Ed Carosia

El malestar europeo

La Unión Europea es una idea formidable que está en peligro. La falta de liderazgo, la disparidad de políticas fiscales y la renuencia de la ciudadanía europea a apoyar el proyecto hacen que este no esté tan asegurado como creíamos. En este ensayo, Arias Maldonado describe el malestar que es causa y consecuencia de esta parálisis.
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Desde que Karl Marx lo hiciese por vez primera, son incontables los textos que han comenzado por afirmar aquello de que un fantasma recorre Europa, hasta el punto de que la propia frase ha terminado por convertirse en el fantasma. Sin embargo, pareciera que su empleo está hoy más justificado que nunca, a la vista de la difícil situación en que se encuentran, por este orden, varios países europeos, su moneda común y la idea que sostiene a esta. Nadie parece contento, el debate político es confuso, abundan las profecías apocalípticas. De modo que, sí, un fantasma recorre el continente: el fantasma de un malestar generalizado. O eso parece. Porque también es cierto que ese malestar no es el mismo en todas partes, ni obedece a las mismas causas, ni refleja una misma realidad. Más que uno, hay veinticinco fantasmas. Y ese es el problema.

A simple vista, hay un desasosiego común a todo el continente, que encuentra su reflejo a diario en las declaraciones públicas de los dirigentes europeos, tiene amplio eco en la llamada prensa de calidad y el refrendo, no obstante desigual, de aquellos ciudadanos a los que llaman para hacer una encuesta luego debidamente extrapolada. Se trata del malestar con el capitalismo, o sea, con la crisis económica devenida en crisis de deuda. Su manifestación más prominente es la constituida por los indignados españoles, cuyo ejemplo, sin embargo, solo ha prendido entre la muchachada griega. Se produce así una interesante convergencia de intereses, de acuerdo con la cual tanto los políticos como los manifestantes apuntan hacia eso que se da en llamar los mercados como origen último de todos los males: unos para ocultar sus errores y otros porque no tienen trabajo. En ambos casos, se sostiene que las sociedades han perdido la capacidad de gobernarse a sí mismas y actúan bajo el dictado deoscuras fuerzas externas. O sea, como si la salud de la propia economía o la supervivencia del euro solo requiriesen “voluntad política”, algo que parece consistir en fruncir el ceño y desear mucho una cosa, sin hacer ninguna otra. Son precisamente los indignados españoles quienes más certeramente han expresado este descontento, mediante una consigna inequívoca: “No es la crisis, es el sistema.” ¡Abajo con él!

Sucede que el sistema funciona bien en Suecia, Holanda, Austria o Alemania. Incluso, para no mencionar solamente a quienes ya tenían la cultura y la historia de su parte, que es una forma muy nuestra de excusarnos por la incapacidad propia, funciona en Polonia, Eslovenia o la República Checa. Y es aquí donde los malestares empiezan a divergir. Porque, contra lo que pudiera parecernos en el predio ibérico, las calles europeas no están tomadas por las revueltas, sino que, más bien, los jóvenes alemanes o suecos están trabajando y sus economistas discutiendo la hipótesis del pleno empleo. De manera que, mientras en el sur desarrollamos un temor cerval al desmantelamiento del Estado del Bienestar que nunca tuvimos, sin plantearnos seriamente la necesidad de crecer para pagarlo, en el norte dan un paso más allá en la armazón del complejo mecano socioestatal y debaten, por ejemplo, de qué forma puede el Estado ayudar a la conciliación familiar o cómo lograr la sostenibilidad medioambiental mediante la innovación energética. Pero muchos dirigentes y ciudadanos de estos países se preguntan asimismo si es justo o razonable seguir transfiriendo rentas a quienes parecen incapaces de hacer las cosas rectamente. ¿O es que los demás tienen la culpa de que en Grecia no se paguen impuestos o los españoles no sepan inglés? Sí, sus bancos han comprado masivamente deuda meridional; pero ahí se acaban las excusas. De ahí que, cuando escribimos artículos sobre el aislamiento de Angela Merkel, estamos haciendo una broma involuntaria: si Alemania está aislada, lo está a la manera de la Gran Bretaña del siglo XIX, o sea que en realidad los aislados somos nosotros.

Naturalmente, es la disparidad de las políticas económicas de los países integrantes del euro y sus desiguales resultados lo que, en última instancia, explica que la súbita crisis de liquidez causada por la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008 –que pone fin al período del crédito imaginario y lo convierte en deuda de la noche a la mañana– haya terminado por amenazar de muerte al proyecto europeo. Que la unión monetaria no viniese acompañada de una mayor armonización de las políticas fiscales, presupuestarias y laborales de los países que abandonaron sus monedas hace ya más de una década es un problema ahora unánimemente reconocido. Y es que, como sabe cualquier quinielista, el lunes se acierta siempre. Pero incluso los profesores de economía que identificaron desde el comienzo tal falla habrían de reconocer que la consecución de la unión monetaria fue siempre, ante todo, un desafío político de primer orden, que requería de un ritmo de aplicación bien diferente al exigido por la pura teoría macroeconómica. No es lo mismo implantar una moneda común en una sociedad relativamente homogénea que hacerlo en un conjunto de viejas naciones absolutamente heterogéneas.

Por ello, es evidente que no podía plantearse la creación de un gobierno económico europeo, con plena cesión de las soberanías nacionales, allá por 1995. Si la política es el arte de lo posible, esto era imposible. Se trataba de un proyecto de las élites comunitarias que, llevado hasta ese extremo, habría rechazado una gran parte de la opinión pú-blica del continente. En realidad, no hay una opinión pública europea; ni entonces, ni ahora. Más bien, se produce una peculiar cesura entre distintas opiniones públicas nacionales: por un lado, aquellos países capaces de gestionarse a sí mismos más o menos exitosamente, recelosos de profundizar en la integración política comunitaria; y, por otro, aquellos donde esta misma integración es vista como el remedio para la propia incompetencia secular: España como problema, Europa como solución. Esa misma brecha se reproduce con singular fuerza, ahora que los ahorros están en juego, tanto en los medios de comunicación como en las sociedades mismas: ni el médico alemán ni el consultor holandés quieren pagar el rescate del taxista griego o la jubilación del funcionario español. Y entonces unos dicen que nadie los representa, mientras otros responden que no van a transferir más dinero. Todos ellos se sienten vagamente europeos, pero no lo suficiente. En realidad, pagamos los aperitivos con una moneda detrás de la cual no hay ninguna sociedad. Aunque no está claro si las élites han fallado a los ciudadanos o, más bien, los ciudadanos han fallado a las élites. Veamos.

No es casualidad que el origen de la Unión Europea se encuentre en la gestión común de las producciones de acero y carbón de un reducido grupo de miembros iniciales. Y tampoco que los sucesivos pasos hacia una mayor integración hayan tenido como denominador común la apuesta por un libre mercado europeo de bienes, servicios y trabajadores. A falta de una sociedad uniforme, la idea europea no es otra que crear las condiciones para que las distintas sociedades nacionales europeas, todas ellas con siglos de historia a sus espaldas, puedan convergir lentamente mediante  el intercambio de mercancías e ideas y la circulación de personas. Se trataba, se trata, de entrelazar a las sociedades apelando, primero, a sus intereses, con el objeto de que sus moralidades y sus sentimientos emerjan después. Este procedimiento ha suscitado no pocas críticas, sintetizadas en la rimbombante fórmula que opone la “Europa de los mercaderes” a la “Europa de los ciudadanos”, pero conviene preguntarse qué alternativa hay, aparte de la utilísima –a este respecto– beca Erasmus, para producir una sociedad europea. Aunque nos parezca que la Ilustración se resume en el imperativo categórico kantiano, los hommes de lettres de la época, Montesquieu y Voltaire incluidos, subrayaban las virtudes civilizatorias del comercio que nos hace viajar, entendernos con los diferentes, comprender otros lugares. Más recientemente, Mark Pennington ha señalado que el mercado no solamente opera como un mecanismo espontáneo de coordinación de las decisiones económicas a través del sistema de precios, sino que actúa también como medio social para el descubrimiento y la comunicación de nuevos valores mediante una constante experimentación social. Y es así, ciertamente, creando las condiciones para que emerja el ciudadano europeo, como puede esperarse que este comparezca.

Por supuesto, también esto es un proyecto dirigista que va de las élites a los ciudadanos y no al revés. Pregunte usted si hace veinte años en los pueblos de Alemania u Holanda abrir las fronteras era deseable y a ver cuántos asentimientos obtiene. O pregunte por la Constitución Europea, o los minaretes, como en Suiza; corre el riesgo de obtener respuesta. A decir verdad, la gran ventaja de la construcción europea, su obsceno secreto, es que los gobiernos han echado mano de la cualidad democráticamente indirecta de la Comisión Europea cuando ha sido necesario; su desventaja, como puede comprobarse ahora, es que los ciudadanos no han respondido a la llamada de sus élites: apenas hay una lengua común y el porcentaje de la población que vive en países distintos al suyo es aún insignificante. Es muy posible que sea una mera cuestión de tiempo para que esto pueda cambiar, porque acaso esté cambiando ya, pero ese tiempo no ha llegado todavía ni se barrunta su advenimiento. De hecho, algunos de los factores que con más fuerza limitan la europeización de los ciudadanos –ausencia de una lengua común, falta de información sociopolítica, las muy humanas inercias locales– han impedido la convergencia de las políticas económicas nacionales en torno a los modelos más exitosos para que, por ejemplo, el mercado laboral escandinavo pueda competir con el italiano y, a medio plazo, este se vea obligado a seguir el ejemplo de aquel. Aunque la histeria desatada en España cuando se sugirió que Alemania contrataría a licenciados españoles –análoga a la que se produce cada vez que hay una convocatoria de oposiciones a la función pública– haga pensar lo contrario. Pero solo fue un reflejo espontáneo, pura idiosincrasia.

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Ed Carosia

Así que el desasosiego que atraviesa Europa tiene que ver con los límites del proceso de integración europea, por más que, paradójicamente, esta crisis pueda terminar por dar un nuevo impulso al mismo. Si un obstáculo mayor se interpone, es la natural resistencia de las mentalidades nacionales a disolverse en una comunidad más amplia. Decía hace poco Josef Joffe, editor jefe de Die Zeit, que la unión monetaria era un error de principio, a la vista de las diferencias formidables existentes entre las distintas culturas nacionales. Digamos que mientras un turolense repite veinte veces durante el mes de julio que está deseando “cambiar el chip” e irse de vacaciones, dejando el país entero cerrado en agosto, los daneses no piensan en esos términos ni se gastan los ahorros en una segunda residencia a un precio desorbitado. Y así sucesivamente; los ejemplos abundan. No tratamos de decidir quién es más feliz, sino quién exhibe mayores virtudes colectivas. Es verdad que las mentalidades pueden cambiar, aun siendo lo que más difícilmente cambia, pero para eso hay que desear transformarlas. Y está por oírse aún, en las fracasadas sociedades mediterráneas, un discurso autocrítico digno de tal nombre. Que los sureños quieran ahora refundar el capitalismo, en lugar de refundarse a sí mismos, no es sino una muestra de lo hermoso que es el autoengaño y de las limitaciones cognitivas de una ciudadanía incapaz de reflexionar sobre lo que le ha pasado. En el caso de España, nada menos que un 80% de los ciudadanos, según una encuesta reciente, sostiene que los mercados son quienes nos gobiernan, en un admirable salto cognitivo que transporta milagrosamente a aquellos de la telebasura a la macroeconomía.

Este es el punto en el que, faltaría más, habría de hacer su aparición el cliché por antonomasia, el lugar común definitivo cuando de la construcción europea se trata, a saber, la afirmación según la cual las instituciones europeas están lejosde los ciudadanos. Ya sea por el déficit democrático que comporta el hecho de que son los gobiernos quienes mandan y no el Parlamento Europeo, ya por efecto de la mítica figura del euroburócrata, el caso es que se nos recuerda constantemente que una de las causas del actual malestar continental es la distancia que separa a Europa de sus ciudadanos. Pero, ¿no serán los ciudadanos los que están lejos de la Unión Europea? Hace poco, Heribert Prantl lamentaba, en las páginas del Süddeutsche Zeitung, que las instituciones comunitarias no supieran comunicar su labor ni hacerse presentes ante los ciudadanos. Pero no es culpa de la Unión Europea que los ciudadanos no sepan lo que hace y deja de hacer. Algo que, por cierto, incluye causas tan populares como la rebaja de las tarifas de la telefonía móvil. Ya que no se ve claro cómo habrían de popularizar su tarea las autoridades europeas: ¿enviando propagandistas a las tabernas, dejando flyers en los bares, poniendo anuncios en televisión? Si el ciudadano carece de una suficiente orientación pública y desconoce en gran medida cómo está organizada la realidad, poco se puede hacer para aproximarlo a las instituciones. Y no digamos ya en un país como el nuestro, donde para vender periódicos hay que regalar cuchillos de cocina.

Esta minoría de edad del ciudadano europeo, antes estimulada que combatida por sus dirigentes, ayuda a explicar las vacilaciones que está experimentando la idea continental. Nadie parece reparar seriamente en el hecho de que las condiciones que hicieron posible el período dorado de la posguerra mundial y el posterior estallido contracultural (a saber: factura nuclear a cargo de Estados Unidos, la mitad de la humanidad embarcada en experimentos colectivistas o sirviendo de patio trasero de la Guerra Fría, ventajosa situación demográfica) no van a repetirse. A decir verdad, la Unión Europea es una idea formidable que necesita de un impulso hacia delante; pero hay que entender que los países serios duden si entrar en régimen de gananciales con aquellos que no lo somos. En consecuencia, se puede exigir liderazgo a los políticos europeos, pero hemos de ser conscientes de que eso, ahora mismo, significa imponer una idea posnacional a ciudadanos todavía rabiosamente nacionales y reformar profundamente unas sociedades resistentes –por definición– al cambio. Yo estoy a favor, pero no sé si los gobiernos que tengan que enfrentarse a grupos de interés tan combativos como los taxistas o los notarios lo estarán también llegado el momento.

Naturalmente, preferimos indignarnos; pero hay que tener cuidado con la indignación. Decía Marshall McLuhan que la indignación moral es una técnica que permite al idiota revestirse de dignidad. Quizá sea un juicio demasiado severo. Pero no cabe duda de que la negación de la realidad nunca ha sido un signo de inteligencia. ~

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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