Guillermo Sheridan: animador de revistas

Ya sea con sus columnas en Vuelta, su libro sobre los Contemporáneos, sus múltiples contribuciones en publicaciones periódicas o como director de Zona Paz, Sheridan ha dotado de vigor a la investigación literaria, que en su caso nunca ha producido desangelados papers, sino ejemplos de cómo vivir –y no solo rescatar– la historia de nuestras letras.
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Guillermo Sheridan fue mi maestro. Nunca estuve inscrita en algún curso suyo, pero seguía a mis amigos a su clase porque sí. La verdad no es “porque sí”, sino porque a ellos les encantaba y la adolescencia –que a veces dura muchos años– es la época del encantamiento y el contagio. Yo asistía, temerosa, y me sentaba donde el profesor no pudiera observarme: atrás de un alto compañero que impedía, según yo, que Sheridan me viera. La voz del maestro llenaba toda el aula y a mí me asustaba un poco aquella sonoridad tan elocuente.

Fue con aquel mismo muchacho que asistí tiempo después a El Colegio Nacional para escuchar una lectura prodigiosa. Había muchas personas en la sala y nosotros estábamos hasta las últimas filas. Si no recuerdo mal, habían colocado pantallas para que todos pudiéramos mirar a quienes ahí participaban: Octavio Paz, Eduardo Lizalde y Guillermo Sheridan leyeron Blanco y lo que más recuerdo es la voz de este último, porque la de Paz no era precisamente memorable y la de Lizalde, a quien yo profesaba una admiración sin cortapisas, era demasiado teatral. La experiencia de escuchar a Sheridan decir el poema produjo en mí el efecto aquel del encantamiento del que hablaba atrás: algo como una serpiente que te mira y no te deja ir. Recuerdo eso porque Blanco no es mi poema favorito de Paz, pero aún ahora puedo repetir algunos versos que están en mi memoria gracias a la voz de Sheridan. Quizá piensen que estoy equivocada y que debí apuntar que Guillermo recitó una de las partes de Blanco. No lo hice porque nuestro maestro nos enseñó que la poesía no se recita: se dice, y siempre que estoy en una lectura de poemas o cuando ensayo antes de leer en público, sus palabras me golpean para que no haga una cantaleta, una entonación infame que nada tiene que ver con el sentido del poema que debe ser como agua del día: algo que fluye, un cuerpo que nos lleva y no al que llevamos. No sé si lo he conseguido. Supongo que no, pues cuando mi hijo me escucha leer, a veces me pregunta: “¿por qué leen así los poetas?” y hace con la mano un gesto como de elevación: la mejor muestra de mi fracaso.

Ofrezco una disculpa por traer a cuento asuntos tan domésticos, pero no puedo evitarlo porque un maestro nos acompaña hasta en los momentos más inesperados. El más curioso de ellos –y ya con eso termino mi recuerdo casero– ocurre siempre que voy a salir de la casa y me pongo perfume. Hace ya muchos años leí una de las “Cartas de Copilco”, la columna que Sheridan escribía en la revista Vuelta. En ella hablaba sobre la inconveniencia de vaciarse el frasco de perfume antes de asistir a cualquier reunión, al cine o al teatro. Era –como la mayoría de sus columnas– divertidísima, aunque me viera en su espejo o quizá por eso mismo. Lo cierto es que soy una alumna rebelde y, mientras la nube de gotas diminutas cae sobre mi cabello, pronuncio en silencio un “perdóname, Guillermo” a modo de oración y salgo, olorosa, a mi destino.

Mi destino, ¿quién podría pensarlo?, se cifró en esa revista de la que solo fui, como tantos –dos, tres generaciones–, su lectora. No voy a mentir: muchas veces lo único que yo leía de Vuelta era “Carta de Copilco”, pero también otra sección maravillosa, animada asimismo por Sheridan, que tuvo el nombre de “Buzón de fantasmas” y en la que se reproducía correspondencia de distintos escritores, casi siempre mexicanos: Amado Nervo, José Vasconcelos, Gilberto Owen, Alfonso Reyes, Salvador Novo, Jorge Cuesta, José Juan Tablada, José Gorostiza, entre otros.

Me importa destacar el “Buzón” no solo porque a mí me encantara, sino porque manifiesta varios asuntos importantes a propósito de Sheridan como animador de revistas. El primero de ellos es el tono con el que escribía la nota de presentación de la misiva. No era, por supuesto, el mismo de la “Carta de Copilco”. En estas introducciones hallamos el discurso serio del investigador, claro, pero también la pluma sensible que atiende a los resortes que deben animar el suspenso de cualquier narración, ese que nos lleva a preguntarnos “¿y luego?” (dijera Forster). Entonces, uno leía la nota y no solo quería conocer la carta, sino que deseaba saber qué había ocurrido después pero, también, qué había llevado a los personajes a las circunstancias del momento que la carta reflejaba.

En el número 198 de Vuelta (mayo de 1993), Sheridan presentó así una carta de Ortiz de Montellano a Torres Bodet:

Bernardo Ortiz de Montellano se ha encargado de la revista Contemporáneos, oficialmente, desde el número nuevo (febrero de 1929), como lo advierte una escueta nota en el número once, por ausencia de los hasta entonces directores Bernardo J. Gastélum, Torres Bodet y González Rojo, los tres adscritos a la diplomacia mexicana en Europa. A partir de ese momento, la revista sobreviviría gracias a la energía sin claudicación de Ortiz de Montellano y al inconstante, inestable afecto de los otros miembros del grupo.

Bien podría haber iniciado con una redacción más tradicional que nos situara en el momento en que se escribe la carta con alguna frase como: “En 1930, Bernardo Ortiz de Montellano, uno de los miembros más conspicuos de Contemporáneos (y en el momento en que se redacta la carta, ya su director), le escribe al poeta Jaime Torres Bodet para agradecer su ayuda a la revista y solicitarle que proponga nuevos colaboradores.” Si lo hubiera hecho de ese modo, habría cumplido su objetivo más primario, pero no lo hace así: sitúa al lector en medio de una trama dramática y nos hace sentir que estamos presenciando algo que acaba de ocurrir, que está ocurriendo, que es hoy.

En el párrafo final del prólogo a Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe –un libro muy celebrado o denostado, pero poco leído– Octavio Paz nos comunicó el propósito de su ensayo. No quería “rescatar” a la monja. Su deseo era más audaz: pretendía restituirla a su mundo, pero nosotros, los lectores, estábamos presentes en su empeño: “Restitución: sor Juana en su mundo y nosotros en su mundo.” Como si la escritura fuese ese soplo de vida que, al rozar el cuerpo momificado de sor Juana, le infundiese el hálito vital y, después de las quinientas o más páginas escritas, Juana de Asbaje al fin se levantara y nos sonriera. De ese tamaño fue el esfuerzo de Paz para traerla al mundo, de nuevo, con nosotros. Y ese espíritu –que debería ser el motor que animara a la crítica literaria– es el mismo que ha puesto en práctica Sheridan aquí y allá: hizo que se levantara de su tumba, como si fuera una persona, una revista: Contemporáneos o, más tarde, Examen.

En el caso concreto de las breves notas que anteceden al “Buzón de fantasmas”, con tres pinceladas a la forma, pero con un colmillo inmenso, Sheridan nos convierte en testigos de un hecho ocurrido muchos años antes y al hacerlo no solo honra a Paz, sino que también parece repetir la frase de Jorge Cuesta, otro de sus dioses domésticos: “La tradición no se preserva, sino vive.”

¿Qué otra cosa, si no es resucitar, puede ser su entrega a las palabras e ideas, aparentemente muertas, que yacen en los archivos polvosos de las revistas literarias? En la presentación de la Antología de la poesía mexicana moderna ya había adelantado su deseo cuando nos habló de la importancia de poner a circular de nuevo no solo las antologías, sino también las viejas revistas que olvidan su carácter ceniciento cuando Sheridan las mira y nos las ofrece, restituidas al día de hoy o, cuando mucho, al día anterior. Tal es el caso de Los Contemporáneos ayer, cuyo primer capítulo nos colocó en una sintonía muy distinta a la que acostumbrábamos tener cuando leíamos textos académicos:

Cuando Jaime Torres Bodet fue a Bucher Bros. a alquilar el frac, la Ciudad de México tenía cerca de 700 mil habitantes y el país todo un poco más de 14 millones. Cuando se terminó de probar el atuendo y después de rezongar por los faldones demasiados largos y la brevedad del cuello parado, un 70% de esos 14 millones era de analfabetos. Cuando dejó como depósito de garantía la carta de la Secretaría de la Presidencia, un 30% de aquellos 14 millones podían considerarse “obreros”, mientras que los demás dependían para su subsistencia de las “labores agrícolas”. Cuando salió del local de las calles de Guatemala con el bulto bajo el brazo, un .01 de esos 14 millones controlaba cerca del 80% del dinero que producía el país.

¿Quién se atrevía a comenzar de ese modo –con un ejercicio de imaginación– su tesis de maestría? Quizás hoy ya se ignore, pero Los Contemporáneos ayer fue el estudio preliminar de su tesis de grado –titulada Índices de Contemporáneos. Revista mexicana de cultura y cuyo meollo (los índices mismos) fue publicado más tarde por la UNAM–. Si se comparan ambos trabajos –el libro, la tesis–, podrá advertirse que el primer capítulo inicia de la misma manera, ubicando a Torres Bodet en el momento preciso cuando entra a una tienda para alquilar un frac y enseguida nos enteramos de que acaba de recibir una carta donde se confirma algo que ya sabía: había ganado el premio de poesía convocado por la Universidad para celebrar el centenario de la Independencia.

A medida que el lector avanza en la lectura, los escritores de los que Sheridan se ocupa –apenas conocidos por mí pues yo solo leía novelas rusas y francesas– se transforman en personajes misteriosos, villanos detestables o amigos en el viaje fabuloso que los condujo a la creación de esa revista. Escribo esto con el temor de que Sheridan me reprenda por simplificar de una manera tan bestial esa dilatada y apasionante aventura. Espero que me perdone, pensando que yo era muy joven aún y nada sabía, ni me importaba, de ese grupo de escritores que poco a poco se volvieron familiares para mí y de los que, a partir de ese libro, quise conocer más. Intentaré decirlo mejor: Guillermo Sheridan propuso que su libro era “una puesta en escena, que quizá dé más importancia a la escenografía que a los actores y, en todo caso, quizá se fije más en algunos de sus gestos que en sus parlamentos”. La maravilla que consiguió fue la de ver, en una revista, un mundo. Un mundo que nace, se reproduce y muere en y con las revistas, porque el volumen no es –y sí es– la historia de Contemporáneos sino la de todas las revistas que la antecedieron, aquellas con las que discutió o las que le siguieron. Una revista es un mundo, pero también “una manifestación de diversas intimidades que, al unirse entre sí, optan por una repercusión pública”. Nunca lo he olvidado.

No seguiré con esa historia porque esto no es una reseña de Los Contemporáneos ayer y estaría cometiendo otro error: Sheridan me dijo alguna vez que una buena nota “avisa, critica, sopesa”. Por otro lado, mentiría si contara que yo estuve presente en el examen de grado al que sí asistieron mis amigos David Medina Portillo y Fernando García Ramírez. Un examen, por cierto, del que hablan como “inolvidable” y al que se presentaron para ver cómo un escritor –al que leían ya en el suplemento “Sábado” de Unomásuno y en Vuelta– enfrentaba a Huberto Batis, director de la tesis y ogro temible, maestro de todos nosotros.

No solo escribía en esas dos publicaciones. En la advertencia del libro nos avisa que algunos fragmentos de ese trabajo habían aparecido, también, en Diálogos, la Revista de la Universidad y La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Una obsesión por las revistas me ha llevado a construir extraños índices que, según yo, nos muestran las redes intelectuales más elocuentemente que cualquier aproximación teórica. Para hacerlo, reviso los directorios de las publicaciones periódicas y las publicaciones mismas, buscando colaboradores frecuentes. En el caso de Sheridan la lista es muy grande y aquí solo dejo constancia de algunas de sus participaciones, porque a cada momento me salta la liebre en otra revista, en otro diario.

Sheridan ha animado toda clase de publicaciones periódicas, desde la juvenil Cave Canem, de Adolfo Castañón, hasta Vuelta y Letras Libres, de la que es consejero. Además de colaborar en “Sábado”, La Gaceta del FCE, ProcesoDiálogos, “El Ángel” de Reforma y el diario mismo, La Jornada Semanal o Cuadernos Hispanoamericanos, fue secretario de redacción de la Revista de la Universidad, colaborador y miembro de los directorios de Biblioteca de MéxicoPauta o (Paréntesis) y agudo columnista de El Universal, donde leemos su “Minutario” todos los martes. Fue director del Anuario de la Fundación Octavio Paz y es director de Zona Paz, otro tipo de revista, ahora electrónica. Y ¿no podríamos considerar el Material de Lectura una publicación periódica? Cuando era estudiante, mis amigos y yo coleccionábamos esa serie –ideada y dirigida algún tiempo por Sheridan– y reuníamos con mucho entusiasmo los fascículos coloridos: nubes rápidas bajo el sol de la bibliografía inclemente que nos hacían leer todos los días.

En Vuelta no solo nos acercó a ese buzón que dejó de ser fantasmal por su deseo o nos hizo reír o enojar con la “Carta de Copilco”. Además de su puntual crítica de poesía, allí reseñó también la colección con la que José Luis Martínez honraba a las revistas de su tiempo –publicándolas de manera facsimilar en la serie Revistas Literarias Mexicanas Modernas del FCE– y algunas de sus notas fueron a dar, muy ampliadas, a un libro central para quienes adoramos las revistas: Breve revistero mexicano (UNAM, 2019), tenso arco que abarca las publicaciones periódicas de nuestro siglo XX, desde Savia Moderna (1906) hasta Vuelta (1976-1998).

Sheridan me enseñó –o yo quise creer, gracias a él– que las revistas son, también, casas de familia. A la muerte de Paz, estuvo muy cerca de la revista que había sido su casa durante tantos años y colaboró decididamente en sus últimos índices. Apoyado por David Medina Portillo, ideó y realizó el último número de esa revista esencial para nuestra cultura. Se trató de una antología de los colaboradores de Vuelta, la revista de la que Sheridan fue, después de Paz o de Gabriel Zaid, el mayor colaborador. Ignoro si fue suya la idea de que ese número doble –el 261 (agosto-septiembre de 1998)– reprodujera en su portada el mismo diseño que el primer ejemplar de Vuelta. Un ciclo se cerraba.

En “Tertulia”, la sección que durante varios años apareció en Letras Libres, Guillermo Sheridan escribió su primera colaboración para la revista que abrió con el año de 1999. Allí, metafóricamente, cerró también aquel ciclo al recordar “el año horribilis que feliz y finalmente pasó a mejor vida hace unos días”. La redacción de la revista anunció así esa nueva columna: “Con ‘Fin de siglo’, Guillermo Sheridan, el mordaz autor de Los Contemporáneos ayer y El dedo de oro, vuelve a uno de sus mejores tonos: el de columnista satírico, que practicó ya en Cartas de Copilco y Frontera norte.” Él volvió a escribir y nosotros también a leer su columna mensualmente. Esa columna, que cambió de nombre varias veces (“Nuevo siglo”, “Novum Sæculum” o “Cambio de siglo”), se convirtió más tarde en “Saltapatrás”, la última de las columnas que Sheridan ha escrito para la revista impresa, aunque permanentemente nos asombra con sus colaboraciones en la versión digital de Letras Libres, bien con hallazgos literarios o con ejemplos de la barbarie política que en estos días abunda.

Mi primera colaboración para Letras Libres fue una reseña de su libro Señales debidas. ¿Por qué –me “mesaba” los cabellos–, entre las cosas que podía escribir, me habían pedido una reseña de Sheridan? Iba a ser imposible que me escondiera tras la espalda de algún compañero. Con la dificultad que me caracteriza, la titulé “Vidas y obras”. Apunté allí que su autor nos mostraba linajes, excéntricas familias y que la aguja imantada de su brújula estaba constituida por “esos raros artefactos de valoración cultural: las revistas, los diarios, la correspondencia”. No han sido otros los que yo he utilizado con más frecuencia desde entonces.

Debo decirlo: Estrella de dos puntas, el libro que escribí sobre la amistad entre Fuentes y Paz, fue también una carrera que corrí diariamente con mi maestro durante muchos años, aunque él no lo supiera. Iba yo leyendo la correspondencia entre estos escritores y al mismo tiempo tomando notas, buscando hasta por debajo de las piedras nombres, datos, señales de una vida compartida y, a la semana siguiente, Sheridan ya había escrito sobre el mismo asunto en el blog de Letras Libres. Hubo ocasiones en que lloré de rabia por el tiempo y los ojos perdidos pero, sobre todo, porque los atesoradores de revistas e historias ajenas también tenemos nuestro corazoncito vanidoso y me vi obligada a citar –otra de sus enseñanzas de fuego– lo que mi maestro había escrito y que conducía a muchos más lugares y referencias de las que yo había encontrado. Y entonces el libro creció y creció pues tuve que ir a esos lugares remotos para decir algo más. Bien sé que no habría escrito esa historia –o habría sido menos dilatada– si no fuera por el raro aliciente de una carrera entre el hombre que, sin tener idea de que estaba en una pista imaginaria a muchos kilómetros de distancia, ponía a prueba mis capacidades y a mí misma.

Hace apenas unas semanas, alguien llamó mi atención sobre una revista, Futuro, de la que había encontrado el repositorio digital, pero no podía bajar los números donde Octavio Paz había participado. Me asombré muchísimo y con la alegría de quien piensa que ha encontrado una joya intenté, infructuosamente, descargar esos archivos. Mientras lo hacía, David me dijo: “Pero Guillermo ya habló sobre esa revista, ¿no?” Un alfiler en el corazón vanidoso hubiese sido mejor. Fui a buscar y, claro, era verdad y yo lo había olvidado. Guillermo Sheridan es mi maestro. ~

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(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.


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