Para empezar, déjalo si puedes. Quien no tenga una motivación neurótica no debería seguir en el oficio, pues las probabilidades de fracasar son demasiado altas, y las decepciones demasiado crueles. Por tanto, entiendo que escribes poesía porque sientes que eso es lo que debes hacer, y no solo porque piensas que es una actividad más gratificante que reponer estantes de supermercado. Aunque bien pensado, esta última suposición es errónea estadísticamente: el estante medio no solo es más útil para la sociedad que el poema medio, sino también superior como obra de arte.
Comprometido con tu destino vital con un ardor digno de John Milton, ya habrás advertido que tu trabajo merece más críticas que elogios, y más indiferencia que otra cosa. Intenta que los elogios te resbalen. Trabaja en tu nuevo poema hasta dejarlo perfecto, no porque así vaya a gustar a más gente –de hecho, puede que guste menos–, sino porque en su versión definitiva demostrará ser un artefacto independiente, invulnerable incluso ante tus propias dudas. Si el poema cree en sí mismo, llegará el día en que puedas mirar atrás y preguntarte cómo lograste escribirlo. Por lo general, ese día, si llega, llega pronto; pero rara vez llega de inmediato, así que guarda todo lo que escribas hasta estar realmente seguro de haberlo terminado. He aquí la frontera entre el aficionado y el profesional. Si el impulso creador es lo bastante fuerte, uno tiende a ignorar los defectos y decidir de forma prematura que ha acabado el poema. No confíes en tu propio entusiasmo hasta que se apague.
Geoffrey Grigson, un editor muy poderoso en su época, creía que un poeta no debe llevar un cuaderno de notas. Afirmaba ser capaz de detectar a un “poeta de cuaderno” a un kilómetro de distancia, del mismo modo que el carcamal Malcolm Muggeridge afirmaba poder distinguir a una mujer que toma la píldora por la luz mortecina de sus ojos. Geoffrey Grigson se equivocaba. Lleva contigo un cuaderno de notas: basta con un cuaderno de ejercicios normal y corriente. Si apuntas tus observaciones con suficiente precisión, acaso empiecen a convertirse en poemas, que entonces podrás trasladar a tu cuaderno de trabajo. Este debe ser de tamaño folio, pues así podrás contemplar el poema en su integridad a medida que lo construyes. También puede servirte para ejercicios de estilo. Por regla general, el cuaderno de trabajo solo debe contener aquellos poemas que piden ser terminados, aunque pocos lo serán, a menos que sepas permutar palabras al servicio de una forma. Puedes desarrollar una carrera literaria sin tener pericia técnica, pero dejarás muchos poemas inconclusos, y ninguno de ellos tomará derroteros inesperados por la métrica escogida. Sin dotes técnicas nunca te sorprenderás a ti mismo, y por tanto raramente sorprenderás a los demás. No hace falta que domines la villanesca ni la sextina, pero nunca dejes de practicar el endecasílabo ni el alejandrino, aunque solo sea por tener un nombre para el verso que hayas escrito por accidente. Si quieres que tus cesuras y anacrusas fluyan, practica con el soneto, aun cuando tus versos carezcan de sentido, pero resiste el impulso de ponerles títulos y enviarlos a la revista Poetry de Chicago.
Tu cuaderno de trabajo, bien guardado, debe distinguir claramente entre el ejercicio técnico y el poema real en ciernes. Si el poema tarda veinte años en madurar, consuélate pensando que tus cuadernos y libretas de trabajo son una prueba visible, aunque solo sea para ti, de que esperar a la inspiración forma parte del proceso creativo. Cuando vuelques el fruto de una inspiración libre de dudas –esto es, la obra madura– del cuaderno de trabajo al ordenador, pensarás que el proceso de eternas modificaciones vuelve a empezar. Pero no desfallezcas. Habrá un momento en que el propio poema te dirá que lo has acabado, y no te pedirá más cambios. O quizás te diga –quedándose ahí callado– que fue mal concebido. En tal caso, abandónalo.
Piensa a largo plazo. Cultiva la paciencia y el juicio. Te ayudará tener cerca a un amigo brillante, sensible y con rigor crítico que lea tu manuscrito terminado, pero solo si sus objeciones son las mismas que tú te hubieras hecho, de haber tenido más tiempo. Si descubres que tu amigo no censura meros detalles, sino tu propia personalidad poética, pégale un tiro.
No hay razón para disparar a los críticos, siempre y cuando te citen. Incluso el crítico más hostil trabaja para ti si te menciona. De hecho, lo más probable es que, careciendo él mismo de oído, el verso que censure por absurdo o torpe sea uno de tus mejores, por lo que instigará a comprar tu libro, aunque vierta sobre él su desprecio inepto y descerebrado. El crítico peligroso es el brillante y cultivado que proclama a los cuatro vientos lo maravilloso que eres. Aprende lo antes posible a no depender de su aprobación, que podría negarte la próxima vez, pues no querrá perder su fama de crítico implacable. Si empiezas a pensar en tu reputación, o incluso en tu carrera profesional como poeta, estás enfocando mal el tema. Lo más importante es el poema, no el poeta.
Un poeta que se preocupa porque lleva tiempo sin aparecer en las revistas de mayor circulación debería recitar su obra en la plaza del pueblo y ver cómo le va. Siempre le quedará su web personal, mientras no olvide que todo lo escrito con cuidado para la imprenta debe escribirse con el doble de cuidado para internet. Ahora bien, si necesitas que te recuerden que debes esforzarte, no deberías dedicarte a esto bajo ningún concepto. Un poema te exige que te esmeres hasta el último momento: lo empiezas, lo desarrollas y lo sigues puliendo hasta lograr que cante.
Si necesitas un modelo, copia el sentido del orden que desprenden sus versos, no el desorden con el que vivió. Si eres hombre, mejor olvida las locuras de Robert Lowell, que se paseaba fingiendo ser Hitler, y que una vez se declaró a la azafata durante un vuelo transatlántico. Por el contrario, intenta aprender de cómo reunió sus imágenes en El cementerio cuáquero de Nantucket. Si eres mujer, y tienes la suerte de ser lesbiana, imita la precisión verbal de Elizabeth Bishop, pero no creas que la consiguió gracias a su alcoholismo. En absoluto. En cuanto a Sylvia Plath, no fue su suicidio lo que la convirtió en una gran poeta; de la misma forma que el suicidio de Anne Sexton no la convirtió en Sylvia Plath. La idea de que solo una vida intensa puede producir poesía intensa es pésima para poetas de ambos sexos. Si decir cosas interesantes no te parece lo suficientemente interesante, alístate en el ejército.
Los grandes editores de revistas y editoriales ya conocen la mayoría de los consejos que te doy; los mejores suelen ser ellos mismos poetas, por lo que han sufrido todo esto en sus propias carnes. Lo cual no significa que debas respetar su opinión si no les gusta tu último poema, pero siempre vale la pena volver a intentarlo con otro texto. Hay mucha mala leche entre los editores (y parte la dirigen hacia los colaboradores), pero todos coinciden en su deseo de publicar tu trabajo si es lo suficientemente bueno. La posición del editor es práctica: está más preocupado por ofrecer lecturas atractivas que por participar en la lucha histórico-mundial de los autores por la inmortalidad. Deberías tener las mismas prioridades. Nadie te pide que escribas para la farándula, si es que así juzgas a los lectores ignorantes; pero si no eres capaz de producir algo legible, te traicionarán pasando página.
Si unas pocas personas recuerdan un verso o dos de tu poema, no solo estás en el buen camino, sino que ya alcanzaste la meta. Eso es todo: aspirar a mayor gloria es vanidad. Al despedirse de las vanidades del mundo antes de su ejecución –tan solo perseguimos pompas vanas–, Walter Raleigh se volcó en un poema que quizás nadie pudiera leer jamás; encarcelado en la Torre de Londres, lo escribió como si empezara a vivir de nuevo, como si nunca hubiera luchado contra la Armada Invencible, ni cruzado el Atlántico, ni maniobrado con cautela para salvar su vida cuando la reina se enamoró de él. Seamus Heaney, que preparaba con rigor sus clases de escritura literaria en Harvard, y Philip Larkin, que ordenaba estanterías de libros en su biblioteca de Hull, intentan decirte algo: si el esplendor de la gloria poética desciende sobre ti, aun envuelto en él debes tener claro que tu condición de poeta es un asunto secundario. Lo único que importa es tu nuevo poema. ¿Exige ser leído en voz alta lo que pidió ser escrito? ¿Se mueven tus labios cuando lo lees en silencio? De ser así, puede que te sientas como un niño, pero trata de recordar que esta malograda aventura empezó cuando eras muy joven y dijiste algo ingenioso. Te volviste famoso en tu familia: conténtate con eso mientras tratas de decir algo ingenioso de nuevo.
Naciste para la poesía, o eso crees; si resulta que te equivocaste, hay cientos de tareas que también son poéticas, o que pueden llegar a serlo si se ejecutan con estilo y esmero. El sentido de la entrega es uno de tus mayores tesoros; si no puedes invertirlo en esto, dedícalo a otra cosa, pero asegúrate de tener tiempo libre para seguir leyendo poesía, que es lo mejor del mundo después de escribirla, ¿no es cierto? ~
Traducción del inglés de Luis Castellví Laukamp.
(1939-2019) fue poeta, ensayista y crítico literario.