Cuando se estrenó en la primavera de 1924 una de las joyas del cine expresionista, Las manos de Orlac, el público austriaco quedó tan impresionado por la película que al final se escucharon gritos de enojo. El principal actor, Conrad Veidt, tuvo que subir al escenario para explicar cómo se había hecho la filmación. El gran actor, con el poder de su presencia y su voz, logró calmar a la gente que se había exaltado al ver la película muda. Las manos de Orlac cuenta la historia de un gran pianista que en un accidente de tren ha perdido sus manos. Un médico le implanta las manos de un asesino que acaba de ser decapitado. El pianista, Orlac, siente que las manos que le han sido implantadas lo dominan y lo impulsan a cometer crímenes. Su médico le explica que, gracias al poder de su voluntad, podrá controlar los impulsos criminales que emanan de sus nuevas manos. La película presenta con gran dramatismo la lucha entre el poder determinante que emana de una parte del cuerpo, las manos, y la fuerza de voluntad que debe regir la conciencia del pianista. Orlac siente que las manos han tomado el control de su conciencia. Cuando su padre, al que odia, es asesinado, el pianista está convencido de que él le ha clavado la puñalada letal, aunque no lo recuerda. Pareciera que el poder brutal de la carne implantada es capaz de dirigir la mente del pianista. Algunos neurocientíficos verían aquí una metáfora de la cadena determinista que, supuestamente, impide que los humanos sean realmente libres, pues afirman que la conciencia no tiene poder para determinar los actos de las personas. Estas vivirían su libertad solamente como una ilusión creada por el cerebro.
Pero al final de la película se descubre que es su propia mente la que provoca inconscientemente el extraño comportamiento de sus manos, ya que el pianista está convencido de que son las de un asesino. Cuando se entera de que la persona decapitada, y cuyas manos ahora le pertenecen, en realidad era inocente, sus miembros vuelven a obedecerle y la ilusión se esfuma.
Si pasamos del territorio de la ficción a la realidad podemos acercarnos al problema del libre albedrío desde otro ángulo. El ejemplo más conocido del trastorno obsesivo-compulsivo es la irresistible manía que impulsa a las personas a lavarse constantemente las manos, poseídas por la idea fija de que cualquier contacto las contamina peligrosamente. A los individuos aquejados por este trastorno les parece que todo cuanto les rodea está sucio. No pueden dejar de lavarse las manos después de tocar el pomo de la puerta, coger un billete, tomar un cubierto, abrir un grifo, estrechar otra mano o rozar una tela. Creen que el mundo a su alrededor está contaminado y viven en una ansiedad permanente por el miedo a quedar infectados. Las causas del trastorno obsesivo-compulsivo parecen ubicarse en anormalidades de los ganglios basales y en el lóbulo frontal del cerebro. En todo caso, los afectados parecen dominados por una fuerza irresistible que, aun contra su voluntad, los impulsa a un comportamiento absurdo, pues estos enfermos suelen estar perfectamente conscientes de que sufren un trastorno que los lleva a actuar irracionalmente.
Los casos patológicos y anormales destacan con fuerza la presencia de una cadena determinista. Aquí la persona no ha elegido libremente que su voluntad quede encadenada a causas biológicas. Pero los humanos suponemos que bajo condiciones “normales” somos seres racionales capaces de elegir libremente nuestros actos. Suponemos, por lo tanto, que no todo lo que hacemos tiene una causa suficiente que determina nuestros actos. Creemos en el libre albedrío. Pero siempre flota en el aire la sospecha o el temor de que los casos anormales en realidad descubran el mecanismo determinista oculto que nos rige a todos bajo cualquier circunstancia.
Una de las formas más exitosas de combatir esta enfermedad es la llamada terapia cognitiva-conductual, cuyo uso ha logrado que la gente afectada por este desorden mental aprenda conductas alternativas que suplan la compulsión de lavarse las manos continuamente. Ello significa que el paciente aprende a reconocer el impulso intruso como efecto de la enfermedad, a entender que ello se debe a un desequilibrio químico, a distraer su atención con una conducta alternativa y a valorar el síntoma de nueva manera. Se ha demostrado que el tratamiento produce cambios sistemáticos en el metabolismo cerebral de la glucosa como resultado de una serie de decisiones voluntarias realizadas por el individuo durante el tratamiento. También se ha comprobado que los placebos producen efectos físicos, lo que es un argumento que se agrega a la propuesta de que la conciencia de una persona puede ejercer una influencia en su cuerpo, aunque en este caso ha sido engañada al recibir un sustituto inocuo de un fármaco.
Ello muestra que la libertad se incuba simultáneamente en los espacios neuronales y en las redes exocerebrales de la conciencia. ~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.