En 2015, el fotógrafo italiano Andrea Galvani grabó un atardecer infinito. Colocó una cámara en un avión supersónico que viajaba a 1.700 kilómetros por hora en sentido opuesto a la rotación de la Tierra. La cámara filmó durante nueve minutos la persecución del sol, que aparece suspendido sobre la línea del horizonte del mar. El resultado es una imagen estática pero llena de vibración por el movimiento del avión, capaz de superar la barrera del sonido.
En 2012, el artista visual Oriol Vilanova reunió decenas de postales de atardeceres en una instalación titulada “Atardeceres desde…”. Vilanova explora las posibilidades artísticas de las postales, que compila desde hace años y que obtiene en mercadillos de segunda mano. Las casi mil postales que componen la instalación son una muestra de la fetichización de las fotografías de atardeceres, quizá una de las imágenes más fotografiadas y compartidas: el Manhattanhenge reúne en Nueva York a miles de personas que solo buscan una foto del sol poniéndose entre los edificios.
En su serie de fotografías Campos de batalla (1994-2016), los artistas María Bleda y José María Rosa fotografiaron diversos paisajes de Europa donde se produjeron batallas importantes: desde la batalla de Lepanto en 1571 a la de Austerlitz en 1808. Aunque no quedan huellas visibles de lo que ocurrió, son lugares cargados de simbolismo: Bleda y José María Rosa demuestran cómo la guerra altera los paisajes para siempre, incluso cuando ya no quedan huellas físicas de la tragedia. La huella simbólica es igual de indeleble.
En 1992, la artista francesa Sophie Ristelhueber realizó desde un avión 71 fotografías del desierto de Kuwait después del final de la Guerra del Golfo. Los patrones que se observan parecen dibujos abstractos, pero son trincheras, cráteres abiertos por los impactos de proyectiles, restos de vehículos abandonados. En sus imágenes, los tanques de la Batalla de 73 Easting siguen ahí, en mitad del desierto. Ristelhueber reflexiona sobre el impacto humano en lugares inhóspitos y sobre la cara más oscura del Antropoceno.
Del 30 de noviembre al 31 de marzo, el museo CaixaForum de Madrid acoge la exposición Horizonte y límite. Visiones del paisaje, donde se exponen estas cuatro piezas artísticas. La exposición se centra, según los organizadores, “en el concepto de paisaje como representación de la naturaleza y se estructura en cuatro ámbitos temáticos que lo abordan desde la ficción, los códigos culturales y artísticos y la conciencia medioambiental”. Su visión del paisaje es muy amplia: en esta exposición no hay muestras del paisajismo clásico pictórico, que asociamos sobre todo al romanticismo (los cuadros de Caspar David Friedrich, Constable, Turner), sino interpretaciones de lo que es un paisaje: siempre una invención y una proyección de nuestras obsesiones y cultura del momento. Por eso Horizonte y límite también explora el paisaje en el Antropoceno, con obras de autores cuyo trabajo tiene una conciencia ambiental y una reflexión sobre la emergencia climática.
En esa idea amplia de lo que significa paisaje caben desde la obra L’Echo de Su-Mei Tse, en la que toca el violonchelo al borde de un cañón montañoso (y el precipicio, con su eco, responde, creando una especie de canción ambient llena de reverberaciones y polifonía), hasta Pannotia (Ribera), de Carlos Irijalba, que realizó sondeos geotécnicos en una región de Navarra y obtuvo muestras de distintos sedimentos del subsuelo. Aunque los comisarios de la exposición no mencionan la obra del paisajista Gilles Clèment, autor del célebre Manifiesto del Tercer Paisaje, Horizonte y límite recoge la filosofía del pensador francés, que consideraba que el Tercer Paisaje es “De carácter irresoluto, por cambiante, y es un espacio evolutivo, intermedio, en espera, a veces azaroso y otras fruto de la suma de trabajos individuales.” El paisaje cambia con el tiempo pero también nuestra idea de lo que consideramos paisaje. ~