1983 pasó hace mucho tiempo

Lo que el auge de Milei ha revelado es que muchas personas consideran en gran medida irrelevante el retorno de la democracia. En una Argentina sumida en la inflación y la pobreza parece que no quedan muchas huellas de las luchas por la libertad ocurridas hace cuatro décadas.
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La democracia se restauró en Argentina cuando, desacreditada por la derrota del país en la guerra de las Malvinas y considerada cada vez más ilegítima incluso por aquellos sectores de la sociedad argentina que habían apoyado tácita o explícitamente su toma del poder en 1976, y que durante ocho años consintieron su sanguinario gobierno, la dictadura militar se derrumbó a todos los efectos en la segunda mitad de 1982. Y a diferencia de Chile –donde el referéndum sobre la continuación del gobierno militar que condujo a la destitución de Pinochet demostró que seguía contando con un apoyo considerable– en Argentina la retirada de lo que, en términos gramscianos, podría denominarse el consentimiento del pueblo argentino a la dictadura militar significó que, cuando se celebraron las elecciones presidenciales el 30 de octubre de 1983, no había ningún candidato “promilitar” con posibilidades de victoria. En cambio, los dos principales contendientes procedían de las principales formaciones políticas de la Argentina anterior al golpe: Raúl Alfonsín, del Partido Radical, que, desafiando el consenso preelectoral, resultó vencedor, y el candidato peronista, Ítalo Luder.

Insistir en eso no implica en absoluto que, en la primera década tras la restauración del régimen democrático, la política y la sociedad argentinas no estuvieran dominadas por la cuestión de cómo hacer frente a los horrores de la dictadura y llevar ante la justicia a los responsables de la orgía de asesinatos en masa, violaciones y secuestros sistemáticos de hijos de presos que había sido su horrible legado. Por desgracia, el eslogan “Nunca más”, acuñado por los prisioneros de la liberada Buchenwald en 1945 como una exigencia para que no se permitiera que la Shoah volviera a repetirse, pronto demostró significar poco o nada en Europa, África o Asia, pero en Argentina (y en Chile y Uruguay) “Nunca más” era cualquier cosa menos una exigencia utópica. Si bien no lo parecería al ver una película excesivamente elogiada e interpretativamente muy cuestionable como Argentina, 1985, en la que es una figura prácticamente ausente, el gran logro de Alfonsín –en una época en la que, a diferencia de hoy, la posibilidad de que los militares volvieran a salir de sus cuarteles para dar otro golpe de Estado constituía una amenaza muy real– fue hacer realidad la justicia para las víctimas y la rendición de cuentas para sus torturadores, aunque los gobiernos posteriores adoptaran enfoques diferentes al suyo sobre quién podía ser castigado y en qué medida.

Pero a partir de la década de 1990, con la presidencia de Carlos Menem, que de algún modo consiguió combinar peronismo y neoliberalismo (puedes decir lo que quieras del peronismo, pero está claro que es proteico), la vuelta a la democracia empezó a parecer cada vez menos la piedra de toque de lo que ocurría en la política y la sociedad argentinas. En parte, eso se debió a que, a diferencia de Chile, la dictadura militar en Argentina no transformó la economía de su país, sino que simplemente volvió a la norma en Argentina cada vez que los peronistas no estaban en el poder, que era favorecer los intereses de la élite empresarial rural e industrial. También se debió –y en esto lo que sucedió fue un reflejo de lo que ocurrió en el Chile pos-Pinochet– a que Alfonsín consiguió eliminar definitivamente a los militares de la escena política. Al economista Carlos Melconian –que seguramente será ministro de Economía en el caso, cada vez menos probable, de que Patricia Bullrich, la candidata del partido de oposición de centro derecha Juntos por el Cambio, gane las próximas elecciones argentinas– le gusta subrayar esta transformación señalando que cuando él era joven la mayoría de los argentinos conocían los nombres de muchos generales, mientras que hoy la mayoría de los jóvenes argentinos no tienen idea ni siquiera del nombre del jefe de las fuerzas armadas.

Lo que describe Melconian, que nació en 1956, es principalmente un cambio generacional. Los que vivieron la dictadura, incluso los que no la sufrieron directamente, perdieron seres queridos, o ellos mismos o sus allegados tuvieron que exiliarse (al igual que, como mínimo, hicieron cientos de miles de argentinos entre 1976 y 1983), nunca podrán, por así decirlo, dejarla atrás. Ni deberíamos esperar que lo hicieran. De manera más cuestionable, en la izquierda del peronismo, que muchos argentinos, para bien o para mal, consideran la posición por defecto de su política nacional, la memoria de la dictadura se ha convertido en un arma hasta tal punto que los museos y monumentos conmemorativos de los campos de tortura y otros lugares donde los militares cometieron sus crímenes han sido capturados ideológicamente por una visión que pertenece a la izquierda radical –en términos argentinos, montonera–. El contraste con instituciones equivalentes en Chile, que son modelos de cuidadosa modestia moral y política, no podría ser más marcado. Para la izquierda argentina actual, que en su día no fue totalmente peronista pero que ahora pertenece mayoritariamente al peronismo de izquierdas de Cristina Fernández de Kirchner, cualquier retorno del centro derecha se presenta, al menos en los términos metafóricos que son cada vez más habituales en la izquierda de Europa Occidental y América Latina, como la llegada de una nueva iteración de la dictadura.

Pero lo que tiene sentido para un militante de edad avanzada que lee periódicos peronistas y revistas en línea como Página/12 o El Cohete a la Luna tiene cada vez menos sentido para los jóvenes, en particular para varones jóvenes y pobres de las barriadas urbanas de Argentina que los peronistas suponían que formaban parte de su base electoral fiable, pero muchos de los cuales, en las elecciones primarias recientemente celebradas, votaron en su lugar al anarco-neoliberal de extrema derecha Javier Milei. Hace un año, la mayoría de los observadores políticos argentinos descartaban de plano a Milei; hoy, tiene muchas posibilidades de ser elegido directamente cuando se celebre la primera vuelta de las elecciones presidenciales el 22 de octubre y, aunque flaquee un poco, todavía puede imponerse si, como parece probable, hay una segunda vuelta el 19 de noviembre entre Milei y el candidato peronista, Sergio Massa. Lo que el auge de Milei ha revelado es que muchos de los jóvenes consideran en gran medida irrelevante el retorno de la democracia en 1983. En una Argentina que este año tendrá una tasa de inflación anualizada de al menos el 115%, en la que más de la mitad de la población y más del 60% de los niños viven en la pobreza, y en la que la economía informal es ahora mayor que la formal, 1983 parece haber pasado hace mucho tiempo. Y así debe ser, porque, bueno, es cierto.

Por decirlo claramente, entender el significado del cuarenta aniversario del retorno de la democracia a la Argentina en 1983 significa entender lo poco importante que es ese aniversario para la Argentina de 2023 y más allá: la Argentina que –y lo digo como miembro de su generación, es decir, de la que ahora se despide actuarialmente– esos lectores de Página/12 no vivirán para ver mucho, pero en la que esos jóvenes votantes de Milei están destinados a construir sus vidas. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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