Hay un momento, pasados treinta minutos del comienzo de El intercambio (título español algo chapucero respecto al original Changeling), en que el espectador puede sentir el miedo de que la historia vaya a ser una saga familiar de buenos sentimientos amenazados. Yo lo sentí, y el peligro no acaba de disiparse del todo en la primera mitad de esta larga película cuyo personaje central (Angelina Jolie) se comporta en todo momento como santa, virgen y mártir. Pero la inconsútil sabiduría narrativa de Clint Eastwood oculta las costuras humanitarias y santurronas del guión de J. Michael Straczynski (que le fue ofrecido al director como un encargo), desarrollando el relato, en una gradación dramática que cautiva y mantiene en vilo, hacia un terreno más turbio, menos maniqueo y desde luego muy propio de su autor: el del mal y la infancia dañada por las maquinaciones y oscuros apetitos de los adultos. Y de ese modo, Changeling (¿por qué no haberla titulado, más adecuadamente, “El niño robado”?), sin alcanzar el rango magistral de Mystic River, logra sortear ése y otros convencionalismos (incluso la tardía llegada del court-room drama, aquí ingeniosamente alternado) para convertirse en una de las obras de sabor clásico más potentes de la reciente hornada hollywoodense.
Todo lo contrario de lo que lleva a cabo Gus Van Sant en Mi nombre es Harvey Milk. Realizada también a solicitud de unos productores y sobre un guión ajeno, el director de ‘Elephant’ trata de superar lo trillado de su base escrita con un alarde de figuras de estilo pintureras, cansinas y a la postre inútiles. Milk (ése es su título original) nunca pasa de ser un panfleto hagiográfico en favor de la causa gay, muy oportuno en esta fase de retroceso civil en los Estados Unidos (y en concreto en California, donde sucede la mayor parte de la acción), pero no por ello menos cargante, como lo son todas las obras de ficción que aspiran a la condición denunciante o edificante.
Milk dice mucho además de las limitaciones, requerimientos y gustos preponderantes en Hollywood, ya que no debe olvidarse que esta película, al contrario que otras de Gus Van Sant, está producida por la Universal, se sitúa en el mainstream industrial y ha sido desde la receta inicial cocinada como carne de oscar, gane al final las estatuillas o no. Como Philadelphia hace más de quince años años (una película comprensiva sobre el sida, premiada con dos óscars y dirigida curiosamente por otro a veces outsider, Jonathan Demme, de mayor aunque intermitente talento que Van Sant), Milk presenta irreprochablemente la causa gay con los tópicos dramáticos más trillados. Por un lado, Harvey es un santo laico, y como todos los santos con algo turbio en su pasado –el armario donde se metía él y metía a sus amantes– que quiere rectificar y purgar; a su alrededor pululan demonios, ángeles y diversas potestades municipales, no faltando tampoco las tentaciones, en este caso encarnadas en un gigoló mexicano en paro y en constante paroxismo, del que el excelente Diego Luna trata, en vano, de sacarle para convertirlo en algo más sostenible, interpretativamente hablando.
Por otro, y es lo más decepcionante de la película, su molde se ajusta al de uno de los subgéneros más amados por la industria del cine americano, el de los seres con tara. Habitualmente, las taras son físicas o mentales: El hombre de la lluvia, Mask, Mi pie izquierdo, Forrest Gump, por citar sólo ejemplos recientes y multipremiados. En este caso, por mucho que Van Sant sea un cineasta declaradamente gay y sus intenciones honestas, la impresión general que se desprende es la de reclamación sanitaria para un colectivo que –por razones ajenas a su voluntad, eso al menos queda claro– está en cuarentena.
Van Sant ejerce y se jacta de su doble militancia fílmica, que le permite un día hacer el remake de Psicosis y otro la lóbrega y casi amateur Gerry (mi preferida entre las suyas); en ambas instancias lo considero un director perspicaz, mediocre, muy a la moda, y por ello mismo absurdamente sobrevalorado. Las pruebas de su pobreza formal, revestida siempre de oropeles, no faltan en Milk; menciono tres. Cuando los personajes son pop, en los años sesenta, el director también lo quiere ser, intercalando carteles, imágenes documentales y grafiti, un truco de primero de escuela de cine. De suspenso en cualquier examen de dirección es la horrorosa secuencia de las llamadas telefónicas en pantalla múltiple. Y pura y llanamente cursi es esa conexión operística traída por los pelos que le permite a Van Sant filmar el lento adiós a la vida de Harvey Milk frente al teatro donde se representa Tosca. ¿Hay acaso una salvación en el más allá de Puccini? ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).