Rito de paso, cita fatal, el parricidio es ineludible. A la madurez se llega con las manos manchadas de sangre; se alcanza por el camino del crimen. Podemos dormir tranquilos después de eso sólo por la certeza de que nuestros hijos harán lo propio, sólo porque al hacerlo certificamos la continuidad de la tribu. La adultez es un club de malhechores: todos somos Edipo. En literatura, Thomas Mann tuvo que escribir su propio Fausto para saldar cuentas con Goethe; Nikos Kazantzakis se embarcó en una secuela de la Odisea y, a nivel simbólico, esto es lo que intenta toda vanguardia. Acta de defunción así como declaración de principios, el parricidio literario se podrá posponer pero jamás evitar. En El rey siempre está por encima del pueblo a Daniel Alarcón le llegó la hora del enfrentamiento.
Alarcón (Lima, 1977) inició su carrera con un gol de media cancha. Antes de terminar su posgrado en escritura creativa en la Universidad de Iowa, The New Yorker le publicó el cuento “City of Clowns”. Con esa carta de recomendación no le fue muy difícil publicar otros relatos que, con el tiempo, se convertirían en War by Candlelight (2005), finalista del premio pen/Hemingway Foundation. Dos años después apareció su primera novela, Lost City Radio, que consolidó su trabajo alzándose con el premio pen-usa. Ambas obras han sido traducidas al castellano, bajo el sello Alfaguara España, amén de otras lenguas. Pero ahora esta breve y contundente trayectoria abre un paréntesis con El rey siempre está por encima del pueblo, libro no menos virtuoso pero intencionalmente marginal. Consta de ocho relatos, algunos ya publicados de forma aislada en ambas lenguas, que sólo ha sido editado en su traducción al español y en nuestro país. Esto no es azaroso ni mucho menos anodino: para enfrentar al padre es necesario hacerlo en su propio código, requerimos hablar su lengua, establecer una paridad.
Un joven trabaja en una papelería donde venden postales. En una de ellas se lee: “El rey siempre está por encima del pueblo” y es la imagen de un dictador suspendido de una soga, precisamente sobre sus antiguos súbditos que lo miran oscilar desde abajo, incrédulos. Esta línea no sólo describe la fotografía de la postal en clave irónica, al mismo tiempo es el título del primer relato y de la colección. Es un acierto: todos los cuentos, a excepción de “Los miles” (y tal vez por ello no debería formar parte del libro), son un intento por derrocar una representación paterna. En ellos existe un enfrentamiento latente o explícito con una figura de autoridad, una sombra represiva y castradora que, eventualmente, deberá ser eliminada por el protagonista. Escenas de una violencia íntima y psicológica, estos relatos de Alarcón ilustran la batalla por la supremacía y la independencia, son alegatos a favor de un cambio generacional, incluso de una nueva forma de hacer literatura.
En medio de dos tradiciones artísticas distantes y poderosas, Alarcón decide no afiliarse a ninguna y finca su obra en un espacio de conflicto. Escribe en inglés pero sobre el Perú; sus cuentos abrevan de una realidad tercermundista pero sus modelos son sajones. Ahí es dable el enfrentamiento. Su bagaje histórico norteamericano se parodia en “El Presidente Lincoln ha muerto”, donde el prócer nacional es asesinado dos veces. No sólo por John Wilkes Booth, el actor que le disparara por la espalda en un teatro de Washington, sino también por el cuentista, quien, en su relectura del pasaje histórico, lo castra convirtiéndolo en homosexual, haciendo que se enamore de un joven sureño. Lidia con su mitad hispana en “El puente”, uno de los textos más logrados de la colección. Es la historia de Ramón y Matilde, un matrimonio de ciegos que trabajan en una agencia de traducción, que mueren tras un accidente automovilístico. Un camión choca contra un puente peatonal y lo destruye. Nadie sale lastimado durante el choque, pero el par de ciegos no saben que el puente que cruzan todos los días para llegar a su trabajo está derruido y, en medio
de su caminata, caen a la pista y los arrolla el tráfico. El conductor del camión, responsable indirecto de esas muertes, se llama Gregorio Rabassa, nombre altamente simbólico. Fue él quien tradujo al inglés a Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, José Lezama Lima y otros; es el artífice del boom latinoamericano en Estados Unidos. Gregory Rabassa es un puente de unión entre dos tradiciones literarias, pero Alarcón hace que su personaje, Gregorio Rabassa, lo destruya. Y sólo destruimos un puente cuando queremos sitiar al enemigo, acosarlo, matarlo de inanición.
Pero El rey siempre está por encima del pueblo no es un libro que aspire a la grandilocuencia narrativa, aunque así parezca sugerirlo mi lectura. Se imponen –sobre los ecos históricos o metaliterarios– anécdotas mínimas, privadas, profundamente entrañables. Vidas carentes de heroísmo o intrepidez que se paralizan justo antes de cortar el cordón umbilical. El primer relato es elocuente en este sentido: un joven debe volver a la solariega después de embarazar a su novia. No puede mantener a su nueva familia y para ello debe seguir haciendo el papel de hijo. El conflicto se multiplica cuando el lector descubre que el padre del protagonista tuvo un problema similar con el abuelo. Ambos intentan saldar sus cuentas con el pasado al destruir la casa familiar. El último cuento de la colección, “El vibrador contra el hombre”, se anticipa al acto parricida. Ahí un pene artificial ocupa el rol reproductivo del protagonista para dejarlo, a final de cuentas, sin la posibilidad de procrear al hijo que finalmente lo ajusticiaría. Es una buena forma de cerrar el libro, una buena manera de cuidarse las espaldas.
El rey siempre está por encima del pueblo es un paréntesis, una pausa, en la vertiginosa carrera de Alarcón. Es un libro reflexivo, complejo y tortuoso que sin duda marcará un cambio en su trayectoria. Tal vez ahora sea redundante hablar sobre el Perú o sobre esa realidad tercermundista que hasta el momento ha explorado. Tal vez es tiempo de hacerlo de otra manera. Después de esta publicación es inútil “seguir pateando un caballo muerto”, como dice el proverbio anglosajón, porque la víctima está ya fría, colgando de una soga, sobre todos sus lectores. ~
es profesor de literatura medieval y autor del libro La sonrisa de la desilusión. Administra la bibliothecascriptorumcomicorum.org, un archivo de textos sobre el humor.