Al diablo las buenas intenciones

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Tenía uno de esos rostros que podrían provenir de cualquier lugar de Europa del sur, América Latina o el norte del subcontinente indio. Con pinta de halcón, atractivo, ese rostro tenía algo esencialmente camaleónico. Auden decía que después de los cuarenta todo el mundo tiene la cara que se merece, pero siempre me pareció que Iván Illich había “desnacionalizado” su rostro de la misma manera que se había desnacionalizado él mismo. Es bastante difícil que los escritores produzcan su mejor obra en un lenguaje distinto a su lengua materna; solo Conrad, Beckett y Cioran lograron salvar el abismo, aunque también Borges podría haberlo hecho de haber elegido camino tan ingrato. Iván, que estudiaba tagalo cuando yo trabajaba para él, hablaba unas doce lenguas fluida o cuando menos convincentemente, y podía arreglárselas en otras seis. Alguna vez me dijo que, después de las primeras cuatro o cinco, aprender otra lengua no resultaba terriblemente difícil. Tenía el mismo genio para las culturas, aun cuando sin duda le guardaba una lealtad especial, por no hablar de cariño, a América Latina.

Dada la biografía de Iván, esto era quizás una sobredeterminación. Se podría argumentar que solo quienes provienen de países pequeños –lugares que, antes que modificar la historia, son modificados por ella, como dijera alguna vez Cioran de su nativa Rumania– pueden ser verdaderos cosmopolitas. Iván encajaba perfectamente en este molde. Nació en Viena en 1926; su madre era judía, su padre –un ingeniero civil– pertenecía a la pequeña nobleza de Dalmacia. Para los profesionistas ambiciosos de los Balcanes en la década de 1920, Viena debía ser lo que Nueva York o Londres hoy. La gente iba ahí a hacer carrera, pero su corazón permanecía en otro lugar. No es de sorprender, pues, que cuando Iván tenía tres meses de edad, su padre lo llevara de vuelta a Split para ser bautizado.

Cuatro décadas más tarde, Iván describía las islas del Adriático croata –donde la familia de su padre había vivido por un milenio– a partir de imágenes, pero con la viveza de la elegía. Él tenía 44 años en el verano de 1970, cuando de-
jé la universidad y conduje de la ciudad de Nueva York a Cuernavaca para unirme a una banda políglota de asistentes de investigación que trabajaban para él en el Cidoc [Centro Intercultural de Documentación] –centro de estudios y escuela de idiomas para norteamericanos que había fundado en esa ciudad– sobre un manuscrito muy preliminar de su libro Némesis médica (mi contribución a dicho proyecto difícilmente pudo haber sido más trivial). Yo había conocido un poco de Yugoslavia en la adolescencia, así que muchos de los lugares que describía Iván me eran familiares. Y, sin embargo, siempre resultaba un tanto sorprendente, y desquiciante, escalar la colina que llevaba a su casa –conducir un auto ahí no era cosa fácil; Iván había descuidado el camino a propósito, hasta un punto peligroso, y a decir verdad solía fanfarronear sobre ello– y encontrarse de alguna manera de vuelta en los Balcanes, mientras Iván hablaba casi como si nunca hubiera partido.

Hablaba bajo el signo del pesar, y lo que parecía llenar a Iván con más pena era que la forma intemporal en que la gente había nacido, vivido, se había casado, había criado niños, labrado, pescado, rezado, envejecido y muerto en la tierra natal de su padre, ya estaba siendo golpeada en el yunque de la modernidad, hasta el punto de volverla irreconocible, antes de que él abandonara Europa a finales de la década de 1940. Según decía, fue la llegada del primer megáfono a la isla –un acontecimiento al que Iván regresaba una y otra vez al conversar– lo que había echado abajo un mundo en el que las voces eran iguales para sustituirlo por otro en el que el poder dominaba. A menudo me parecía que de haber sido Foucault menos distante y olímpico en tanto pensador, sus opiniones sobre el poder habrían reflejado las de Iván de manera significativa; aun así, hay puntos importantes de coincidencia entre ambos. Para Iván, el recuerdo del megáfono quemaba como una brasa, y en ocasiones parecía como si constituyera una piedra de toque igual a la llegada del nazismo que había destruido a su familia y, con ella, a la Europa en la que había venido al mundo.

No hablaba metafóricamente. Pese al uso de emblemas y atributos –en el sentido católico medieval de la palabra– en sus conversaciones, rara vez lo hacía. Al contrario, Iván creía de manera bastante literal que el advenimiento del megáfono había anunciado el fin de la comunidad. Según su análisis del acontecimiento y sus secuelas, aquellos que habían sido siempre sujetos se vieron reducidos al estatus de objetos, vieron sus voces ahogarse, sus tradiciones devaluarse frente a estructuras ajenas de poder empeñadas en forzarlos a amoldarse a nuevas normas, nuevas tecnologías, nuevas jerarquías. El colonialismo no era una cuestión apremiante ni un punto capital de referencia en la Croacia anterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, no creo que fuera solo en retrospectiva que Iván identificara la modernización traumática de su isla ancestral como colonialismo en su forma más pura. Sería demasiado llamar a Iván un anticolonialista prematuro, de la misma manera en que los voluntarios estadounidenses que pelearon por la República española fueron llamados, una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial, antifascistas prematuros. Pero aunque psicologizar sea siempre arriesgado, y aunque solo nos lo debamos permitir con mucha precaución, sí creo que esto ayuda a explicar las profundas raíces del miedo y el odio que Iván sentía hacia lo que él veía como la imposición de los valores de Estados Unidos –incluidos los de su jerarquía nacional católica– sobre América Latina.

Aunque original en muchos sentidos, difícilmente se podría esperar que Iván fuese siempre original. Después de todo, aparte de Octavio Paz y Gabriel Zaid en México, ¿qué intelectual latinoamericano interesado en política –no hablo aquí de un Borges o una Silvina Ocampo o un Rulfo– era capaz de resistir este saber político convencional? Iván era latinoamericano por adopción y, como todos los conversos, era más dogmático que aquellos que, por así decirlo, nacieron dentro de la fe. Tampoco está claro, incluso hoy día, si la opinión más general de Iván, que consideraba la modernidad como Made in usa, era incorrecta en aquel momento. En los años cincuenta y sesenta no se tenía que ser antiestadounidense para creerlo. Los mismos estadounidenses lo creían vehementemente; ese era su credo. No eran más capaces que Iván de imaginar una modernidad postestadounidense –eso que uno ve reificado en los modernos Tokio y Shanghái.

Claro que es imposible saber qué habría pensado Iván sobre todo esto. Yo creo que lo habría confundido. Pese a todas sus fortalezas intelectuales y morales, Iván era un pensador profundamente binario, y el policentrismo cultural y político del siglo xxi no es en absoluto la dirección hacia la que él anticipaba que el mundo se movería. Su postura intelectual por defecto era dialéctica o, como quizás habría preferido decirlo, agónica: la ideología dominante de la modernidad occidental contra el comunitarismo de los pobres.

Pero la dialéctica de Iván no era la narrativa del progreso de Fichte, Hegel o Marx, sino una narrativa antiprogreso, una narrativa sobre la caída de la gracia. Había además algo extrañamente provinciano en todo ello. Asia, a no ser por Filipinas –esa parte descolocada de América Latina–, era en gran medida desconocida para Iván. Sin duda no era eurocéntrico en un sentido convencional, pero su geografía imaginativa se centraba notable y desproporcionadamente en Europa, Estados Unidos y América Latina. Alguna vez Ernest Gellner llamó a Hispanoamérica la zona fronteriza de Europa. Cuando me topé con esta formulación, pensé: “¡Por eso le gustaba tanto a Iván!”

El mundo que Iván encontró en América Latina era un mundo donde el tema de Estados Unidos era capital. Hoy día, cuando es casi seguro que la era de hegemonía global de Estados Unidos toca a su fin, resulta fácil olvidar cuán abrumador, y en muchos casos cuán cruel, parecía el poder estadounidense en la década de 1960. El Cidoc fue fundado en 1961 –Iván lo describió desde un principio como un “centro para la ‘des-yanquificación’”–, tan solo siete años después de la caída de Arbenz en Guatemala, en 1954, orquestada por la cia. Ahora eso parece historia antigua, pero cabría recordar que pasó menos tiempo entre el golpe en Guatemala y la fundación del Cidoc, que entre la invasión estadounidense a Afganistán tras el 11 de septiembre y el día de hoy. Aquel era, por supuesto, un momento en que sacerdotes radicales se contaban entre los líderes de movimientos guerrilleros que combatían a los gobiernos respaldados por Washington en todo el continente. A pocos años de su fundación –debo insistir, por una cuestión de honor y aun cuando se trate de un argumento desfavorable, en que las sospechas de la jerarquía católica mexicana sobre Iván no carecían de fundamento– el Cidoc se convirtió en un refugio para veteranos de estas luchas de guerrilla, incluidos, mientras yo estuve ahí, hombres que habían peleado junto al padre Camilo Torres en Colombia. Los recuerdo bien: tenían una cierta quietud y, aunque eran perfectamente amigables, cuando te miraban era como si al mismo tiempo estuvieran viendo a través de ti. Yo los admiraba, y no creo haber sido el único. Para ser justo, y puesto que todos estos acontecimientos tuvieron lugar hace tanto tiempo, debo insistir en que no solo la izquierda es vulnerable a la idea de que el sufrimiento ennoblece. Solzhenitsyn dijo algo muy parecido tras ser liberado del gulag.

A Iván se le recuerda, si acaso se le recuerda, como un hombre de izquierda: una figura emblemática de la contracultura de los sesenta, un Norman O. Brown con alzacuello, un Herbert Marcuse con gracia y sin Hegel. Este era un profundo malentendido, aunque creo que Iván hizo menos de lo que hubiera podido para ponerle freno. Iván tomaba la adulación de los jóvenes de Estados Unidos y Europa como algo bien merecido. Pero, pese a su confianza en la rectitud de sus propias ideas –tenía, por encima de todas las cosas, una mente resuelta–, en algún punto debió saber que sin duda lo que atraía a este público “contracultural” era su crítica de la modernidad, personificada por Estados Unidos, como vehículo de la injusticia y la opresión. Entonces, como ahora, la nostalgia de los jóvenes por el pasado no era en realidad nostalgia alguna, sino, en la gran frase de Ortega y Gasset, una “rebelión sentimental”, un utopismo en su sentido literal de no lugar y, por extensión, no tiempo. Para ellos, el pasado era precisamente lo que nunca fue: un menú. Y todavía piensan de esta manera. Hay que ver a tantos de los manifestantes en casi cualquier protesta antiglobalización, resplandecientes en su falso disfraz aborigen, tocando sus tambores tribales importados. Quieren la comunidad sin el patriarcado, la agricultura orgánica premoderna sin las hambrunas regulares, el tiempo libre sin la tecnología (sobre todo, la tecnología médica).

La nostalgia de Iván no albergaba ninguna de estas contradicciones. En todo caso, llegaba al extremo opuesto con su insistencia en una consistencia radical. Iván pudo haberse equivocado al pensar que los campesinos “plebeyos” que quería defender, e incluso restituir, habían tenido una existencia casi inmutable hasta el advenimiento de la modernidad. Pero él creía que el registro histórico lo demostraba. Estaba tan seguro de su análisis que cuando yo iba a su casa a recibir instrucciones de investigación para el día, a menudo me entregaba algunas páginas manuscritas en las que había dejado las fechas y los lugares de los acontecimientos que describía en blanco. Parecía creer que era una cuestión trivial. Sabía que los espacios en blanco podían ser llenados por un asistente de investigación medianamente competente. No quiero decir con esto que Iván menospreciara la erudición. Al contrario, el Cidoc fue sobre todo y en primer lugar una institución de enseñanza académica, un centro de investigación y una casa editora.

Alguna vez le pregunté a Iván cuándo había comprendido que el desarraigo habría de ser su destino. Su respuesta fue la misma que, de niño, le escuché a unos refugiados judeoalemanes amigos de mis padres. “Tuve una buena educación europea”, me dijo.

El Anschluss entre Alemania y Austria tuvo lugar en marzo de 1938. En aquel momento, Iván tenía trece años y estudiaba en un colegio de élite en Viena. Las fuerzas alemanas fueron bienvenidas con tal entusiasmo que se oyó a Hermann Goering decir: “hay un júbilo increíble en Austria.

Nosotros mismos no pensamos que las simpatías serían tan intensas”. Durante los tres años siguientes, Iván perdería a su padre y a su abuelo, su lugar en la escuela, su país y su identidad. “De pronto dejé de ser mitad ario y me convertí en mitad judío”, tal era su breve descripción sobre lo sucedido. Nunca he entendido cómo resistieron durante tanto tiempo, pero fue en 1941 cuando la familia hizo el viaje de la Gran Alemania a Italia. Iván tenía quince años y, si bien más adelante se mostraría mucho más reticente sobre el asunto, era él quien cuidaba de su madre –ella siempre había sido psicológicamente frágil; eso es todo lo que diría– y sus dos hermanos gemelos menores. Iván logró inscribirse en la Universidad de Florencia, donde estudió cristalografía e histología, aunque era la credencial de estudiante que obtuvo lo que resultaba instrumental para la supervivencia de la familia. Un año más tarde, Iván optó por el sacerdocio y entró a la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, en 1942. En tanto medio judío en lo que ya era la Italia ocupada por los nazis, esta decisión probablemente salvó su vida.

Tras su ordenación, Iván realizó un doctorado en la Universidad de Salzburgo –su tesis fue sobre Toynbee– y en 1951 se mudó a Nueva York, adonde sus hermanos ya habían inmigrado. Siendo sacerdote de una parroquia neoyorquina comenzó lo que habría de convertirse en su compromiso de por vida con América Latina. A Iván se le asocia por lo general con la izquierda católica, pero la realidad es más compleja. En Roma, había estado cerca del gran filósofo tomista Jacques Maritain, primer embajador francés de posguerra en el Vaticano, cuyo propio rechazo de la modernidad seguramente influenció a Iván. En Nueva York, se volvió un protégé de Francis Cardinal Spellman, una figura notoriamente conservadora dentro de la jerarquía católica estadounidense, de por sí notable por su conservadurismo. “Me llevaba bien con Spellman”, me dijo alguna vez Illich. “Lo único que objetaba era mi nombre. Me decía, ‘Iván es un nombre comunista. Te llamaré Johnny, Johnny Illich’.”

Spellman le asignó al joven padre Illich una parroquia del Alto Manhattan con una inmensa mayoría de inmigrantes puertorriqueños, que habían comenzado a llegar a Nueva York a finales de la Segunda Guerra Mundial. En aquellos días, el destino hispano del catolicismo estadounidense era lo último que los jerarcas católicos, mayoritariamente irlandeses-estadounidenses –en muchos casos, nativos de Irlanda–, podrían haber avizorado, aunque el propio Spellman tenía mejor visión de futuro. Por su parte, Iván aprendió español de inmediato y comenzó a viajar mucho por Puerto Rico. Unos cuantos años después, en gran parte como reconocimiento a sus logros entre la comunidad puertorriqueña, Iván fue nombrado vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico, donde su misión fue preparar a los sacerdotes estadounidenses para servir a la creciente población católica hispana. Al mismo tiempo, Iván se involucró en las cuestiones educativas que llevarían más adelante a la que aún es su obra más reconocida, La sociedad desescolarizada. Al principio, su carrera fue de un triunfo a otro, y llegó a su culmen en 1959, cuando Spellman nombró a Iván el monseñor más joven de la jerarquía estadounidense.

En realidad fue solo entonces que Iván comenzó a hacerse de enemigos. Cuatro años más tarde, regresó a Nueva York –a la Universidad de Fordham– e inmediatamente abrió un nuevo centro de preparación de sacerdotes. Poco después, partió hacia México, y caminó e hizo autoestop desde el Río Bravo hasta Argentina. En cierto sentido, el Cidoc fue hijo de esta odisea. En México, Iván había conocido y se había vuelto amigo cercano de Sergio Méndez Arceo, obispo de Morelos y protector de Iván dentro de la jerarquía católica de México. Sin Méndez Arceo, el Cidoc nunca habría existido y, sin su protección, nunca habría sobrevivido.

Si he entrado en tanto detalle respecto de la biografía y los primeros años de carrera de Iván ha sido para enfatizar algo esencial sobre él: procedía de un lugar intelectual, y de ningún lugar geográfico. Pero así como he querido enfatizar su desarraigo y la multiplicidad de sus identidades, no he querido insinuar que Iván se mantuviese ajeno a su entorno. La alienación del refugiado culto no era para Iván, ni la de los rusos blancos en el París de la década de 1920, ni la de los judíos de Weimar en Estados Unidos en los años cuarenta y cincuenta (nuestra propia era de migración global ha transformado los términos de referencia del exilio, y mucho tiene que ver internet y las geografías alternativas que ofrece). Yo conocí esa alienación desde mi temprana infancia, cuando salir de la sala de estar y entrar al estudio o al dormitorio de la casa de mi padrino judeoalemán, Nahum Glatzer, en los suburbios de Boston, significaba abandonar Estados Unidos por el color roble y la oscuridad de un lugar inefablemente extranjero, dejar atrás la lengua inglesa en pos del alemán.

En contraste, el desarraigo de Iván era apacible más que trágico. Uno de los recuerdos más fuertes que conservo de él es que parecía sentirse en casa en cualquier lugar, especialmente ahí donde una sociedad tradicional sobrevivía aún (tendía a abatirse sobre las grandes capitales, desde México hasta Londres, como si de un asalto pirata se tratase). Y ahí, me parece, está la clave. Pues si Austria, Alemania, Croacia, Estados Unidos e incluso México –aunque, una vez más, sin duda prefería Hispanoamérica a cualquier otro lugar en que se hubiera posado en su vida– nunca pudieron granjearse su lealtad, sí tenía dos tierras natales: la Iglesia católica –esa institución Ur-trasnacional–, pese a la conflictiva naturaleza de su relación con ella, y esas culturas campesinas que aún se resistían a incorporarse a lo que Iván veía como una sociedad industrial de masas, deshumanizada y deshumanizante, que desangraba al mundo de toda convivencialidad. Esta palabra era la base sobre la que descansaba su pensamiento. No es de sorprender, entonces, que Iván conociera (y disfrutara) Tabasco o Chiapas mucho más que la ciudad de México, que evitara la capital tanto como le fuera posible y que tuviera poco o ningún papel en su vida cultural e intelectual, excepto para presentar sus propias ideas. Incluso entonces, tendía a descender sobre el campus de la unam, o alguna otra sede similar, como un pirata en asonada, e irse tan abruptamente como había llegado. A veces, por supuesto, se trataba de una cuestión de prudencia. Durante una conferencia impartida en la unam en 1967, Iván fue atacado por miembros de un grupo estudiantil de derecha, y las amenazas contra él mismo, contra el Cidoc o contra Méndez Arceo eran lugar común a finales de la década de 1960.

Cicerón escribió que, si no sabes de dónde vienes, serás siempre un niño. Sustituyamos la palabra “saber” por “importar” y obtendremos algo de la curiosidad infantil de Iván, la creatividad y esa cierta cualidad lúdica (similar, pero no del todo idéntica, a la caracterización típica de Iván, según la cual era “enigmático”) con la que se acercaba incluso a los asuntos más graves. Iván insistía siempre en que todo lo que decía, lo decía en serio. Si acaso, me dijo alguna vez, “prefiero omitir algo”.

Durante ese breve tiempo en que trabajé para él, a menudo se le encontraba al atardecer en la Plaza de Armas de Cuernavaca en compañía de su amigo Méndez Arceo. Entre ellos, la convivencialidad de Iván se hacía palpable. Hablaban, reían, recitaban o se leían poemas (García Lorca, ante todo). Fue de boca de Méndez Arceo que escuché por vez primera el “Romance de la luna, luna”:

 

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

 

Cuando pienso en Iván, a menudo pienso en Guy Debord. El pensamiento del situacionista francés no podría estar más lejos del de Iván –a Debord le fascinaba el poder, mientras que a Iván, y este fue ciertamente uno de sus rasgos más admirables, le repelía– y mi impresión es que, de haberse conocido, se habrían detestado. Debord era sectario hasta el extremo e Iván era un universalista, y en realidad no tenía nada de izquierdista (esa podría ser una descripción mucho más precisa de Méndez Arceo que de Iván; además, aquel tampoco tenía nada del medievalismo de este último). Y, sin embargo, ambos estaban comprometidos con un “desenmascaramiento” radical del capitalismo de consumo, y ahí donde el radicalismo –entonces como ahora– es pura postura, cada uno mantuvo valor en sus convicciones, cada cual se jugó el todo por el todo. Como escribiera Martin Luther King en 1963 en su “Carta desde la cárcel de Birmingham”: “el mundo tiene una urgente necesidad de extremistas creativos”.

¿Estaba en lo correcto? ¿Acaso la modernidad podía ser revertida para reemplazarla por una sociedad que no fuera tecnocrática ni de vigilancia (en el sentido carcelario, al estilo Bentham, de la palabra)? Iván no tenía dudas sobre la respuesta. A decir verdad, tenía una faceta apocalíptica y creía que más tarde o más temprano los pobres se levantarían violentamente contra las élites que los aplastan, que les roban su autonomía, su cualidad de personas. Este era Iván en su versión intelectual más conformista, postulando pensamientos apocalípticos en una era apocalíptica. El utopista, el hombre que combinaba el deseo de destruir cada institución importante –escuelas, lugares de trabajo, hospitales–, repensarla y reconstruirla por completo, y el hombre que veía el mundo católico medieval como uno de los grandes momentos del florecimiento humano comunitario y espiritual, era con mucho la figura más interesante. Iván era el modelo de un buscador intelectual. Al escribir en 2010, uno está obligado a formular una pregunta que no se le habría ocurrido a ninguno de nosotros en 1970: ¿tiene siquiera sentido esa vocación en una época en que una búsqueda en Google pone toda la información a un clic de nosotros, incluso aunque esa accesibilidad no aporte nada al cúmulo de la sabiduría humana? Mi padre escribió sobre “el intelecto del sentimiento”. La descripción le queda a Iván como guante, y si no hay lugar para una persona así hoy día, peor para nosotros.

Pero esto no quiere decir que la cuestión de si Iván estaba o no en lo correcto no tenga importancia. Sin duda él habría pensado que sí, y nosotros también. Mi opinión, hablando en términos generales, es que no. Ciertamente estaba equivocado al pensar que una clase media que siguiera el modelo del mundo desarrollado no podría florecer jamás en México o en el resto de América Latina. En gran medida, su visión del mundo no lidiaba satisfactoriamente con la urbanización, una falla intelectual difícilmente atribuible solo a Iván, y que constituye el talón de Aquiles de casi todo pensamiento localista, ya sea de izquierda o de derecha. Y, por supuesto, era un hombre de fe, y de una muy particular fe medieval. Dicho de otra forma, era, en un sentido muy importante, un hombre pretecnológico, aunque él no habría aceptado tal caracterización y –me parece– habría preferido decir que se oponía, no a la ciencia, sino a la ciencia como un sistema de dominación.

Lo que me lleva a la forma en que murió Iván. A finales de los años setenta, le diagnosticaron un crecimiento canceroso
en el rostro. Antes que tratarlo, Iván prefirió no hacer nada, excepto, conforme el tumor crecía –grotescamente al final–, fumar opio para aliviar el dolor. “Mi mortalidad”, decía, tocando el tumor. Recuerdo haberlo encontrado en Nueva York hacia el final de su vida y recuerdo haber deseado –aunque sin duda ya entonces era demasiado tarde para cualquier intervención efectiva– que al menos hubiese explorado la posibilidad de un tratamiento. Pero tan solo pensarlo era una impertinencia.
Iván murió como vivió, amo de sí mismo hasta el final.

Pienso en Iván a menudo estos días, cuando pienso en mi madre. Estaban en polos opuestos en materia de cómo tratar sus respectivos cánceres. Mi madre quería vivir costara lo que costara, Iván no quería vivir a cualquier costo. Si mi madre hubiera tenido más de Iván en ella, su muerte no habría sido tan agónica, tan llena de miedo y tan irreconciliable. Pero ella murió también tal como había vivido. ~

Traducción de Marianela Santoveña

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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