Al dirigirse a los romanos, San Pablo escribe: “Bueno es no comer carne, ni beber vino”, mientras que a los efesios exhorta: “No se embriaguen con vino”, y a Timoteo le establece que los diáconos no deben darse mucho al vino. Cierto es que también hace alguna buena recomendación hipocrática: “Ya no bebas agua, sino usa de un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades”.
Pablo nunca conoció a Jesús. Por eso Pedro es mejor ejemplo. Él sabía que Jesús era buen sommelier y lo acompañó en varios gaudeamus. En la “última cena”, Pedro comió gustoso y se emborrachó, y fue incapaz de mantenerse despierto en Getsemaní. Cuando vio que arrestaban a Jesús, se lanzó espada en mano contra la multitud haciendo gala de su arrojo natural y del prestado por el alcohol; pero el vino se lleva mal con la esgrima, y en vez de matar enemigos acabó por apenas cortarle la oreja a Malco.
Mientras Pablo decía “bueno es no comer carne”, a Pedro le bajaron del cielo “todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo”, y aquella voz que un día dijo: “Este es mi hijo amado”, ahora ordenaba: “Levántate, Pedro, mata y come”. No sabemos en qué consistió su primer banquete, si bien para que la escena tenga sentido, podemos pensar en un lechoncito acompañado de un buen Château Caná.
Jesús había repartido el pan y el vino y ordenó “hagan esto en conmemoración mía”. Y por supuesto fue un buen gancho para empezar a ganarse adeptos. Juan el Bautista había sido un profeta con triste menú del día, pero Jesús era un gourmet. Con un plato de chapulines, miel de abeja y un vaso de agua, es bueno que la tradición convirtiera a Juan en el primo segundón.
Es muy revelador el comentario de Pedro el día de Pentecostés. Cuando acusan a los apóstoles y sus seguidores de estar borrachos, él responde: “Estos no están ebrios, como ustedes suponen, puesto que apenas son las nueve de la mañana”. Crudos, quizás.
La borrachera “en conmemoración mía” llegaba ya bien entrada la tarde. Hubo conflictos en el naciente cristianismo porque los ricos y ociosos se presentaban primero, y se comían y bebían todo, dejando apenas las migajas para los “que viven por sus manos”, cuyas jornadas laborales terminaban tarde.
Pablo les encomienda que cada quien sacie su hambre y sed en casa, y que asistan a la cena del Señor con una actitud más frugal. No es bufet. “Cuando ustedes se reúnen, esto no es comer la cena del Señor. Porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena; y uno tiene hambre, y otro se embriaga. Pues qué, ¿no tienen casas en las que puedan comer y beber?”
Aunque faltaban cerca de mil años para que se hablara de la transubstanciación, ya se decía que comer ese pan y beber ese vino era comer la carne y beber la sangre del nazareno. El pan tiene muchas versiones en la iconografía, pero el vino se entiende que era tinto. Si valía la pregunta de cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler, también se podía preguntar cuántos gramos o mililitros se requieren para cumplir efectivamente con la eucaristía. ¿Es tan grave empacharse con pan como emborracharse con vino?
Cuentan los médicos que alcanzamos el estado de ebriedad cuando en la sangre tenemos 0.15 por ciento de alcohol. La sangre de Cristo contiene cien veces más. No hay mayor prueba de su divinidad que el que pueda caminar en línea recta y hacer un cuatro así de alcoholizado. Lo que Kant llama “la prueba etílica de la existencia de Dios”.
Para simplificar lo sagrado, hoy el vino lo toma el cura y el pan es una hostia. Es que resulta complicado tener una barra de pan que es Cristo. Si se corta con un cuchillo parecerá cosa de mago escapista, con el detalle de que caerán migajas. La mujer cananea le dijo a Jesús: “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Por eso hay que tener muchísimo cuidado de que esas migajas no sean de pan consagrado, ya que la ley canónica de los católicos dice: “Quien arroja por tierra las especies consagradas incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica”.
Es bueno reglamentar de manera estricta, pues la borrachera en aquellas cenas eucarísticas fácilmente podía provocar que el estómago se revolviera y el cuerpo y sangre de Cristo acabase en una letrina.
Cosa de la que no hay que escandalizarse, pues el propio Jesús dijo: “¿No entienden que todo lo de fuera que entra en el hombre, no le puede contaminar, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina?” Tal vez está diciendo que el pan y el vino, el cuerpo y la sangre son meras quimeras, pues sólo así entran en el corazón.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.