La literatura camina hoy con buena estrella: resulta que la obra de Camila Sosa Villada –todavía– aventaja a la figura que de ella han erigido las editoriales y los medios de comunicación latinoamericanos, a caballo entre el fetiche y la condescendencia. No tardará en sumarse a estos ímpetus la academia y su lenguaje críptico, supuestamente progresista.
Los dos o tres años trascurridos hasta que la autora argentina fuera editada a lo largo del continente, más algunas entrevistas para televisión con ocasión de concesiones de premios, en español y otros idiomas, la caricaturizaron hasta volverla una fracción de lo que aporta con su escritura imaginativa y por momentos deslumbrante, francamente conmovedora. En pocas palabras: neutralizaron la posibilidad de asumirla como una escritora capaz de explorar más allá de su anecdotario. Lo cierto es que Sosa Villada floreció en popularidad gracias a una trayectoria biográfica durísima, pero también debido a su innegable talento y al buen ojo literario de su editor en Tusquets, Juan Forn, a quien ella le debe el haber publicado en una editorial reconocida y de amplia distribución. Forn ya no está para ver el éxito de los libros de su autora, y quizá también se hubiese preguntado si no hay un malentendido entre la escritora y sus textos.
Camila Sosa Villada nació en 1982 en un pequeño poblado a las afueras de Córdoba, en Argentina. El prólogo de Forn, que precede a la edición de su libro más conocido y logrado, Las malas, aparecido por vez primera en 2019, recurre a los recuerdos de infancia de un chico menesteroso de provincias que se niega a orinar parado y se viste de mujer en soledad. Más importante todavía: indica cuáles fueron los cauces por los que obliteró el sufrimiento y los abusos que sufren jóvenes homosexuales como él en América Latina: el teatro y el periodismo contuvieron el dolor de vida de un muchacho afeminado, con voz de flauta, que tenía que prostituirse para pagar una vida miserable como estudiante universitario. Sosa Villada allí se hizo, como cuenta insistentemente en sus entrevistas, una travesti.
Lo que sigue es literatura. En Las malas, la autora inventa un personaje homónimo que, mientras trabaja en el parque Sarmiento de Córdoba, encuentra solaz y cuidados en sus compañeras de oficio. Arropadas por la Tía Encarna, vieja española con heridas causadas por la dictadura, las “maricas” del parque resisten como pueden. En la oquedad de la noche, el alcohol, el clonazepam, la broma injuriosa y la cocaína actúan como sedantes para los excesos de los clientes patanes, el desprecio social, la amenaza siempre aterradora del sida y las anécdotas de maltrato y soledad. Las chicas del parque también aprenden a celebrar cuando la ocasión lo dicta y construyen una pequeña comunidad de resistencia y glitter, un círculo de cómplices en el aprendizaje de los golpes físicos y el abandono, que no se quiebra ni cuando llegan nuevas compañeras ni cuando aparecen reyertas propias del trabajo en la calle.
Una noche cualquiera en el parque, la Tía encuentra entre el espesor de los matorrales a un bebé llorando. Ya en su casa y después de deliberar, el grupo decide que la criatura se llamará El Brillo de los Ojos. Colgado a la teta inerte de la Tía Encarna, El Brillo disfrutará de sus primeros meses al calor de las visitas y de la casa de su madre adoptiva, un refugio de algodón en medio de un bosque de cuchillos que es para ellas la ciudad. Resultan sobrecogedoras las páginas en las que la autora recrea la casa de la Tía, albergue rosa y barroco que acoge y celebra a las travestis pobres de la ciudad. Allí mismo vive la muda María su transición hacia un ave desesperada a la que le salen alas de colores, y allí mismo sobrevive la loba Natalí, que en ciertas noches del mes muta hasta convertirse en un feroz animal salvaje.
Sin olvidar el devenir de la criatura adoptada por la matriarca, Las malas alternaentre episodios del grupo, recuerdos amargos de una infancia sufrida y retratos de las amigas que acompañan a la protagonista durante las noches de prostitución. Al final, queda huella escrita de que el tiempo ha desgastado la convivencia en el parque Sarmiento. La Tía Encarna se queda sola con El Brillo de los Ojos. Ataques de los vecinos se suceden con cada vez mayor frecuencia, con la complicidad del resto de la ciudad y de la policía, descrita en el libro como una institución maléfica y corrompida, viciosa y aprovechadora de la vulnerabilidad de los homosexuales. “La Tía Encarna enfrenta la persecución prácticamente sola. Ninguna de nosotras está allí para ayudarla. Es que no entendemos qué pasa. El Brillo ha dejado de hablar y su madre apenas nos dice qué necesita del supermercado: esa es toda la ayuda que acepta, que vayamos a hacerle las compras. Cuando logramos entrar vemos al niño tallando en madera los animales que hemos sido: mujeres pájaros, mujeres lobos, mujeres tristes, mujeres valientes, toda nuestra mitología tallada en esas estatuillas que el niño crea en su reclusión.” Los muñecos que talla el hijo de la Tía son la memoria de una amistad que paulatinamente se va evaporando hasta que poco o nada queda de ella.
Soy una tonta por quererte opera por momentos como una suerte de coda de Las malas. La autora agrega anécdotas de infancia y narraciones que describen la miseria de una familia del interior que enfrenta el alcoholismo, la ignorancia, la intolerancia y la homofobia a punta de violencia física y resentimientos abismales. En medio de este compendio sobre el mundo homosexual en contextos de pobreza y terror, con seres sobrenaturales y vidas en el limbo, la autora ha incluido además una historia impar que lleva el mismo título. Recreado a fines de los años cincuenta, el cuento narra la historia de dos travestis mexicanas en Nueva York, una de las cuales refiere en primera persona lo que sucede. Dentro de un fumadero de Harlem encuentran y apadrinan a una Billie Holiday en sus últimos días, maltratada por la policía y por su pareja, pero todavía dueña de una voz sobresaliente. Una extraña pero venturosa amistad surge entre las tres, hasta que Holiday muere y solo quedan como testigos de su existencia las grabaciones excepcionales de su voz y sus acompañantes. Sosa Villada se atreve con paisajes distintos, con un personaje histórico al que le exprime toda su dimensión trágica, y explora con seguridad y sin titubeos el camino de la ficción. Si la premisa con que inició su escritura fue construir sentidos sobre lo vivido como mujer travesti, no es improbable que su horizonte literario se expanda hacia las infinitas variaciones sobre el mundo homosexual y la historia, como ya sucede en partes de Soy una tonta por quererte. Después de todo, la clave de la experimentación formal de la escritora, así como el centro de su apuesta, es probar hasta qué punto es posible fundir ficción y memoria, anécdota y literatura, de modo tal que lo decisivo sea no la materia que se cuenta, sino la dimensión literaria que adquiere una determinada política de escritura sobre lo vivido.
Todavía es temprano para decretar qué futuro literario le espera a Camila Sosa Villada. Con estos dos libros, no obstante, ha remontado su propia figura mediática, lo que no es poco, y ha roto las convenciones sobre la literatura autobiográfica. Sabiamente, ha decidido marcharse del facilismo que entrega el memoir, o más bien interpelarlo para anular el vestigio autobiográfico automático en las escrituras sobre el yo. Sosa Villada fue una con Las malas, y será otra, distinta, con los libros que vengan. En las entrevistas que brinda, suele arrepentirse de no haberse despedido de su grupo de trabajo en el parque Sarmiento de Córdoba. Al final de estos dos textos parece que sí lo hace, y que dice, pensando en Pedro Lemebel, “adiós, mariquitas lindas”. ~
es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.