Los caminos del actor. Entrevista con Gerardo Trejoluna

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Iconoclasta de la escena mexicana contemporánea, Gerardo Trejoluna ha presentado su trabajo en Bogotá, Bilbao, Chicago, Panamá, Praga, Barcelona, Nueva York y Cádiz. Ha colaborado con directores como Martín Acosta, Claudio Valdés, Miguel Ángel Rivera, Rubén Ortiz y Alberto Villarreal en montajes como Hamlet, Becket o el honor de Dios, Antígona, Autoconfesión y Tom Pain. En 2007 recibió una beca de la unesco para realizar el espectáculo Pofton ou ce qui a forgé mon âme en Senegal y Gambia.

 

¿Cómo empezaste a hacer teatro?

No fue algo que yo haya escogido conscientemente. Mi papá fue boxeador. O sea que el tipo de cultura que había en mi casa era muy física. Cuando estaba en la escuela, se me antojó tocar un instrumento y por azares de la vida terminé en un taller de teatro. Fue muy accidental, pero me encantó. Se me abrió un mundo que me marcó para siempre. Después, al salir de la preparatoria, fui invitado a hacer una gira por el norte de la república y a participar en otros trabajos. Al poco tiempo me fui a estudiar actuación a la Universidad Veracruzana, en un programa que dirigía Abraham Oceransky. Él estaba empezando un nuevo proyecto en la Universidad. Sin embargo, no aguantó mucho tiempo ahí y se salió. Un grupo de gente decidimos seguirlo. Conseguimos una casa, tiramos muros, le construimos un escenario, salones. Todos invertimos, sabiendo que íbamos a tomar clases con Abraham. Con él hice dos trabajos muy entrañables: Cuentos de niebla, que era una adaptación de Rashomón, y Guchachi, basado en El dibuk de Shlomo Anski. La puesta trasladaba todo ese mundo alucinante a México, al Istmo. Fue un trabajo muy exitoso, que hizo varias giras. Oceransky tenía una teatralidad muy estilizada, muy propia, que ejercía con mucha libertad. Él fue quien me inició en el teatro.

 

¿Después viniste a la ciudad de México?

Sí, buscando otras perspectivas. El rompimiento con Abraham, como con todo buen gurú, fue muy intenso. Y el horizonte más distante que encontré fue Héctor Mendoza. Él fue muy generoso y paciente conmigo. Me enseñó otros mundos actorales, menos místicos, más sicológicos. Y después entré al Taller del Sótano, que era la propuesta estética que a mí me interesaba. Ahí veían al actor como el elemento central de la creación teatral. Estuve en Jardín de pulpos, que dirigió Arístides Vargas, un director argentino que desde hace mucho trabaja en Ecuador con la compañía Malayerba. Fue una época de muchísima intensidad. Pocas veces he vuelto a trabajar así. Entrenábamos todo el día: desde la mañana hasta la noche. Con decirte que en ese entonces vino Eugenio Barba con Kaosmos y dio un taller. Y yo, sin un cinco en la bolsa, no sé cómo conseguí el dinero y me inscribí. Al tercer día me levanté pegando de gritos, diciendo que no era posible que se trabajara de esa manera, que no había ninguna disciplina. Me fui furioso, reclamándole a Barba que eso no era lo que yo leía en sus libros.

 

Becket o el honor de Dios también fue un trabajo de gran intensidad actoral.

Claudio Valdés quería trabajar muy a fondo, exhaustivamente, el mundo sugerido por Anouilh. Pretendía que todo el peso de la escenificación recayera sobre la actoralidad. Y eso era exactamente lo que yo estaba buscando. Él estaba muy abierto a lo que proponíamos. Discutíamos todo con mucha pasión.

 

¿Cómo fue que hiciste Autoconfesión?

Rubén Ortiz me invitó a trabajar para desarrollar material sin la presión de un estreno o de un contexto específico. Fue un proceso creativo muy abierto en el cual fui construyendo una serie de partituras de movimiento, refiriéndome a ciertos momentos de mi vida. Yo quería hacer un solo. Estaba muy interesado en las ideas de Gabrielle Roth, una coreógrafa y compositora americana. Su libro Mapas del éxtasis me había impresionado muchísimo, sobre todo su concepto tan liberador del movimiento. Iba muy avanzado cuando entendí que necesitaba un elemento que unificara las acciones. Y entonces incorporamos el texto de Peter Handke, que le dio nombre al espectáculo. Todos los parlamentos de Autoconfesión comienzan con la palabra yo. Fue perfecto porque me daba un sentido rítmico que acompañaba lo que había hecho sin querer contar una historia. Hice la pieza para mostrarla al final de mis talleres, pero Luis Mario Moncada la vio y me pidió que hiciera una temporada en La Gruta. De ahí vinieron las invitaciones a varios festivales.

 

Fue una obra que giró mucho. Y donde hubo una postura estética, pero también política. Me refiero a ser un actor que produce, construye, sin esperar a que lo llamen.

Me ha costado mucho trabajo encontrar gente con quien hacer teatro y sentir afinidad, entonces lo mejor ha sido no esperar. Creo que muchos actores padecen de un paternalismo muy fuerte. Yo me pregunto ¿a qué aspira un actor de teatro en nuestro país? ¿A trabajar con los directores del momento?, ¿a dar funciones en El Galeón?, ¿a pertenecer a la Compañía Nacional? Es una perspectiva muy mediocre. Si trabajas bien, lo logras en poco tiempo. Mi búsqueda como actor es otra.

 

En algunos de tus espectáculos recientes veo que hay una búsqueda transdisciplinaria.

El encuentro con Alain Kerriou fue muy importante. Lo conocí cuando Jessica Sandoval me invitó a dirigir Impresiones en el ánimo, un espectáculo con cinco actrices-bailarinas. A mí el asunto de las proyecciones en el teatro nunca me había interesado. Sin embargo, como lo trabaja Alain, en vivo, es otra cosa. Impresiones en el ánimo fue una victoria para mí porque fuimos programados en la Sala Miguel Covarrubias, un teatro emblemático de la danza, y en el Teatro Julio Castillo, un espacio emblemático del teatro. En ambos casos tuvimos una muy buena respuesta del público.

 

¿Crees que las instituciones tienden a excluir expresiones que no se someten a las clasificaciones convencionales?

Totalmente. Aunque hay excepciones. Me entusiasma que ahora Juan Meliá esté en la Coordinación de Teatro del inba. Él organizaba un festival de arte contemporáneo en León, donde la mayoría de los espectáculos eran transdisciplinarios. Es una persona que entiende el escenario de otra forma. Y eso abre posibilidades. Habrá que ver.

 

¿Necesitamos ampliar nuestro concepto del arte escénico?

Sí, eso es fundamental, pero también depende de los artistas. Nos corresponde a nosotros arriesgar con un discurso escénico propio que explore nuevas formas. Y eso ocurre con poca frecuencia. ¿Cuántos proyectos entran al Fonca pensando en complacer a la institución, a los jurados, sólo para conseguir el recurso? ¿Cuántos proyectos se generan sin sustento creativo, sin que provengan de una necesidad real?

 

El próximo año, con los festejos del Bicentenario, va a estar plagado de eso.

Los homenajes sirven para captar presupuestos.

 

Háblanos de Tempestad.

Es el siguiente proyecto en el que estoy trabajando. Vamos a partir del texto de Shakespeare. La dirección artística va a estar a cargo de Natsu Nakajima, una coreógrafa japonesa de danza butoh, discípula de Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata. Es una de las máximas exponentes de la danza en Japón. El reparto va a estar integrado por Clarissa Malheiros, Jessica y yo.

 

Constantemente te obligas a empezar de nuevo.

A mí me parece que lo importante en el teatro es el evento, el suceso. No trabajo con reglas. Como decía Julio Castillo, hay que probar de todo. Para mí la semilla de los proyectos es lo que se quiere hablar, el mundo en el que quieres meter al espectador. Todo viene a partir de eso. ~

 

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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