Todo pintor –como todo artista– siente la necesidad de legar una imagen de sí mismo. La imagen de sí mismo que nos heredó Leonardo es la de un anciano adusto y melancólico, dibujada sobre papel sepia. Sus cabellos y sus barbas luengas cubren prácticamente toda la superficie del papel enmohecido que se encuentra bajo resguardo en la Biblioteca Real de Turín. Su mirada penetrante parece oscurecida por la sombra marrón de unas cataratas, y su boca cerrada y su nariz, ligeramente curvada hacia abajo, constituyen apenas un obstáculo para una mente que lo abarcó todo; o al menos eso puede decirse de la capacidad intelectual y creativa de Leonardo en relación con los parámetros de su tiempo. La percepción intimista del Autorretrato (1512) se distingue de la mayoría de la obra de dimensión mural y de caballete de Leonardo precisamente por eso –por la inmediatez con la que se nos ofrece y nos habla desde un más allá que se encuentra, paradójicamente, más acá de nosotros.
El libro más reciente de Jorge Juanes, Leonardo da Vinci / Pintura y sabiduría hermética, no nace propiamente de una interrogación a la imagen de Leonardo que ofrece el Autorretrato sino de la interrogación, integral y sucinta, a la obra completa de Da Vinci. En cierto sentido, el Autorretrato está al principio y al final del libro, y esta presencia empieza por manifestarse bajo la forma de una serie de preguntas. “Quienes se han acercado al vasto mundo de Leonardo se han sentido rebasados”, escribe Juanes con su estilo enérgico y directo. “¿Qué buscaba? ¿En qué creía? ¿Cuál es su relación con el cristianismo y con las sabidurías arcanas? ¿Por qué pintó tan poco? Y ¿su sexualidad? Y ¿sus pasiones? Y ¿su relación con los hombres de poder? Lo cierto es que ningún interesado en el arte puede soslayar sus ideas estéticas y sus aportaciones plástico-constructivas.” Esta serie de preguntas, y la promesa de encontrarles una respuesta, son incentivo suficiente para que los interesados en la biografía de Leonardo le hinquen el diente al libro de Juanes. Pero la oración que sobreviene después nos advierte de que este volumen, por su extensión misma, no tiene el propósito de responder satisfactoriamente a esas preguntas sino de comentar las aportaciones de Leonardo a la teoría y práctica del arte moderno.
Pese a la dificultad que supone escribir sobre Leonardo, el libro de Juanes dista de ser un lugar común de la crítica empecinada en abordar los lugares comunes de la historia del arte. Quitando la paja que supone el esfuerzo, los grandes temas de este libro serían: el hermetismo en la pintura de Leonardo, pero sobre todo la poderosa influencia de un cristianismo heterodoxo en sus soluciones pictóricas; la sexualidad y, en especial, la androginia de algunos de sus personajes más señalados; y la discusión propiamente dicha sobre las obras en sí. Estos apartados, lejos de perfilarse de manera autónoma a lo largo del ensayo, se superponen y contaminan, permitiendo, por ejemplo, que el tema de la androginia conviva con el saber hermético del que participaban las tendencias de su pensamiento. Me hubiera gustado que Juanes se demorara todavía más en hablar de estos dos tópicos: la forma en que la sexualidad transa no solamente con la idea sino con la índole espiritual y calculada de los cuadros de Leonardo, porque, como lo sugiere Juanes al principio de su exposición, si bien algunos de los personajes más señeros del imaginario leonardesco son andróginos, Leonardo estaba muy lejos de ser un pintor asexuado. Pero no hay duda de que las discusiones en torno a La Virgen de las rocas, San Juan Bautista, La Gioconda y La última cena son tonificantes en un contexto crítico como el nuestro, tan dado a un provincianismo grandilocuente.
Juanes privilegia el grano por encima de la elocuencia. Es poco diletante y deja fuera del ámbito de su discusión cuadros que hubieran exigido un mayor despliegue de dramatismo retórico, como el San Jerónimo (c. 1480) que se encuentra en la colección de los Museos Vaticanos. Pero donde Juanes se distingue es en la discusión de orden teológico y estético. Su conocimiento de la Biblia, en primer lugar, y del esoterismo y su relación con las manifestaciones del arte y la filosofía del Renacimiento lo llevan a deslindar responsabilidades y establecer un parentesco entre san Juan, que aparece en el óleo homónimo de 1508-1513, y la deidad pagana representada por Baco. El san Juan de Leonardo parece un iniciado en los rituales del placer más que en los misterios del ascetismo cristiano. No obstante, es un hecho que Leonardo estaba combinando y percibiendo la relación entre ambas esferas del conocimiento con el objetivo de crear una sola transparencia. La cabellera rizada y abundante de san Juan, la forma en que nos mira y la coquetería de su sonrisa conforman un módulo expresivo que se contrasta y complementa por “el gesto de su mano derecha alzada, con el índice apuntando a las alturas, [tanto] como [por] la posición de la mano izquierda apoyada sobre su pecho al tiempo que apunta al fondo oscuro tras su espalda en el que va a manifestarse, en cualquier momento, el que vendrá tras él, o sea, el Esperado”.
Con el tiempo, Juanes ha ido afinando el instrumento de su crítica. No me refiero a las cualidades de su prosa sino a su pensamiento, puesto que Juanes no es un escritor que se diferencie de los demás por la manera en la que escribe sino por la velocidad con la que agrupa y distribuye sus ideas. La concisión es el factor más sobresaliente de su estilo. Juanes sería entonces un crítico de la inmediatez, un crítico del “aquí y el ahora” en materia de arte pese a que sus temas de reflexión sean la pintura de Leonardo o los desplantes conceptuales de Andy Warhol. El que podría ser el mayor de sus defectos, la gestualidad de su prosa, se convierte en la mayor de sus virtudes –Juanes se dirige al grano y se constriñe a los hechos visuales ahí donde otros se confunden y construye, por así decir, laberintos sobre la transparencia de las obras que analiza. Laberintos “técnicos” porque pocos críticos como Juanes conocen lo que él mismo denomina “cocina pictórica” –esto es, cómo se hacen las cosas y la importancia que en pintura ha tenido el secreto del hacer en su relación estricta con la diseminación del sentido. ~