En 1883 Guy de Maupassant publica Una vida, una novela que muchos críticos de la época, entre los que profesaban el naturalismo y también los que se le oponían tenazmente, consideraron una obra importante. Incluso no faltaron quienes vieron en esta terrible historia de desilusión y crueldad, el relato opuesto, la metáfora antagónica de Madame Bovary. De hecho Flaubert no fue ajeno a la cristalización de esta obra. Maupassant necesitó en todo momento de su apoyo mientras la escribía. La lectura de Una vida, entre otras sustanciales enseñanzas, nos indica una pulsión semejante entre los dos autores: un olímpico desafecto por la política, el mismo que muestra Maupassant por la realidad política francesa en su novela, toda vez que ésta abarca un período que va desde la Restauración hasta la revolución de 1848 y de ello no hay el más mínimo indicio. Esa militancia en la no militancia política y social une a ambos escritores, de la misma forma que los une el fervor innegociable por el arte absoluto. (Sobre esta interesante cuestión recomiendo un artículo de Edmund Wilson, “Las ideas políticas de Flaubert”, Obra selecta, Lumen, 2008.) Esto es lo que le puede venir a la cabeza a quien vaya a leer Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert, dos trabajos de Guy de Maupassant publicados respectivamente en 1884 y 1890, éste último tres años antes de su muerte. Podría también venirle al lector una reflexión parecida, si la relacionara con la lectura de El Horla, esa enigmática historia (donde, por cierto, la primera persona tanto nos recuerda al mecanismo del monólogo interior, tal vez mucho más que el que Joyce se siente obligado a agradecer al autor de Los laureles cortados, el francés Eduard Dujardin) donde el narrador (claro alter ego del mismo autor) expresa una muy flaubertiana repugnancia por las masas, en una escena donde los parisinos expresan la puntual e ineludible algarabía patriótica del 14 de julio. Aunque se llevaban treinta años de diferencia cuando se conocen, en 1870, los dos maestros de la literatura francesa se intercambian un reverencial respeto. Flaubert, que nunca confundió el afecto sincero hacia su pupilo con el irritante paternalismo de los que se sienten inalcanzables, sintió que Maupassant era un gran escritor cuando leyó el relato “Bola de Sebo”, unos años más tarde. Maupassant, por su parte, ya llevaba tiempo entregado a su magisterio.
La editorial Periférica reúne estos dos trabajos de Maupassant bajo el título extraído de la primera frase del que escribió en 1890: “Todo lo que quería decir sobre Gustavo Flaubert”. Consideró Maupassant que como hombre de letras ya lo había dicho todo sobre Flaubert en el trabajo anterior, el de 1884. Y efectivamente. Si exceptuamos las consideraciones de Marcel Proust sobre el uso del pretérito imperfecto y su decisiva influencia en la sensación de tiempo continuo en Madame Bovary, podríamos afirmar sin riesgo de equívoco que todo sobre el estilo, la concepción de la forma, la fundamental idea de la frase como dispositivo angular de la novela (con mayúscula), todo ello lo dice Maupassant por primera vez en este primer trabajo de 1884. Maupassant destripa la poética de Flaubert. La desmenuza pieza por pieza. Redefine el concepto de realismo y lo sustituye por el de intuición de la realidad. Tal vez porque ve en el realismo una vinculación demasiado molesta y contaminante con un cierto denostado naturalismo. Nos hace que nos interesemos por la vaguedad de su idea de lo que es ser artista, muy diferente de ser simplemente novelista, y aunque necesita desmerecer un poco al gran Balzac, nos convence cuando equipara la condición de genuina artisticidad con la titánica responsabilidad de Flaubert ante la palabra, la autoexigencia enfermiza ante la inconcreción sintáctica, mucho más lesiva que la inconcreción de significación. Maupassant hace un repaso rápido pero preciso de las grandes novelas de Flaubert. Nos persuade de la importancia del método flaubertiano. Sabe distinguir entre impersonalismo e impasividad narrativa, un matiz que acerca más todavía al maestro normando a la escuela de la mirada que tanto auge alcanzó en los años sesenta del siglo pasado. Las cartas de Flaubert a su amiga Colet hubieran servido para hacernos una idea de su filosofía de la composición. Pero los comentarios de Maupassant nos corroboran esa filosofía. Y nos dicen que era viable no sólo como instancia individual sino también como tendencia hegemónica en el conjunto de las poéticas decimonónicas. Maupassant, se ve claramente en estos trabajos (sobre todo el de 1884), abre brecha analítica. Nos allana el camino hacia los trabajos de Maurice Nadeau, los de Vladimir Nabokov, La orgía perpetua, de Mario Vargas Llosa. En este último hay unos párrafos dedicados al comentario de los comicios agrícolas en Madame Bovary. Precisamente este capítulo lo comenta Maupassant, porque era uno de los que se le sugirió a Flaubert que suprimiera del original con vistas a su publicación, hecho que lo deprimió enormemente. El autor de La ciudad y los perros vio en aquel mayúsculo cuadro social, en aquel diseño de la vida de provincias el genio de la representación, la mano maestra para conjugar lo colectivo y lo individual. Tal era lo que los “entendidos” de la época consideraron, según explica Maupassant, materia inerte e innecesaria.
El segundo trabajo, el de 1890, es de carácter más doméstico, pero no por eso menos importante. Aquí Maupassant nos ayuda a descubrir a Flaubert en pantuflas, casi literalmente. La descripción de las tardes literarias de los domingos en casa del maestro, el goteo de los amigos, la efervescencia intelectual, el intercambio de erudiciones, todo ello mezclado con el sofoco de Zola luego de subir los cinco pisos hasta el apartamento del anfitrión no tiene desperdicio. Los lectores celebrarán la publicación de este libro. La voz y el pensamiento de Maupassant nos llegan nítidos. Y también el testimonio de dos sensibilidades artísticas de primer orden. ~