Frente a la gloria de inventores y descubridores que llegan a dar nombre al fruto de su trabajo, Vespucio y América, Sax y el saxofón, Benz y la benzina, ay del político que nombra una ley. Ya Juan Álvarez Mendizábal fue incapaz de prever que la desamortización que impulsó en 1836 llevaría su nombre, pero traicionaría su espíritu. Mendizábal, un liberal que aspiraba a modernizar España, no pudo controlar el proceso de venta de las tierras en manos de la Iglesia, que al ser vendidas en grandes bloques, inasequibles para la mayor parte de los campesinos, en vez de crear una clase media rural de pequeños y medianos propietarios, afianzó el poder de la oligarquía terrateniente. Ahora que se cumplen 175 años de su valiente intento, asoma una candidata a sucederle, la ministra de Cultura Ángeles González-Sinde.
Lo que quizá sea más evidente de la ley Sinde es que no le gusta a nadie, sospechamos que ni siquiera a la propia ministra que, guionista de profesión, se ha visto obligada a representar un papel que probablemente no es el que hubiera escrito para sí misma cuando recibió la llamada. De hecho, tan poco gustó la ley que fue derrotada en el trámite parlamentario en vísperas de la Navidad: carbón para los creadores. Pero la ley, en realidad una disposición incluida en la Ley de Economía Sostenible, resucitó en el Senado tras varias negociaciones que, a cambio de aumentar la tutela judicial sobre los cierres de webs y revisar el canon digital, han logrado el apoyo del pp y ciu. Así pues, desde el 15 de febrero, habemus lex.
Una ley, claman sus detractores (los autoproclamados “internautas”), ineficaz. Claro, se han dado cuenta, dicen, de que “no aborda una reforma integral de la legislación de propiedad intelectual, único camino para favorecer la justa retribución de los creadores y artistas en el marco de una sociedad de cultura digital”. Es una frase bastante curiosa, empezando por lo de “justa retribución”, que, cabe sospechar, consideran equivalente a la masa del electrón. Tampoco queda muy claro qué es la sociedad de cultura digital, y desde luego nunca se mienta en qué consiste la aparentemente tan necesaria “reforma integral de la legislación de propiedad intelectual”. ¿En su supresión? Es interesante notar la cantidad de gente que parece conocer el futuro y saber cómo hay que hacer las cosas para adaptarse al entorno digital, cómo deberían actuar las editoriales para no cometer los errores de las discográficas y qué modelo de negocio debe adoptar el cine para sobrevivir. Resulta tranquilizador, pero quizá cabría pedirles un poco más de generosidad con los demás. Porque de igual modo que resuenan críticas y carcajadas, se echan en falta ideas concretas y propuestas realizables. Dado que son (somos) muchos los que trabajan en industrias afectadas por el advenimiento de lo digital y dado el tiempo, esfuerzo y dinero dedicado a buscar soluciones, no es por falta de oídos, ni de atención. Por desgracia, lo que llega son principalmente vaguedades e ilusiones bienintencionadas, que terminarán levantando sospechas sobre lo que hay tras esa aparente confianza. En fin, los adalides de la cultura digital, indignados por lo que consideran un intolerable atropello, organizan pitadas enmascaradas y movimientos como nolesvotes.com, para castigar electoralmente a los partidos que apoyaron la ley.
Para no ser menos, enfrente tenemos a nolesayudesamandarmealparo.com, que reúne a los afectados por las descargas (quizá convendría recordar en este punto que España es uno de los cinco países que más piratea del mundo, junto a China, Rusia, México y Canadá. Y al colectivo de creadores (término tan desafortunado como el de “internautas”, por cierto), que ha lanzado un manifiesto defendiendo entre otras cosas que el cuestionamiento a que está siendo sometida la propiedad intelectual por algunos sectores “no se funda en razonamientos ni en argumentaciones, sino en la simple constatación de la existencia de una tecnología que permite su quebrantamiento continuo e impune”; que el copyleft y las licencias de Creative Commons son estupendas, pero que deben ser voluntarias: “nadie que quiera acogerse a la licencia de copyright puede ser obligado a emplearlas por la fuerza de los hechos o por la desprotección efectiva de sus derechos”; que “el intercambio de archivos p2p y los procedimientos de distribución masiva semejantes no pueden ser considerados, sin incurrir en el cinismo, como meros préstamos entre amigos”; y, subyaciendo a todo lo anterior, que en una sociedad completamente mercantilizada es tremendamente injusto que “nuestras obras sean el único bien de acceso universal no retribuido”.
De nuevo, el eterno enfrentamiento entre apocalípticos e integrados. Y sin embargo, en esta ocasión, parece que hay algo más en juego. Por supuesto que hay “internautas” exquisitos y con un discurso elaborado y coherente (al parecer la mayoría de los que trataron con el señor De la Iglesia). Igual que existen los “creadores” caraduras y aprovechados. Pero una sociedad que penaliza a varios de los sectores que concentran más talento, creatividad e inteligencia parece desdeñar a la “sociedad del conocimiento”, no ya a la de la cultura digital. Y un cambio tecnológico que se impone a base de vulnerar la ley y los derechos de una amplia minoría nace con un defecto de origen que puede acabar canibalizándolo y desembocar en el libre acceso a una nada absoluta. Los proveedores de acceso y los agregadores se enriquecen a costa de un contenido que les sale gratis. Y los piratas disfrutan de esa buena fama que les acompaña desde Espronceda hasta Serrat. En este escenario, la ley Sinde no es ninguna panacea, pero ignorar la necesidad de proteger la propiedad intelectual es aún peor. El fracaso de Mendizábal contribuyó a perpetuar el atraso de España durante siglo y medio. La velocidad de los tiempos impedirá a la ley Sinde tener un efecto semejante; esperemos que además, por limitado que sea, tenga el final inesperado y feliz que todo buen guionista se guarda para sus mejores trabajos. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.