¿Cainitas sin Abel? Hacia un país de hijos únicos

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Como nacen cada vez menos niños, los hermanos tienden a desaparecer. Hasta hace una generación lo infrecuente era ser hijo único. Volveré a esto, si soy capaz, más abajo. Pero también el cálculo de las generaciones se está trastocando. Antes cabían cuatro en un siglo, y me imagino que ahora rondaremos las tres. De esa manera la transmisión cultural por vía familiar tiene un alcance más corto. Para una esperanza de vida de unos 75 años, una cadena de reproducción en la que cada individuo se llevase 25 años con su progenitor y otros tantos con su hijo permitiría a ese individuo estar en contacto, a lo largo de su vida y sin guerras ni accidentes ni cismas mediante, con siete generaciones: tres más antiguas ─qué conservadores─, tres más modernas ─adónde va a llegar esto─ y la suya. He tenido que hacerme un sencillo croquis para visualizar este cálculo, pero no he tenido que hacer nada para acordarme de mi bisabuela. Una vez me regaló una sortija y mis tías abuelas, que estaban al lado, se echaron a llorar. Yo creí que lloraban porque la sortija se la querían quedar ellas, pero luego me explicó mi madre que es que les había parecido muy emocionante. Miro una foto de su padre en el año 1885, de ese hombre que no me imaginó, y pienso que sé de su vida más que él de la mía, porque traté a su hija, aún no nacida en la foto, cuando ella era una viejecita, y que en cierto modo estoy a dos grados Kevin Bacon del año 1885 y hasta del fotógrafo que hizo el retrato, lo cual no es un mérito pero te atornilla un poco al mundo (¿Deseo atornillarme al mundo?). Recuérdese que el número Bacon cataloga la distancia entre dos personas, basándose en los pasos que hay que dar desde cualquier actor que haya actuado bien con Kevin Bacon, bien con alguien que haya actuado con él. Cada actor supone un paso más. Por otro lado he leído que una de cada doscientas personas desciende de Gengis Jan. 

Perdón por las digresiones, hijas bastardas. Lo del párrafo de arriba en el eje vertical, que nos mantiene en contacto con modos de vida antiguos y con las estructuras cíclicas, pero en el eje horizontal también está habiendo cambios. La convivencia entre niños de diferentes edades genera dentro de las casas unas asociaciones que con los padres no se pueden dar y que casi suponen una guerrilla secreta, una célula rebelde latente. No habrá príncipes destronados, pero ser el único heredero de las neuras, el dinero, las deudas y las historietillas si no es un incordio es al menos algo determinante. Si no hay hermanos el siguiente paso es que tampoco habrá tíos ni primos. Que a mí me guste tenerlos no me impide suponer que habrá gente que los deteste, y de repente hago una asociación con dos países, Italia y Perú, que gastan un enorme porcentaje del presupuesto cultural en mantener su patrimonio, y por esa herencia no pueden invertir en lo futuro y están siempre como un Fiat en primera. Esta comparación la hago para convocar aquí a los Agnelli y a los dos hermanos John y Lapo Elkann, que saltándonos la generación que los separa de su abuelo Gianni, re d’Italia, representan el fratrístico misterio de cómo una misma mezcla genética puede producir efectos tan diversos, quizá reversos: uno es un gran ejemplo de sensatez y orden y el otro es un frivolón que siempre está estampando coches, cambiando de novia y entrando y saliendo de clínicas de rehabilitación, aparte de que uno es moreno y el otro rubio. Un momento ideal para reflexionar en cuánto influye el orden que ocupamos en la ristra de hermanos en cómo afrontamos la vida, algo que sigue estudiando la psicología.

Al principio de su libro de viajes Beyond The Mexique Bay, publicado en 1934, Aldous Huxley propone el ambiente que encuentra en un crucero de invierno, lleno de gente mayor, como un anticipo de lo que les espera a las sociedades occidentales al cabo de cincuenta años: “¡En qué mundo tendrán que vivir nuestros nietos!”. Todavía no había tenido lugar la masacre de la segunda guerra mundial. En todo caso, aventura que “en 1980 la población occidental será probablemente menor que ahora. Y, lo que es más significativo, tendrá una constitución diferente”. Habrá pocos niños, dice, y muchos sexagenarios. Por eso predice un mundo más seguro que el suyo, pero mucho menos excitante, pues el deseo de cambio disminuirá. Quizá entonces todo irá más lento.

Un reciente informe del Instituto Nacional de Estadística recoge los datos sobre la baja natalidad en España. ¿Cómo van a influir estas tendencias en la sociedad futura? ¿Seremos de verdad más intolerantes por vivir en una sociedad envejecida? ¿Nos preocuparemos más, estaremos más angustiados por llevar solos el peso de la herencia? ¿Habrá menos interacción entre las distintas generaciones? ¿Vivirá todo el mundo en las ciudades y los pueblos desaparecerán definitivamente, y sus ruinas se las comerá la yedra? ¿Serán igual de caras las casas? ¿Qué nuevas asociaciones surgirán, cuando nadie pague las pensiones a toda la gente que ha cotizado de manera intermitente? ¿Cómo se adaptarán al nuevo modelo las sociedades que han sido muy familiares? ¿Serán todas las relaciones elegidas, y no sobrevenidas? ¿Cómo nos modificará eso el cerebro? No consigo imaginarlo, pero supongo que el mundo que conocimos forma parte ya del imperio austrohúngaro.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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