Dentistas e impresionistas

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¿Es Monet “el pintor de los dentistas”? Esa definición, que le aplica, entre zumbón y afectuoso, el crítico de The New York Times (con motivo de la magna exposición en el Grand Palais de París, hasta el 24 de enero), por fuerza suscita algunas preguntas. No en cuanto a su veracidad, evidentemente. Todos hemos podido comprobar la afición que le tiene a Monet (también, aunque menos, a Renoir, Pissarro, Seurat y a algún otro, pero no, por ejemplo, a Pollock), a la hora de decorar sus salas de espera, el gremio –dignísimo, por lo demás– de los odontólogos, así como algunos otros, no menos respetables, entre los que se cuentan callistas, logopedas, abogados y hasta talleres mecánicos con pretensiones. Incluso podría decirse que alguna versión de Los nenúfares o de La catedral de Ruan se ha vuelto tan indispensable, en esos escenarios, como los números atrasados de ¡Hola! y el hilo musical. Pero vamos a ver: ¿qué tiene eso de malo? El tono, mejor dicho el tonillo, con que se expresa el crítico no deja lugar a dudas: asociar a Monet con los dentistas no es ningún cumplido. Y como no es probable que el caballero en cuestión le tenga manía a esa profesión en particular, tendremos que plantearnos la pregunta en términos más amplios: ¿qué tiene de malo que una determinada obra de arte sea inmensamente popular?

Ante todo, no teman. No les voy a largar el habitual sermón sobre el buen arte inocente, minoritario y acosado, frente al malvado pseudoarte que las masas adoran como al becerro de oro. Es ese un planteamiento cuya longevidad (lleva lo menos dos siglos, desde el Romanticismo, en el candelero) me tiene estupefacta. Su atractivo, claro está, viene de su simplismo, pero una esperaba algo más sofisticado de las mentes, a menudo preclaras, que sin embargo lo sostienen. A menos que seamos mal pensados y sospechemos que su verdadero gancho no es su esquematismo, sino el consuelo que ofrece a la vanidad herida de quienes venden poco. (Y a esos mismos mal pensados me apresuro a aclararles que mis novelas no son ningún bestseller, y que desde hace años me vigilo con atención escrupulosa para no caer nunca, jamás, en eso tan frecuente de que “cada uno habla de la feria según le va en ella”.) Pero cerremos los paréntesis y volvamos a la pregunta: ¿qué tiene de malo que una obra de arte sea muy popular?

Hombre, tiene de malo que su popularidad no tiene nada que ver con el arte. Eso, al menos, es lo que una piensa cuando, entrando en el Louvre, observa el mismo cartel por todas las esquinas: uno, sumariamente fotocopiado (por guardianes que están, suponemos, hasta el gorro, o el quepis, de que les pregunten una y otra vez lo mismo), con dos imágenes, a saber: una borrosa Gioconda en blanco y negro, y una flecha. ¿Amor al arte, al de Leonardo da Vinci en este caso? No creo, porque a otras obras del mismo maestro, como La dama del armiño, que está al lado (si la memoria no me engaña) y es por lo menos igualmente bella, el gran público no les hace ni caso. De hecho, a la Gioconda, en realidad, tampoco: las hordas de turistas entran en tromba en la sala, advierten la imposibilidad de acercarse siquiera al famoso cuadro, dada la muchedumbre, levantan la cámara o el teléfono móvil, hacen clic, y andando.

¿Qué ha pasado? Que el cuadro de Leonardo se ha convertido en un icono. Es decir, en el depositario de significados que poco tienen ya que ver con la obra en sí, y mucho con todas sus adherencias, desde que a Duchamp se le ocurrió elegirlo como símbolo del arte clásico (igual que podía haber elegido cualquier otro) y pintarle bigotes, hasta su último avatar de la mano de Dan Brown (El código Da Vinci). Ese, nos guste o no, es el destino de muchas obras de arte. Por poner solo unos pocos ejemplos a bote pronto: la Marcha nupcial de Mendelssohn, utilizada en España en los años sesenta como fondo musical de un anuncio de detergente. (¿Recuerdan los majestuosos primeros compases? Ahora cántenlos así: “Laaa… ve su ropa con Persil”, y díganme qué queda de su majestad.) La frase de Paul Éluard, “hay otros mundos pero están en este”, glosada en anuncio de colonia que susurra: “hay otros hombres pero están en ti”. La Santa Cena del mismo Leonardo, piadosamente colgada en los comedores de las familias católicas españolas durante varias décadas. El Guernica, que por la misma época o un poco más tarde ocupaba idéntico lugar de honor en los comedores de las familias progresistas. La foto del Che Guevara con la melena, la boina, la estrella y la mirada perdida, que se ha usado para encarnar los anhelos revolucionarios, primero, y a la larga, una rebeldía progresivamente aguada, sin otro contenido, al final, que juventud en vez de madurez, camisetas en vez de blusas de seda y pósters con preferencia a chinoiseries para decorar la casa. O la imagen de Virginia Woolf, utilizada para anunciar cosas tan dispares como el Partido Comunista de Roma, The New York Review of Books o la cerveza Bass Ale, según observaba en un libro apasionante la profesora norteamericana Brenda Silver. Ese poderoso atractivo se explica, apunta Silver (Virginia Woolf as icon, University of Chicago Press, 1999), por la combinación de dos cualidades a cuál más irresistible: la autoridad intelectual de Woolf y un significado lo bastante ambiguo (¿elitista o bestseller?, ¿feminista o conservadora?, ¿el arte por el arte o el arte comprometido?, ¿asexuada o lesbiana?…); por eso, en las grandes batallas político-culturales, todos los bandos la reivindican.

Todo ello es un efecto (además de los que ya señaló Benjamin) de la facilidad, la velocidad y la cantidad con que hoy se reproduce cualquier obra de arte. Nos guste o no, es inevitable. Que tire la primera piedra quien no haya sentido nunca que sus gustos artísticos expresan su identidad, no solo estética, sino social, al modo en que otros se identifican con marcas comerciales. Yo no utilizo como santo y seña la posesión de tal o cual modelo de coche (no tengo coche), pero sí confieso que me fastidió un poco que ídolos míos particulares: Sylvia Plath, Janacek, Frida Kahlo…, compartidos con cuatro gatos y que me daban la satisfacción (vanidosa, qué duda cabe) de pertenecer a una especie de sociedad secreta, sean ahora puro tópico. A fin de cuentas, no me parece mal (y más vale así: hagamos de la necesidad virtud) que podamos elegir tal o cual obra, tal o cual artista, para expresar a qué grupo pertenecemos, o aspiramos a pertenecer. Que alguien entre en mi casa y vea mi librería o las imágenes que decoran mis paredes me hace, por así decirlo, ganar tiempo, ahorrarme explicaciones, del mismo modo que nos dice mucho, al entrar en un taller mecánico, ver si lo que tiene clavado en la pared es La nieve en Argenteuil o un calendario de Pirelli. Eso sí: ese sistema de signos, tan práctico, tiene un inconveniente, y es que cuando vemos, en vivo y en directo, La nieve en Argenteuil, no podemos evitar que, al mismo tiempo que la nieve pintada por Monet (la cual demuestra maravillosamente su frase de que “la nieve no es blanca”), nos parezca estar viendo unos números atrasados de ¡Hola! en una mesita baja, entre gente con la mirada vacía, enfermera con una bata blanca y fondo de hilo musical. ~

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