de hacer que los abusadores paguen por haberse aprovechado de la vulnerabilidad de su madre y de su amiga, la protagonista toma otra decisión, una que la hará retomar su vida –o por lo menos las piezas que quedan de ella–, sin convertirse en victimaria, aquello que durante tanto tiempo despreció.
Lo que distingue a Sensación térmica de otras novelas que exponen los grados en los que escala la violencia contra las mujeres es el constante cuestionamiento al lector sobre aquello que se cree aceptable y “normal” en las relaciones. A pesar de su brevedad, no es de aquellas novelas que se leen de un tirón, sino que exige hacer pausas para reflexionar sobre momentos de la propia vida: aquellas ocasiones en las que aparentemente no pasaba nada con nuestras amigas y nuestras parejas, pero en donde ocurría todo. Lucía logra salir adelante gracias a su amistad con Alma y por ello entiende que muchas veces el amor no tiene que venir de un fulano con bigotito y traje de charro (como la fotografía de Álvaro que Dalia guardaba en su ropero y que veía con la esperanza de que el hombre que le gritaba desde la cocina fuera otro). Abandonar esas falsas y peligrosas ideas en torno al amor puede servir para que cada vez haya menos Dalias y Julianas. ~
estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, es editora y swiftie.