La Revolución de Cuba, como todas las epopeyas latinoamericanas, creó un panteón heroico conformado, primordialmente, por caudillos militares: Fidel Castro, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos, Raúl Castro, Juan Almeida… Algunos comandantes que se opusieron a la deriva comunista, a partir de 1959, como Huber Matos, Humberto Sorí Marín, Rolando Cubela, Eloy Gutiérrez Menoyo, Jesús Carrera o William Morgan, fueron ejecutados o encarcelados y automáticamente expulsados de aquel panteón. Otras figuras públicas del naciente socialismo, como Carlos Franqui, director del primer periódico oficial, y Guillermo Cabrera Infante, líder de la corriente intelectual más vanguardista y heterodoxa del país, se exiliaron a fines de los sesenta y alcanzaron un importante reconocimiento fuera de la isla.
Hubo, sin embargo, un grupo de políticos civiles de la primera etapa de la Revolución que fue marginado del poder y que, en la mayoría de los casos, tampoco logró sostenidas posiciones dentro del exilio cubano. Esos líderes representaban el eslabón perdido de la Revolución: no pertenecían a la jerarquía militar de la Sierra Maestra y el Escambray, ni a la cúpula de la clandestinidad urbana ni a la nomenklatura del viejo comunismo, cuatro ramas que acapararían las principales carteras de gobierno a partir de 1960. Ese eslabón perdido era el que comunicaba a la Cuba republicana (1902-1959) con la Cuba socialista (1961-2009) y su ausencia en la memoria colectiva de los cubanos garantiza el mito de la regeneración nacional.
Provenientes, casi todos, de la clase política republicana o de la sociedad civil prerrevolucionaria, ellos personifican la Revolución que triunfó en enero de 1959 y no la que comenzó a institucionalizarse a partir del año siguiente. Todos, sin excepción, se opusieron a la dictadura de Fulgencio Batista, por métodos electorales y pacíficos, entre 1952 y 1956 y, a partir de este año, a través del respaldo a la lucha armada que encabezaban, en la Sierra Maestra, el Escambray y las principales ciudades de la isla, el Movimiento 26 de Julio y el Directorio Estudiantil Revolucionario. El apoyo de aquellos políticos a la Revolución fue altamente valorado por Fidel Castro, entre 1957 y 1958, ya que otorgaba legitimidad a su movimiento y le ayudaba a ganarse la simpatía de las élites económicas y políticas del país.
La historiografía oficial cubana, generalmente subordinada a un marxismo ortodoxo o a un nacionalismo estrecho, ha descalificado a esos revolucionarios como “burgueses”, “moderados” o “traidores”. Sin embargo, un ejercicio biográfico elemental nos persuade de que aquellos líderes pertenecían a las mismas clases medias de los jefes militares y sostenían las mismas ideas de la izquierda democrática y nacionalista cubana que predominaban en la dirección del 26 de Julio y el Directorio. Ni el marxismo ni el nacionalismo de la historia oficial han logrado ofrecer argumentos consistentes para justificar la eliminación de aquellos políticos de la historia revolucionaria y la ubicación de los mismos en un tenebroso catálogo de “enemigos de Cuba”.
El primero de aquellos revolucionarios olvidados, que debería contar con una semblanza biográfica accesible al público de la isla, es el abogado villareño Manuel Urrutia Lleó. Siendo juez en la ciudad de Santiago de Cuba, Urrutia se opuso a que los asaltantes del cuartel Moncada, en julio de 1953, y los revolucionarios encarcelados tras la represión del levantamiento del 30 de noviembre de 1956, en esa ciudad, fueran condenados como “terroristas”. Urrutia sostenía que a los revolucionarios asistía el derecho a la resistencia violenta, debido a que la dictadura de Batista, al violar la Constitución de 1940 por medio de un régimen de facto, creaba las condiciones jurídicas para la oposición armada.
Urrutia fue designado como presidente provisional de la Cuba revolucionaria en los primeros días de enero de 1959 y encabezó el gobierno de la isla hasta mediados de julio de ese año. Durante siete meses, este abogado defendió una política basada en la reforma agraria, la alfabetización, la recuperación de bienes malversados por la corrupción administrativa y el reajuste soberano de las relaciones con Estados Unidos a partir del control estatal de algunos recursos estratégicos. Pero Urrutia sostuvo ese programa de gobierno, el mismo que había sido plasmado en los documentos básicos de la insurrección contra Batista, junto con un claro posicionamiento frente el comunismo. Su denuncia de la creciente incorporación de comunistas al gobierno revolucionario provocó la ira de Castro, quien lo obligó a renunciar en julio de 1959.
Otro político importante de la primera revolución cubana fue el también abogado José Miró Cardona. Luego de defender la oposición pacífica, Miró comenzó a respaldar al Movimiento 26 de Julio y a su jefatura militar en la Sierra, a través de una alianza de asociaciones cívicas. Tras solicitar la renuncia de Batista, en oposición a las elecciones de 1958, Miró se asiló en la embajada de Uruguay y, desde el exilio, encabezó el Frente Cívico Revolucionario Democrático, una coalición de organizaciones antibatistianas que impulsó la caída del régimen. En enero de 1959 Miró ocupó el cargo de primer ministro del gobierno revolucionario hasta que diferencias con el presidente Urrutia lo llevaron a la renuncia en febrero, cediendo su posición a Fidel Castro.
El primer canciller de la Revolución cubana no fue el intelectual marxista Raúl Roa, como generalmente se piensa, sino el destacado sociólogo y filósofo cubano Roberto Agramonte. Figura prominente del Partido Ortodoxo, la organización a la que perteneció Fidel Castro antes de la Revolución, Agramonte era el candidato con mayores posibilidades de triunfo en las elecciones presidenciales de 1952. El golpe de Estado de Batista, en marzo de ese año, impidió la llegada de Agramonte a la presidencia y el líder opositor, como las principales figuras de su partido, respaldó el levantamiento armado contra Batista. En enero de 1959, Agramonte fue nombrado ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, cargo que desempeñó hasta junio de ese año. Durante seis meses el canciller defendió una diplomacia nacionalista y democrática, similar a la que caracterizaba a las izquierdas no comunistas de la región.
Otro líder importante del partido ortodoxo, Raúl Chibás, hermano de la principal figura de la oposición al gobierno de Carlos Prío Socarrás (1948-1952), respaldó la insurrección antibatistiana desde 1957. En el verano de ese año Chibás, junto al economista Felipe Pazos, firmó con Castro un manifiesto desde la Sierra Maestra en el que proclamaba la vocación democrática de la Revolución y anunciaba la realización de elecciones luego del triunfo. Las elecciones nunca se celebraron y Chibás, quien había declinado la oferta de ocupar el Ministerio de Hacienda del primer gabinete revolucionario, al igual que Pazos, primer presidente del Banco Nacional de Cuba, desplazado por el Che Guevara, se alejó de Fidel Castro.
En la primavera de 1960 la mayoría de los miembros del primer gabinete revolucionario –Urrutia, Miró, Agramonte, Pazos y otros políticos destacados de la oposición a Batista, como el ingeniero Manuel Ray, el economista Rufo López Fresquet y los líderes del “llano” Faustino Pérez y Enrique Oltuski– estaba fuera del gobierno. Los jefes de la política económica, ideológica e internacional del régimen eran viejos o nuevos marxistas (Fidel y Raúl Castro, Ernesto Guevara, Carlos Rafael Rodríguez, Aníbal Escalante, Lionel Soto, Raúl Roa…), resueltos a establecer una alianza con la Unión Soviética y a crear un régimen de partido único y economía de Estado. En el verano de ese año los líderes de aquella democracia nacionalista comenzaron a exiliarse y a conspirar contra el naciente comunismo cubano.
Los dos únicos de aquellos políticos que lograron posiciones importantes dentro del liderazgo de la oposición fueron Miró Cardona y Ray. Los otros, empezando por el ex presidente Urrutia y terminando por la ex ministra de Bienestar Social Elena Mederos o por el dirigente sindical David Salvador, pasaron el resto de sus vidas en la cárcel y el exilio, donde murieron, despreciados por el gobierno de Fidel Castro y olvidados y calumniados por la historia oficial de la isla. Las revoluciones, decía Raymond Aron, se “nutren de la ignorancia del porvenir”. Nada más cierto: el futuro de Cuba comienza a vislumbrarse como un tiempo de memoria y reconciliación en el que los actores del pasado, excluidos y satanizados por el poder, reviven en la historiografía crítica que se escribe desde la isla o desde la diáspora. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.