En México han muerto según cifras del gobierno entre treinta y cinco mil y cuarenta mil personas en los últimos cinco o seis años. Poco puedo ir más allá en la descripción de esas víctimas. Que no pueda yo no tiene demasiada importancia: es realmente llamativo que no pueda el gobierno ni la prensa. ¿Lo que está pasando en México es el fruto de una acción terrorista? El desconocimiento de los nombres, es decir, la falta de información absoluta que revela la inexistencia de los nombres, impide en estos momentos dar una respuesta clara y contundente a la posibilidad de llamar a esto una ofensiva terrorista.
Ahora bien, que en México hayan muerto cuarenta mil personas y no sepamos qué nombre ponerle a todo eso es una situación completamente insólita. En Ruanda, en tres meses, unos cuantos miles de hutus asesinaron a casi ochocientos mil tutsis a machetazos y le pusimos un nombre: genocidio. En Italia, entre los ochenta y los noventa, murieron asesinadas alrededor de diez mil personas al año y rápidamente se le puso nombre: era obra de la mafia. En esa circunstancia había un objetivo político que era el control del Estado por parte de una organización determinada. Nada de eso está en el caso mexicano. Podemos sospechar que hay una organización que pretende poner al Estado en jaque para pactar con él exactamente igual que en el caso mafioso, pero no llega nítidamente este mensaje a los ciudadanos. Y no puede llegar porque desconocemos los nombres de los cuarenta mil muertos, para empezar.
Tuve la fortuna de hablar la noche de mi llegada con altos funcionarios de la seguridad del Estado, a los cuales les hice una pregunta muy concreta: ¿dónde está, y a disposición de quién, la lista completa de las personas asesinadas en estos años? La cuestión tiene un indudable carácter moral: en una democracia como la mexicana se puede morir sin estar en una lista de muertos. Y ese es el asunto fundamental a la hora de definir lo que está pasando en el país: la inexistencia de una palabra para señalar, para aislar, para entender y, finalmente, para combatir. Porque el crimen no solo se combate con ametralladoras, sino, principalmente y antes de cualquier cosa, identificando a las víctimas y a los asesinos. Se dice en México “violencia”: ¡a qué último eslabón semántico tan frágil nos hemos tenido que acoger! Violencia sin más, como nacida espontáneamente. ¿Hay algún otro lugar en el mundo donde el sustantivo “violencia” quede colgado de la brocha sin un adjetivo como en México?
La BBC igual que la agencia Reuters, tiene prohibido el uso de la palabra terrorismo en sus cables, y sobre ello dice en su manual de estilo:
Deberemos informar sobre los actos terroristas con rapidez, exactitud, precisión, de forma completa y con responsabilidad. Nuestra credibilidad se ve socavada por el uso descuidado de palabras que conlleven juicios emocionales o de valor. La palabra terrorista en sí misma puede ser un obstáculo más que servir de ayuda para entender lo que pasa.
La BBC considera que la palabra terrorista incluye un juicio moral y, por lo tanto, sujeto a especulación. Pero podemos pensar en el sustantivo terrorista como podríamos pensar en el sustantivo carpintero. No parece que haya ninguna diferencia: el carpintero utiliza la madera para su trabajo y el terrorista utiliza el terror. La situación adjetival del término terrorista o terrorismo tiene poco sentido. Lo que sí tiene sentido es acotar las características de la acción terrorista para que podamos identificarla como distinta de la guerra, del crimen familiar o incluso del crimen político.
Rafael Sánchez Ferlosio, hablando de la guerra y el terror, planteaba una consideración de gran interés semántico que puede ayudarnos a desglosar el camino conceptual. Decía que el muerto por la acción del terrorismo no podía ser en modo alguno un muerto fortuito, dándole a fortuito la siguiente explicación: imagínense dos ejércitos que luchan y de repente hay una tempestad y un rayo cae sobre uno de los ejércitos y aniquila a cien o ciento cincuenta soldados. Esto sería vivido con placer por el ejército contrario, que de repente se ha deshecho de ciento cincuenta enemigos. Esa es la muerte habitual de la guerra. Dos ejércitos luchan y cualquier circunstancia que perjudica al ejército contrario beneficia al propio. Si en cambio cae el rayo sobre un enemigo de la patria vasca, difícilmente veríamos al día siguiente un comunicado de la organización terrorista ETA celebrando esa muerte. No imaginamos tampoco al IRA celebrando la caída del rayo sobre la cabeza de Ian Paisley, por ejemplo. Por lo tanto, hay una nítida línea de diferencia entre lo que es la guerra convencional, donde se celebra la muerte del enemigo por cualquier medio –porque uno menos es una forma de avance–, y la muerte por un acto terrorista.
¿Qué es lo que está obligatoriamente presente en el acto terrorista, y lo que en cambio no forma parte del azar proyectado sobre la guerra? ¿Por qué el rayo parte la cabeza de un enemigo y la guerra lo celebra y el terrorismo reacciona con indiferencia? La palabra clave es propaganda. Todo acto terrorista lleva un rayo, pero también un relámpago y un trueno. No se puede concebir la muerte terrorista sin el eco que la multiplica. No se trata solamente de la liquidación física del enemigo, sino de la expansión de esta liquidación en términos de amenaza a los vivos. El eco es inseparable de la muerte terrorista. Una muerte terrorista en secreto no sirve, como no hubiera servido que Al Qaeda matase a todas las personas que mató en las Torres Gemelas sin que ese suceso fuera retransmitido a todo el mundo.
Hay otra condición algo más complicada: el daño colateral, algo que está al margen del objetivo militar, casi siempre una matanza de civiles. Practiquemos un salto de pértiga intelectual y pongamos el concepto daño colateral en el centro mismo de la conducta terrorista. En 1987 el grupo terrorista eta puso una bomba en el estacionamiento del supermercado Hipercor en la ciudad de Barcelona y mató a decenas de personas. Una de las características sutiles y complejas de la diferencia entre un acto de guerra y un acto terrorista es que el acto terrorista implica per se la inexistencia de un daño colateral, porque, en realidad, todo él es un daño colateral.
Otro rasgo del terrorismo es lo que podríamos llamar la “despersonalización necesaria del acto terrorista”. Hace muchos años, en un artículo memorable en el diario El País, Ferlosio recogía las declaraciones de un miembro de la banda terrorista ETA que, en un intento de justificar su crimen, decía: “Yo no tenía nada personal en contra de la víctima.” El terrorista lo decía como atenuante. Ferlosio le contestaba: “Precisamente lo grave es que usted no tenga nada personal contra la víctima.” Con independencia del ajuste de cuentas moral, el criminal no dejaba de tener razón. Muchos años después, en otro juicio, a la pregunta del fiscal, “¿No es verdad que usted disparó?”, el terrorista contestó: “No: disparó ETA.” Nada personal. Tercer ejemplo: el que era un alto funcionario español del Ministerio de Ciencia y Tecnología hace diez años fue objeto de un atentado del que salió milagrosamente vivo. Al pasar su coche oficial por una esquina de Madrid un coche bomba explotó. Al cabo de pocas horas y gracias a un ciudadano anónimo que siguió a los terroristas, pudieron detenerlos y llevarlos ante el juez. En sus primeras declaraciones les preguntaron: “¿Por qué atentaron contra Juan Junquera?”, y la terrorista –era mujer– contestó: “Yo no sé quién era; ni lo sé, ni me importa.”
En el acto terrorista hay una despersonalización, pero no solo de la víctima, a la que se refería Ferlosio, sino también del criminal. Muchas veces nos preguntamos cómo es posible que un ser humano dispare contra la nuca de una persona indefensa que va caminando por la calle. Aunque es una pregunta imposible de responder, sí hay una aproximación, y la aproximación la da el “disparó ETA”. De alguna manera, el que dispara también se siente despersonalizado. En el fenómeno del terrorismo tiene que coincidir ese doble núcleo de deshumanización. Todo es el reino simbólico. Ficción, al fin.
Simbólica es la víctima, simbólico es el asesino. Nada humano parece estar ahí en juego. Quizá eso es lo que explica que una madre de familia se coloque un sujetador bomba y entre en un autobús de judíos, o que mande a su hijo a hacerlo, deficiente mental o no, y tantas enormidades que solo se justifican por esa deshumanización.
Teniendo deslindada la naturaleza del acto terrorista, examinemos cómo funciona la instalación de la palabra terrorismo dentro del discurso mediático. Una de las grandes incógnitas no resueltas todavía sobre el acto terrorista es por qué alguien se convierte en terrorista. Ideas infecciosas hay muchas, como la religión o el comunismo, pero naturalmente no todas esas ideas llevan a las personas a matar. El ansia de dinero es quizá compartida por todos, pero no por todos es compartido matar por dinero. Sin duda, la pobreza es un mal asunto, pero la inmensa mayoría de los pobres son pacíficos. Cuando tengamos este tipo de pruebas conceptuales yo recomiendo ser anglosajón e intentar ver la luz de la teoría en los hechos. En el acto terrorista hay algunos hechos que se repiten. Por ejemplo: los terroristas son jóvenes (de pronto hay alguno que envejece por ahí en las selvas, pero la mayoría son jóvenes). Son jóvenes y son machos (sí, hay mujeres terroristas, cada vez más, pero por lo general son hombres jóvenes). Son hombres jóvenes que, además, actúan en grupo (no existe el terrorista aislado, a excepción de los viejos anarquistas, cavaliers seuls, que actuaban en el albor del fenómeno). Siempre habrá un relato –la justicia universal, la superioridad de la raza, una religión mejor que otra–, pero la cuestión es por qué en determinadas personas prenden esos relatos, esas ideas malignas. Es una pregunta que no tiene respuesta. Podemos hacer aproximaciones según los sujetos protagonistas: varones, jóvenes y en grupo.
Hay una vieja discusión en la cultura universal entre la naturaleza y la cultura. Es decir, en qué medida nuestros actos son fruto de nuestro hardware genético-biológico o de nuestro software cultural. Estamos programados perfectamente desde el punto de vista cultural para aceptar que un hombre puede matar a otro por la libertad del pueblo vasco. Nos parece mal, pero lo aceptamos. En cambio, si se atribuyera a especiales patrones biológicos el hecho de que un hombre decida matar a otro a causa de un relato, nos mostraríamos escépticos. Evidentemente no hay, que se sepa, un gen terrorista. No hay un patrón específico de personas que se dediquen al terrorismo y que biológicamente presenten unas características similares desde el punto de vista neurocientífico. Pero esto que encontrarían tan ridículo empieza a serlo menos cuando los crecientes estudios sobre la neurociencia sí que parecen cercanos a encontrar determinados patrones genéticos en personas violentas en términos generales; es decir, en personas que pueden rozar la psicopatía, o en personas cuyo nivel de testosterona es muy superior al de la mayoría. Por lo tanto, no es descabellado suponer que en la naturaleza del terrorista hay, aparte de las cuestiones de edad y sexo, una cierta programación biológica.
Judith Rich Harris, una psicóloga estadounidense, autora del libro El mito de la educación, dice con una claridad consoladora que la educación no sirve de nada, y que los padres pueden respirar tranquilos porque si les sale un hijo futbolista ellos no han tenido la culpa. Rich Harris atribuye la conducta futura de los hijos, lo que sean en la vida, a dos factores: los genes y el grupo. Del choque de esas dos magnitudes surge el individuo adulto. Es una teoría muy plausible, sostenida por Rich Harris con firmes argumentos estadísticos, estudios de gemelos, etcétera. La menciono aquí porque ella fue la primera en destacar la importancia del grupo en la conducta. Que no les quepa duda de que la importancia del grupo en la conducta terrorista es fundamental. La teoría del grupo mezclada con alguna adherencia biológica es la tesis central del quizá mejor libro que se haya publicado hasta ahora sobre la naturaleza del terrorista, no traducido al español, obra de Scott Atran [Talking to the enemy: Faith, brotherhood, and the (un)making of terrorists, 2010].
Susan Sontag, en Sobre la fotografía, advertía contra el efecto anestesiador de la proliferación de imágenes violentas. Antes de morir, en una última lección, Sontag abjuró de esa teoría. Ella ponía de ejemplo la iconografía de Jesús, con imágenes muy violentas que sostenidamente han seguido impresionando a los fieles. Es una discusión aún abierta. El hecho de que el periodismo acuda a las fotografías de cadáveres en principio podría responder a la representación de la realidad en el sentido más estricto. ¿Qué representación más exacta, más nítida, hay de la muerte que el cuerpo? Pocas objeciones pueden ponerse a la exhibición del cuerpo –en la medida en que esto suponga un añadido a la información y no su suplantación–, y no deberíamos tratar el tema con tantos aspavientos de damisela del XVIII, con el frasco de sales a cada momento: es un cuerpo muerto, que muerto sigue conservando su nobleza, y que la pierde no por el hecho de haber sido triturado por el Mal.
Una de las hipocresías moralistas a las que nos tiene acostumbrados una determinada prensa de referencia en cualquier lugar del mundo consiste en el siguiente panorama: no hemos visto una fotografía de cadáveres del II-s. Lo máximo, casi una representación pictórica de alguien que va a ser un cadáver, o quizá ya lo es, que va cayendo por la ventana con el telón de fondo del rascacielos. Y quizá alguna otra imagen mucho menos nítida entre las cenizas. Pero en cambio hemos visto muchas fotografías –publicadas en The New York Times, en The Washington Post, en Los Angeles Times o en cualquier gran periódico estadounidense– de alguna calle africana, desconchados, charcos y un negro con la cabeza abierta en primer plano. Naturalmente, eso no es nada más que un áspero doble lenguaje. Nuestros muertos no pueden exhibirse, pero los muertos de la tribu pueden salir en primera plana.
Como norma general, y para evitar esta sucia ilustración de la muerte, no su representación, yo creo que nunca puede aparecer la foto de un cadáver en un periódico sin su nombre. Es decir, opongámonos a la exhibición meramente zoológica, al cadáver como ilustración, pero no nos opongamos a enterrar y dar cobijo metafórico a un muerto en las páginas de un periódico.
En el caso de México, si yo fuera director de un periódico, publicaría las imágenes de las víctimas una a una. Sería algo extraordinario desde el punto de vista moral, pero también desde el punto de vista periodístico. Una de las portadas más maravillosas que yo he visto en mi vida es de The Independent: una portada completamente en blanco con un pequeñísimo retrato de cada una de las víctimas de los atentados de Londres de 2005.
En España hemos tenido cincuenta años de terrorismo y ha habido muchos debates sobre cadáveres y asesinos. Uno de estos implicaba específicamente a las fotografías de las víctimas en los periódicos. Hace algunos años me tocó hablar en una mesa redonda que reunía especialistas en el terror y también algunos familiares de víctimas, concretamente el hermano del presidente socialista del Parlamento Vasco, que había sido asesinado pocas semanas antes. Se enfocó la discusión hacia un debate más bien apasionado, a veces beligerante, sobre la manera como las víctimas de los atentados tenían que aparecer en los periódicos. Había personas que lamentaban que los diarios publicaran en portada fotografías de sus deudos asesinados, despedazados, hechos a veces un amasijo informe. Yo sostuve la teoría de que una víctima del terrorismo es de algún modo un cadáver público. ¿Por qué? Si esa víctima hubiera muerto de un infarto en la calle, esa muerte no traspasaría el ámbito de la privacidad y de la intimidad y, por lo tanto, nada habría que hacer en los periódicos más que asentir ante el deseo de las familias y de las víctimas colaterales. Pero el disparo contra un hombre en una calle es también un disparo contra todos. De ahí que siendo hasta entonces una persona anónima, salga en los periódicos.
No hay ninguna duda de que la muerte violenta de un hombre es noticia periodística siempre: el pacto fundamental de convivencia se quiebra en su nivel más grave. Y por supuesto el periodismo tiene toda la jurisdicción para “apoderarse” de ese cadáver, porque forma ya parte del discurso público. Es una necesidad social que ese cadáver ejemplifique la barbarie: la barbarie hasta la que pueden llegar los asesinos. Bien, dije más o menos esto. Inmediatamente intervenía esta otra víctima, el hermano del presidente del Parlamento Vasco, y, la verdad, me alegró que reconociese públicamente esta condición del cadáver terrorista –finalmente el cadáver de su hermano– como público.
A partir de aquel momento se zanjó para mí esa discusión que hoy veo, por ejemplo en México, en torno a la conveniencia de no presentar a las víctimas del terrorismo en la primera página de los periódicos. Cierto es que, como en todo, hay grados, y que naturalmente no podemos convertir los periódicos en una suerte de tiendas de despojos, y que el respeto, el equilibrio, la ecuanimidad, la sensibilidad, son perfectamente compatibles con la exigencia de que el público sepa hasta dónde son capaces de llegar los criminales.
En cambio, me parece totalmente desproporcionado el papel que tienen los discursos de los criminales en determinada prensa mexicana. El criminal tiene que estar en los periódicos. Es, se podría decir sin forzar demasiado el cinismo, una figura de la actualidad. Pero atención: debe estar en los periódicos por aquello que lo trae a los periódicos, no por sus aficiones literarias, sus pujos teoréticos respecto a la organización del mundo, sus delirios conspirativos; es decir, por sus declaraciones. Las únicas declaraciones de los asesinos que nos interesan a los demócratas son dos: uno, sus crímenes; dos, sus palabras cuando digan “nos rendimos”. Los pensamientos de los terroristas tienen escaso interés o ningún interés. Tienen, y mucho, sus acciones. Por lo tanto hay que mostrar necesariamente las grietas, los corazones caídos, los estómagos abiertos, sí, ¿por qué no? Con toda dureza si es necesario. Pero en modo alguno hay que entrevistar a sujetos completamente alienados que viven en una realidad infantiloide y cruel y que nada tienen que aportar al mundo más que sus balas.
Ahora bien, dar la palabra a los asesinos ni siquiera es un problema moral, sino técnico: las declaraciones de las personas tienen que tener un valor para ser publicadas, un valor objetivo, fijado naturalmente por los periodistas. Esa es una de sus responsabilidades. Si efectivamente el terrorista, gracias a sus disparos, goza del derecho a la palabra, es que el mundo está al revés. No le neguemos la entrada al discurso mediático, siempre y cuando no venga armado. Entre que el periodista examine la declaración de un narcotraficante y la coteje con la realidad, es decir, la ponga en asociación con otros datos del entorno que tenga, y ponerle el micrófono al narcotraficante en la boca para que se explaye, existe la misma diferencia que entre Twitter y el periodismo. El periodismo es una aduana moral insoslayable en una sociedad democrática. Y por el momento el periódico, contra lo que pudiera parecer, no es una galería donde desfilan los modelos: aquí el narco, aquí Messi, aquí la reina de Inglaterra, todos diciendo sus pendejadas. Lo primero que no debería ser un periódico es una galería donde todos los alucinados de este mundo van dejando caer sus deposiciones colombófilas.
Hay en esto algo más: una relación terrible entre el crimen organizado y el mito. Estoy seguro de que del sostenido y brutal, perseverante y cruel papel de la mafia italiana tienen buena parte de culpa los productores de Hollywood, que han convertido, desde principios del siglo XX, a unos asesinos en sujetos de culto estético. De Hollywood pasamos sin solución de continuidad a los periódicos. Yo he visto en magazines de periódicos reputados reportajes en los cuales las dinastías mafiosas son tratadas exactamente con el mismo respeto y la misma lujuria de detalles que las dinastías borbónicas, por ejemplo. ¿Cómo juzgar el papel que desempeña la ficción en todo esto? ¿Hasta qué punto los adolescentes que retrata Roberto Saviano en Gomorra han recibido la imagen del espejo hollywoodense y eso ha contribuido a provocar sus conductas? ¿Hasta qué punto, la estética del narcocorrido en los narcos mexicanos? ¿Hasta qué punto no es profundamente inmoral que alguien, los días siguientes al II-S, dijera que la fotografía del avión estrellándose contra el World Trade Center estaba llena de belleza? El prestigio de los asesinos no es nada más que el tributo que paga nuestra normalidad. En realidad, la única gente interesante son los normales. Quizá tengamos que asumir como vía escapatoria de nuestra normalidad disfrutar de las atrocidades que un puñado de raros cometen, ¿pero por qué tendría un niño que admirar a un delincuente? Ese es un tópico muy extendido. ¿Solamente porque ganó dinero fácilmente, en poco tiempo? Ocurre, sin duda, pero ese no es el único valor que guía a las personas; hay mucha gente que, una vez conseguido el nivel de supervivencia normal y natural, se mueve por muchos otros valores que nada tienen que ver con el dinero, como el placer de descubrir, de saber, de entenderse con los otros, de ayudarles. El prestigio estético del crimen es el primer gran aliado de los criminales. Y esa historia de que, efectivamente, cómo no van a admirarles si ganan dinero tan rápido, no es nada más que su correlato.
Naturalmente, nadie se hace criminal por leer a Mario Puzo, pero el tratamiento moral que merece la mafia está mucho más cerca de Sciascia que de Puzo.
En México está empezando a emerger en algunas manifestaciones, fundamentalmente en la manifestación después del asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia, el vocablo paz. La paz tiene su momento en este asunto: el gran momento en que el crimen empieza a relativizarse por obra y gracia de los hechos consumados y entonces aparece un ferviente, un anhelante, un desesperado deseo. Este deseo de paz tiene, desde el punto de vista de la moral, el inquietante propósito de equiparar contendientes. Es una urgencia muy histérica: resuelvan esto de una vez por todas, no podemos permitir esta orgía de sangre, resuélvanlo.
En ese momento de la paz se producen muchos malentendidos. Uno de ellos es la dialéctica entre guerra y paz, y terrorismo y ley. Lo que el terrorismo pervierte es la ley, y lo que el poder democrático y la ciudadanía debe de preservar es la ley. No va la paz a cambio de la ley.
Un momento así se produjo en México el año pasado con el editorial de El Diario de Ciudad Juárez, después del asesinato de dos de sus periodistas. En el editorial se lee esta frase: “esta guerra en la que ustedes –refiriéndose a los criminales– y el gobierno federal se hallan…” Este es exactamente el peor papel que puede adoptar un periódico. En principio desdeñemos la utilización de guerra –ya quedó claro que esto no es una guerra–, pero sobre todo desdeñemos esa equidistancia del periódico. Como si el fenómeno de treinta y cinco mil o cuarenta mil personas asesinadas en el país no fuera un fenómeno que implicara a los periodistas y al conjunto de la sociedad, y, sobre todo, en el cual ese periódico no tuviera que optar. El periodismo no puede perder su objetividad hablando del terrorismo. El narcotráfico, el crimen, el terrorismo de eta, el terrorismo islámico son dictaduras. Esas dictaduras son incompatibles con el periodismo. Naturalmente, el periodismo debe combatirlo. La manera de combatirlo es doble: respetando el patrón de la objetividad, también ahí, y exponiendo la imposibilidad de que un demócrata ceda ante cualquier exposición dictatorial.
A veces ser periodista tiene un riesgo mortal, cuando toca serlo en la Ciudad Juárez de principios del siglo XXI, en el País Vasco de finales del XX, en la Alemania nazi de los años treinta, en la Colombia de Pablo Escobar. No es extraño tener miedo. El miedo efectivamente es completamente legítimo y no se puede evitar, pero no se pueden escribir editoriales de renuncia. Lo que sí se debe es reclamar al poder político, y con dureza, que ponga tanques en la puerta de los periódicos. ~