Elena Poniatowska: saber oír

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Para celebrar los noventa años que Elena Poniatowska cumplió el 19 de mayo pasado, recuperamos este texto escrito por Octavio Paz. Titulado “A cinco años de Tlatelolco”, se trata del prólogo a la edición en inglés del libro de Poniatowska La noche de Tlatelolco, publicado por The Viking Press. Esta primera parte (de tres) apareció originalmente en Excélsior el 1 de octubre de 1973 y fue recogido en El ogro filantrópico. Paz y Poniatowska mantuvieron una estrecha amistad y ella colaboró en sus proyectos editoriales con ensayos y reportajes emblemáticos como aquel sobre el festival de Avándaro que se publicó en el primer número de Plural o el dedicado al movimiento estudiantil de 1968 que vio la luz en Vuelta.

Estas líneas son un sentido homenaje a una de las figuras más importantes de las letras mexicanas del último siglo, cuya obra también ha sido tratada en nuestras páginas.

El movimiento estudiantil de 1968 y la represión gubernamental que brutalmente lo quebró fueron sucesos que conmovieron a los mexicanos. Se inició entonces una crisis política, social y moral que todavía no ha sido resuelta. El libro de Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco, no es una interpretación de esos acontecimientos. Es algo mejor que una teoría o una hipótesis: un extraordinario reportaje o, como ella dice, un collage de “testimonios de historia oral”. Crónica histórica, pero antes de que la historia se enfríe y las palabras se vuelvan documento escrito.

Para el cronista de una época saber oír no es menos sino más importante que saber escribir. Mejor dicho: el arte de escribir implica dominar antes el arte de oír. Un arte sutil y difícil, pues no solo exige finura de oído sino sensibilidad moral: reconocer, aceptar la existencia de los otros. Dos razas de escritores: el poeta oye una voz interior, la suya; el novelista, el periodista y el historiador oyen muchas voces afuera, las de los otros. Elena Poniatowska se dio a conocer como uno de los mejores periodistas de México y un poco después como autora de intensos cuentos y originales novelas, mundos regidos por un humor y una fantasía que vuelven indecisas las fronteras entre lo cotidiano y lo insólito. Lo mismo en sus reportajes que en sus obras de ficción, su lenguaje está más cerca de la tradición oral que de la escrita. En La noche de Tlatelolco pone al servicio de la historia su admirable capacidad para oír y reproducir el habla de los otros. Crónica histórica y, asimismo, obra de imaginación verbal.

El libro de Elena Poniatowska es un testimonio apasionado pero no partidista. Apasionado porque, frente a la injusticia, la frialdad es complicidad. La pasión que corre por sus páginas es pasión por la justicia, la misma que inspiró a los estudiantes en sus manifestaciones y protestas. A imagen del movimiento juvenil, La noche de Tlatelolco no sostiene una tesis explícita ni revela una dirección ideológica precisa; en cambio, es un libro animado por un ritmo, ora luminoso y ora dramático, que es el de la vida misma. Empieza en el entusiasmo y la alegría: los estudiantes, al lanzarse a la calle, descubren la acción en común, la democracia directa y la fraternidad. Armados de estas armas, se abren paso frente a la represión y conquistan en poquísimo tiempo la adhesión popular. Hasta ese momento la crónica de Elena Poniatowska es la del despertar cívico de una juventud. La crónica del entusiasmo colectivo no tarda en ensombrecerse: la oleada juvenil se estrella contra el muro del poder y la violencia gubernamental se desata: todo acaba en un charco de sangre. Los estudiantes buscaban el diálogo público con el poder y el poder respondió con la violencia que acalla a todas las voces. ¿Por qué? ¿Por qué la matanza? Desde octubre de 1968 los mexicanos se hacen esta pregunta. Hasta que no sea contestada el país no recobrará la confianza en sus gobernantes y en sus instituciones. No recobrará la confianza en sí mismo.

Como todos los acontecimientos históricos, los sucesos de 1968 son un tejido de hechos y significados ambiguos. Son reales pero su realidad no tiene la consistencia de la realidad de todos los días. Tampoco poseen la coherencia fantástica de la imaginación: la suya es la realidad contradictoria de la historia, la más problemática y enigmática de todas las realidades. Daré dos ejemplos: la actitud de los dirigentes estudiantiles y la del gobierno.

Desde el principio los estudiantes revelaron una notable habilidad política. Su instantáneo descubrimiento de la democracia directa como un método para rejuvenecer al movimiento y no alejarlo de su fuente original, la colectividad; su insistencia en sostener un diálogo público con el gobierno, en un país acostumbrado a las componendas entre bastidores y a la corrupción palaciega; la moderación de sus demandas, englobadas en la palabra democratización, aspiración nacional de los mexicanos desde 1910 –todo esto es un ejemplo de madurez y aun de sabiduría política–. Pero estas virtudes y capacidades son de orden táctico y se evaporan apenas los oímos reflexionar sobre las perspectivas del movimiento, sus alcances y su significado dentro del doble contexto de la historia de México y de la situación mundial. En lugar del realismo táctico y estratégico: las fórmulas huecas, los esquemas rígidos, el simplismo doctrinario, las frases gaseosas. Casi todos se imaginaban participar en un movimiento distinto a aquel en que realmente participaban. Era como si el México de 1968 fuese una metáfora de la Comuna de París o de la toma del Palacio de Invierno: México era México y simultáneamente era otro tiempo y otro lugar, otra realidad. La pieza de teatro que estaban escribiendo no era la misma que leían. Sus actos eran reales, sus interpretaciones imaginarias. Algunos creían advertir una filiación directa entre el movimiento de los ferrocarrileros en 1958 y el suyo diez años después; minimizaban así no solo la diferencia de objetivos, tácticas y, sobre todo, de clase, sino los significados distintos de ambos episodios. Otros pensaban que al movimiento estudiantil de la clase media sucederían movimientos de obreros y campesinos: la historia como carrera de relevos. Pero el relevo no vino: la clase obrera mexicana mostró la misma indiferencia que la de los países de Occidente y Estados Unidos ante llamados y esperanzas semejantes.

Más desconcertante –y muchísimo menos perdonable– fue la actitud del gobierno de México. Lo que impresiona sobre todo es su sordera y su ceguera. Ambas son hijas de la incredulidad. No es que nuestros gobernantes estuviesen ciegos y sordos sino que no querían oír ni ver. Reconocer la existencia del movimiento estudiantil habría equivalido, para ellos, a negarse a sí mismos. El sistema político mexicano está fundado en una creencia implícita e inconmovible: el presidente y el partido encarnan la totalidad de México.

Acostumbrados al monólogo e intoxicados por una retórica altisonante que los envuelve como una nube, nuestros presidentes y dirigentes difícilmente pueden aceptar que existan voluntades y opiniones distintas a las suyas. Ellos son el pasado, el presente y el futuro de México. El PRI no es un partido político mayoritario: es la Unanimidad. El presidente no solo es la autoridad política máxima: es la encarnación de la historia mexicana, el poder como sustancia mágica transmitida desde el primer tlatoani a través de virreyes y presidentes. El autoritarismo mexicano, a diferencia del caudillismo hispánico y latinoamericano, es legalista y las raíces de ese legalismo son religiosas. De ahí la terrible violencia que descendió sobre los estudiantes.

La operación militar contra ellos no fue una acción política únicamente, sino que asumió la forma casi religiosa de un castigo de lo alto. Una venganza divina. Había que castigar ejemplarmente. Moral de Dios Padre colérico. Los orígenes de esta actitud se hunden en la historia de México, en el pasado azteca y en el pasado colonial. Son una suerte de petrificación de la imagen pública del gobernante, que deja de ser un hombre para convertirse en un ídolo. Una expresión más del machismo y, sobre todo, de la preeminencia del padre en la familia y la sociedad mexicanas. En suma, en el México de 1968, una vez más, los hombres hicieron la historia con los ojos vendados. ~

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