Imagen de Gordon Johnson en Pixabay

América, el delirio

En la historia latinoamericana, un orden político autoritario se ha retroalimentado con una de las mayores debilidades políticas de la región: considerarse víctima de Estados Unidos.
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Segunda entrega de la serie Buscando América.

El enemigo no es el imperio, ni el castrochavismo, ni el colonialismo; el enemigo es la pulsión redentora que ciega, que incomunica, que divide a la sociedad, que excluye al otro y niega la posibilidad del pacto, de la negociación, del acuerdo.
Carlos Granés

Indoamérica, Iberoamérica, Latinoamérica, nuestra América, Hispanoamérica, el Caribe, tierra de lo real maravilloso, terra nostra, tierra del realismo mágico, raza cósmica, Abya Yala. La América frente a la otra América, la triunfante, la que ni siquiera incluye a Canadá, solo a Estados Unidos, país considerado culpable de tantos de nuestros males. Acaso no lo dijo el semidiós venezolano Simón Bolívar cuando lanzó una tremebunda profecía: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad” (Carta a Patricio Campbell, 5 de agosto de 1829), frase que hubiese hecho las delicias de los activistas estadounidenses antiguerra de Vietnam hace medio siglo, al evidenciar la hipocresía del orden liberal capitalista que ofrece la redención del planeta.

Esas palabras de semidiós patriarcal, hombre de innumerables y rendidas mujeres, además de controversial dictador que inspiró la forma ideal e inevitable de gobierno para estas tierras (según Laureano Vallenilla Lanz en El cesarismo democrático) deben medirse de acuerdo con el momento y a la estatura histórica del personaje. El delirio bolivariano arrastró a Venezuela a la ruina en las tres primeras décadas del siglo XX, en pos de un ideal epopéyico cuyo destino sería incierto, mucho más plagado de incertidumbres, militarismo y vocaciones redentoras y utópicas que del ethos profundamente ilustrado y moderno que inspiró las luchas independentistas.

La realidad es enemiga de los profetas y los profetas han sobrado en las naciones de raíz ibérica, tan fecundas en guerreros, en aventureros y en mujeres solas criando a su descendencia contra viento y marea. Se trata de un orden patriarcal sin la virtud de la provisión, distinto al orden masculino estadounidense cuyo núcleo es la figura del padre, tan destacada en la literatura y la creación audiovisual estadounidense (un ejemplo magnífico disponible en estos momentos es la muy shakesperiana serie Succession). El padre ausente es el patriarca por excelencia entre nosotros, lejano y deseado, omnipresente, poligámico y esquivo: Fidel, Chávez, Evo; Juan Vicente Gómez, el doctor Francia, Rafael Leónidas Trujillo. Supermachos absolutos que gobiernan a millones de almas, elevándose por sobre los varones corrientes requeridos de su protección, padres de todos sus gobernados subyugados, cuyos destinos, –incluso en el caso de las oligarquías, el empresariado y la nomenclatura política– han dependido de complacer a la voz máxima.

Este orden político autoritario, aunque tocado por olas democrático-liberales, se ha retroalimentado con una de las mayores debilidades políticas de la región: considerarse víctima de Estados Unidos. En Delirio americano: una historia cultural y política de América Latina, Carlos Granés examina el papel de las elites intelectuales, literarias y artísticas, hermanadas con los arrestos utópicos de políticos de vocación fascista o socialista. La hipótesis de Granés es arriesgada y su análisis de los movimientos y figuras de la cultura continental del siglo XIX hasta hoy peca de las limitaciones propias de las miradas omniabarcantes, en las que se pierden de vista la exactitud y los detalles. Sin embargo, el riesgo valió la pena: en el libro se propone que, arropados en el antiimperialismo, numerosos movimientos políticos y culturales de diverso signo ideológico han exaltado el papel de las minorías esclarecidas y de los hombres fuertes. De este modo, el antiyanquismo, justificado en determinadas coyunturas históricas, ha significado también el desprecio a la democracia liberal, el pluralismo y las institucionalidad. En este orden de ideas, el “verdadero pueblo” solamente padece las consecuencias de las grandes tendencias económicas y sociales del mundo contemporáneo, sin tener ningún papel más allá del protagonismo de su sufrimiento, del cual Estados Unidos sería el primer responsable.

Para José Martí y José Enrique Rodó, a caballo entre los siglos XIX y XX, América tenía que significar los valores del espíritu frente al materialismo y al igualitarismo triunfantes de Estados Unidos. En Ariel, Rodó subraya la diferencia con el país de estirpe anglosajona, principio que cautivó a mentes de izquierda y de derecha. La raza cósmica, palabras de Vasconcelos posteriores a la revolución mexicana, vencería a la decadente raza de los materialistas, así hubiese que apoyar a los nazis para enfrentarse al enemigo estadounidense. A los nazis o a la Unión Soviética, los bastiones totalitarios opuestos al mundo de la economía de mercado y la democracia liberal.

Para Granés, la creación cultural e intelectual en el siglo XX se ha debatido entre modelos políticos que han domesticado o rechazado sus apetencias libertarias. Es el caso del muralismo mexicano, convertido en arte oficial; el de la formidable arquitectura brasilera de la segunda mitad del siglo XX, la que edificó una capital como Brasilia bajo gobiernos de corte dictatorial; también el de los escritores, artistas y pensadores que auparon movimientos como la Revolución cubana hasta que comenzaron las purgas y persecuciones de corte estalinista o que, más cercanamente, han aplaudido la “marea rosada” de gobiernos de izquierda en la región.

Este renacimiento de las esperanzas de las elites intelectuales de la izquierda antiliberal en el siglo XX le ha dado un nuevo impulso al delirio americano: el aplauso a populismos de izquierda y la adopción de la teoría decolonial con su política de las identidades. Con no poca ironía, Granés afirma que si antes el americanismo afirmativo ante la vileza yanqui se alimentaba del anhelo del futuro, ahora se alimenta del examen punitivo del pasado, de una agresiva política de condena de la historia, contaminada del pecado original de occidente: la hegemonía del hombre blanco. De la dignidad de los pueblos hemos pasado a la dignidad de las identidades étnicas, culturales, de género y de raza.

De este asunto de las identidades nos ocuparemos en próximos artículos, pero no quisiera terminar estas líneas sin destacar que Granés afirma que el victimismo latinoamericano es nuestro más reciente producto de exportación, explotado incluso por los nacionalismos europeos de diverso signo político y hasta por Donald Trump, cuyo discurso se afana en demostrar que el hombre blanco estadounidense es una víctima de las elites “progres” de las grandes ciudades y de las universidades. Así mismo, no se debe perder de vista que el problema no es solo responsabilidad de una tendencia política, como sigue Granés:

“Ahí seguimos, divididos entre los nuestroamericanistas-identitarios-globalifóbicos-autoritarios que se miran en el ejemplo del castrismo y el peronismo, y los evangelistas-neoliberales-militaristas-patrióticos que evocan las dictaduras económicamente eficaces que acabaron con el terrorismo de izquierdas. Sigue habiendo democracia, pero cada elección es una guerra en la que el centroizquierda y el centroderecha, en lugar de pactar para frenar el delirio populista, acaban arrastrados por los radicalismos.” ~

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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