En el referendo celebrado el pasado 28 de septiembre, los ecuatorianos aprobaron con abrumadora mayoría (64%) la Constitución impulsada por el presidente Rafael Correa. Existen dos razones principales que explican este nuevo éxito electoral del mandatario. La primera, el hábil manejo discursivo y de comunicación gubernamental dirigido a asociar el proyecto constitucional con ese mágico concepto, el cambio. En este sentido, se presentó a la nueva Constitución como el pasaporte para abandonar el pasado, desterrar la “partidocracia”, la corrupción, la desigualdad; un boleto a la felicidad o, como dice el propio texto, al “buen vivir”. Más aún, la aprobación de la nueva Carta Magna sería un golpe certero a los odiados “pelucones” (término despectivo que Correa popularizó para referirse a la oligarquía), que tanto habían explotado al pueblo. Los alarmantes niveles de pobreza e inequidad que la mayoría de los ecuatorianos ha soportado históricamente en medio de una abundante riqueza natural, explican la masiva aceptación popular a una propuesta de cambio profundo.
La segunda razón es la multimillonaria campaña oficialista –descaradamente financiada con recursos públicos– que bombardeó al país y dejó prácticamente en la indefensión al bando contrario. La austera campaña por el no fue alentada por una desarticulada y desprestigiada oposición, así como por un sector empresarial en su mayoría renuente a financiarla ante los efectivos métodos de intimidación del gobierno o en respuesta a una visión esperanzadora –acaso ingenua– de que en Ecuador “no ocurrirá lo mismo que en Venezuela”. Frente a semejante desigualdad de condiciones en la competencia, era difícil prever un resultado electoral distinto al ocurrido.
Lo cierto es que con la nueva Constitución se incrementan significativamente los poderes del presidente (quien podrá reelegirse de manera inmediata y disolver la Asamblea Legislativa cuando a su solo juicio esta “obstaculice de manera reiterada la aplicación del Plan de Desarrollo”, entre otras omnímodas facultades), se multiplica el nivel de intervencionismo estatal en la economía (con amplios márgenes de discrecionalidad para la expropiación de bienes, y dominio del Estado sobre numerosos “sectores estratégicos”) y se establecen rígidos controles sobre la operación y el contenido informativo de los medios de comunicación (cuyas frecuencias radioeléctricas son ahora consideradas “recursos naturales no renovables del Estado” y por lo tanto este deberá recibir por lo menos la mitad de las utilidades que su explotación genere).
Para quienes la comparación del proceso ecuatoriano con el seguido por el régimen chavista no pasaba de ser un simple pronóstico apocalíptico, resultará preocupante saber que la Constitución aprobada tiene varias similitudes con la Bolivariana de Venezuela, empezando por el hiperpresidencialismo que las caracteriza. El nivel y los mecanismos de intervención estatal en la economía en ambas son muy parecidos, mientras que las causales para la expropiación de bienes son idénticas –con la respectiva amplitud que conceden al Estado para su aplicación y que ha sido tan aprovechada por Chávez. Si bien la Constitución venezolana no incluye disposiciones relativas al control estatal de los medios de comunicación, aquello fue meticulosamente desarrollado a través de leyes, bajo criterios similares a los que ahora en Ecuador se consagran constitucionalmente. De hecho, bien puede decirse que la Constitución venezolana, redactada en 1999 cuando Chávez apenas iniciaba su camino al socialismo, es mucho más moderada que la correísta.
El rápido tránsito del Ecuador hacia un régimen socialista y concentrador del poder demuestra que su presidente está aplicando de manera eficiente el modelo trazado por Chávez. Mientras preparaba su ansiado proyecto constitucional, Correa se dio formas para, en apenas veintiún meses de mandato, disolver el Congreso (con mayoría en contra), dominar los órganos electorales y de control del Estado, incautar medios de comunicación, intimidar al sector privado, pulverizar a la oposición, así como llevar a cabo programas sociales de corte clientelar financiados con petrodólares, mismos que han servido como fuente de popularidad. En este entorno, parecería que la nueva Constitución configura el marco para acelerar aún más la ruta hacia el autoritarismo. Queda por ver qué tanto afectará la crisis internacional y la consecuente caída en el precio del petróleo –del que tanto depende la economía ecuatoriana– en la capacidad de Correa para mantener el oneroso esquema de programas populistas que brinda oxígeno al modelo compartido con su colega venezolano. El incumplimiento de las múltiples expectativas generadas podría provocar su desgaste y el rechazo de un pueblo que en los últimos años ha demostrado poca paciencia con los presidentes que le han fallado. ~