El imperio de la represión

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En China, el corto plazo no ha sido jamás parte del escenario político. El mañana se mide en décadas, cuando no en siglos. Cada gobernante, cortesano, funcionario o burócrata ha tejido siempre proyectos para futuros distantes atando todos los cabos sin prisa ni pausa. Los gobernantes chinos aborrecen los límites temporales y los acontecimientos imprevistos. Tal vez por eso, a semanas de la inauguración de los Juegos Olímpicos, las tareas se les han amontonado y Pekín, sede de los juegos, vive una fiebre de construcción y regulaciones. El gobierno chino pretende usar las Olimpiadas como un escaparate de la nueva China pujante y rica que ha emergido del programa de reformas económicas de los últimos veinticinco años. También quiere presentarse ante el mundo como una sociedad armónica y sin fisuras. No sorprende que el régimen esté obsesionado con la seguridad.

Las protestas tibetanas de principios de marzo, sumadas al descontento siempre presente de la minoría uigur en la provincia occidental de Sinkiang, colocaron en la agenda del gobierno la posibilidad de que el descontento étnico y religioso de sus dos minorías más numerosas se haga presente en los juegos y derruya la fachada de unidad armónica que quiere ofrecer al mundo.

Las manifestaciones a favor de la independencia del Tibet que acompañaron el paso de la antorcha olímpica por París, Londres y San Francisco obligaron a los líderes chinos a agregar a su lista de pendientes a un actor que rara vez les preocupa: la opinión pública internacional. El despliegue de banderas tibetanas en algunas de las capitales europeas, durante el recorrido de la antorcha, enfrentó al gobierno con la pesadilla de que contingentes de las decenas de miles de turistas que invadirán la capital se sumen a los descontentos nativos, bajo la luz de los reflectores que colocarán a Pekín en el centro de la atención mundial en agosto.

Los uigures, los tibetanos y sus simpatizantes no son los únicos que preocupan a Pekín. La sombra de un improbable pero posible ataque terrorista ha estado presente en el diseño de las medidas de seguridad que China ha tomado como preparación para los juegos, así como la posibilidad de protestas de otros grupos: activistas que apoyan la independencia de Taiwán, defensores de la democracia, los derechos humanos y la libertad de expresión, y miembros de la secta religiosa Falun Gong.

Las medidas que el gobierno ha tomado están a la altura del amplio abanico de sus expectativas y de las amenazas que pueden empañarlas. China es una sociedad “armónica”, así que los servicios de seguridad han desarrollado un activismo frenético dentro y fuera del país para identificar a individuos y grupos que pueden alterar el orden durante los juegos. Obtener una visa se ha convertido en una misión imposible aun para empresarios y otros hombres de negocios; los viajeros y sus equipajes padecen inspecciones largas y detalladas y los juegos pirotécnicos han quedado estrictamente prohibidos.

China es una sociedad “rica y desarrollada”, por lo tanto pordioseros y menesterosos han sido exilados de la capital, Pekín ha sido sometida a un remozamiento a fondo, automovilistas e industrias deben obedecer regulaciones para reducir durante los juegos los alarmantes índices de contaminación ambiental que son el pan nuestro de cada día en la ciudad, y hasta los perros han debido someterse a horarios estrictos de paseos por las calles.

Algunas de las nuevas normas son no sólo justificables sino necesarias. Pero muchas de ellas son tan caprichosas que han dejado involuntariamente al descubierto la naturaleza autoritaria del régimen chino. Sólo en un país como China podrían erigirse aldeas Potemkin (bautizadas en honor del príncipe ruso Grigori Potemkin, que inauguró la costumbre de engañar a propios y extraños construyendo pueblos completos a orillas del Volga para que la emperatriz Catalina II quedara convencida de la colonización de todos sus territorios), para crear la ilusión de riqueza, aire limpio y cohesión social. Sólo en China elementos “antisociales” –léase disidentes– podrían acabar preventivamente en la cárcel para evitar que entren en contacto con periodistas extranjeros. Sólo en China podría repartirse entre los visitantes, incluyendo los atletas extranjeros, una “guía legal” que advierte que el uso de narcóticos y la introducción de armas de fuego al país están penados por la ley y, asimismo, que los visitantes deben “abjurar” de “actividades subversivas” y abstenerse de “desplegar banderas con un contenido religioso, político o racial” (The Economist, junio 21, 2008). Sólo en unas Olimpiadas en China podría hablarse de que los asistentes a los estadios deben llevar una vestimenta “políticamente correcta” (lo que ha generado, por cierto, el llamado informal de grupos de visitantes extranjeros a usar el color naranja como protesta).

Esta inédita maraña de regulaciones necesarias para garantizar la seguridad de atletas y visitantes durante los juegos, y de medidas represivas que serían impensables en una democracia plena, son reflejo de las cuatro caras del régimen chino. A saber, la preocupación ancestral de mantener la estabilidad y el orden a toda costa; el choque entre un sistema económico pujante –liberalizado y abierto al mundo– y el monopolio del poder en manos del Partido Comunista Chino (PCCh); y, por último, el intrincado sistema de control que ha diseñado este régimen bicéfalo.

 

 

La consolidación del modelo chino que predica y promueve un desarrollo económico de acuerdo con las reglas del mercado y mantiene, a la vez, el control autoritario del poder en manos de un solo partido, puede fecharse con precisión. Se convirtió en política de Estado el 4 de junio de 1989. El sucesor de Mao, Deng Xiaoping, un hombre astuto y pragmático, había absorbido ya a fines de los ochenta las lecciones de los experimentos en la periferia de China: Japón y Taiwán habían florecido económicamente manteniendo el control político; la Unión Soviética de Gorbachov había intentado emprender paralelamente la reforma económica y la liberalización política, y había fracasado. Los miles de estudiantes que acamparon desde mediados de mayo de 89 en la plaza de Tiananmén, alrededor de una improvisada estatua de la democracia de papel maché, pedían la apertura del régimen a la democracia multipartidista. Para alarma del gobierno, esa demanda había corrido como reguero de pólvora entre la población de Pekín, que se había sumado al movimiento.

Frente a la posibilidad de que las protestas se extendieran a todas las clases sociales en todo el país, el gobierno decretó la ley marcial, y el 4 de junio el ejército tomó a sangre y fuego Tiananmén, dejando miles de heridos y centenares de muertos en las calles de la capital.

La apuesta de Deng, retomada por sus sucesores, fue promover el desarrollo económico acelerado para mantener el monopolio del poder del PCCh. Una economía floreciente devastaría los afanes democráticos de los grupos urbanos que habían apoyado el movimiento democrático de 1989 y que tendrían mucho que perder conforme sintieran en el bolsillo los beneficios del crecimiento económico. Los grupos aislados de activistas pro democracia y observadores externos de todas las latitudes apostaron, por el contrario, a que la economía liberalizada que había roto el aislamiento internacional de China, y el surgimiento de sectores medios más sofisticados políticamente, obligarían al régimen a liberalizar también la política.

El PCCh va ganando la partida: el explosivo desarrollo económico que empezó en la costa oriental se ha derramado al centro del país. China se ha industrializado aceleradamente, se ha convertido en una maquinaria exportadora que ha alterado la corriente del comercio internacional y ha sacado de la miseria a cientos de millones de chinos. El auge económico transformó en unos cuantos años el perfil de la sociedad: un ejército de campesinos migrantes se trasladó a las ciudades y alimentó la expansión industrial y amplios sectores medios, con mucho que perder, surgieron prácticamente de la nada. Los obreros, las clases medias y los grupos empresariales –extranjeros y nativos– se han convertido en la principal fuente de apoyo para el régimen.

Gracias a la legitimación que le ha dado el auge económico y el sustento de los grupos que se han beneficiado directamente del progreso, el gobierno chino se ha dado el lujo de descuidar las demandas de los millones de campesinos del país y de reprimir con mano dura sus protestas, así como las de las minorías étnicas de la periferia. Paralelamente, ha instaurado un sofisticado sistema de control político que le permite mantener su dominio sobre la población urbana. El gobierno monitorea día a día lo que sucede en puntos de posible conflicto y las reacciones de los habitantes de las ciudades, que se organizan a través de teléfonos celulares –hay quinientos millones de usuarios– y de internet –al que tienen acceso doscientos diez millones de chinos. Con esa información en la mano, Pekín ha establecido un eficaz sistema tácito de toma y daca con la clase media urbana: el régimen concede (cuando las demandas ciudadanas coinciden con sus intereses) y sus gobernados se abstienen de extender su activismo político a territorios que puedan vulnerar el monopolio del poder del Partido Comunista. Xianmén y Shanghái son tan sólo dos botones de muestra. Frente a las recientes protestas ciudadanas, el gobierno pospuso la construcción de una planta química en la periferia de la ciudad de Xianmén y de una nueva terminal del tren bala de levitación magnética en el corazón de la populosa segunda capital del país.

La retórica del partido se ha convertido también en una válvula de escape para el descontento y los anhelos democráticos de algunos grupos de ciudadanos. En el congreso quinquenal del partido en octubre del año pasado, y en la reunión anual del Parlamento en marzo de 2008, el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao salpicaron sus discursos con la palabra prohibida: democracia. El premier chino hizo un llamado a la “liberación del pensamiento” e invitó a los chinos a deshacerse de ideas anacrónicas y a “explorar con valentía nuevos caminos”. No es difícil adivinar a qué se refería: el gobierno desea imponer un control más estrecho sobre los funcionarios regionales y los cuadros bajos del partido, fortalecer la rendición de cuentas de los políticos menores y abatir la escandalosa corrupción que ha acompañado el boom económico. La supervisión ciudadana de los funcionarios locales y la democracia intrapartidista pueden convertirse en dos instrumentos eficaces para lograrlo, además de crear la ilusión de participación democrática entre los ciudadanos.

El gobierno central adoptó, al parecer, la azarosa democracia intrapartidista de años pasados, que dependía del capricho o intereses de los funcionarios locales. Previsiblemente, empezará a aplicarse, por orden del centro, en la ciudad de Shenzhen, un ejemplo inmejorable del progreso económico chino. El 22 de mayo el gobierno municipal de la ciudad anunció en su sitio web que la ciudad emprenderá una reforma política, administrativa, económica y cultural que incluirá la libre elección de alcalde, entre diversos candidatos del PCCh, “cuando las condiciones lo permitan”.

Entre esta democracia adjetivada (“consultiva”, “electoral” o “socialista”, de acuerdo con Hu Jintao) y la democracia plural y abierta de Occidente hay un abismo tan grande como entre la posibilidad de que la meritocracia sustituya al patronazgo del partido en la elección de funcionarios. Pero el espejismo del voto como válvula de escape para los ciudadanos está en pie.

 

 

La flexibilidad de la cara represiva del régimen chino en las populosas urbes del país es especialmente evidente en la manera como ha enfrentado el reto de internet. El 13 de noviembre de 2007 un largo reportaje del Financial Times relataba que, cuando las computadoras personales empezaron a convertirse en parte de la vida de millones de chinos, Bill Clinton desechó el afán del PCCh de controlar la comunicación por internet deseándole buena suerte a Hu Jintao: limitar el flujo de información por la red era, concluyó Clinton, “como tratar de clavar una gelatina en la pared”.

Ahora, lo que cuelga clavado de la pared es no sólo la gelatina del amplísimo y eficiente control chino de la información cibernética, sino también el optimismo ilimitado de Occidente en el poder liberador de internet. La existencia de esa hidra de mil cabezas que impide el acceso de los cibernautas chinos a cualquier sitio que pueda poner en duda la versión orwelliana de la historia del PCCh es, antes que nada, un dilema moral para Estados Unidos. Pekín ha usado y abusado de los instrumentos diseñados por compañías norteamericanas para “proteger” a los usuarios de internet: una muralla china posmoderna –la “Great Firewall”, o GFW, según los fanáticos de internet– selecciona la información proveniente del exterior a la que pueden “acceder” decenas de millones de cibernautas chinos. Obedientes a las regulaciones chinas, los proveedores occidentales de servicios en internet guardan la memoria de las actividades internáuticas de sus usuarios. Algunos, como Yahoo, han estado dispuestos a proveer a Pekín con los datos de disidentes –incluyendo contraseñas e información detallada de cada una de sus entradas a la red– a cambio de acceso al inmenso mercado chino. Otros, como la empresa norteamericana Cisco, han puesto a disposición del gobierno chino sus poderosos instrumentos de control cibernético. Gracias a ellos, y a un ejército de supervisores que dedica horas a navegar por sitios y blogs hasta encontrar a disidentes subversivos, el régimen ha logrado hasta ahora convertir a internet en un medio de entretenimiento inofensivo.

Una clave del éxito de la política cibernética del régimen ha sido controlar sin sofocar: los chinos tienen acceso a juegos y a redes de comunicación interiores y externas. Pueden entrar a comunidades en la red, intercambiar datos personales y chatear con otros usuarios: redes muy populares porque rompen la soledad de las generaciones de hijos únicos, legado de Mao.

Otra clave ha sido la ambigüedad: la represión tiene contenidos cambiantes y, a la vez, límites muy claros. Cualquier mención a “las tres Tes” –Taiwán, Tibet o Tiananmén– puede paralizar una computadora o llenar la pantalla con un mensaje cortés que, sin dejo de ironía, informa al usuario: “Sentimos mucho haber removido el artículo ‘Tiananmén 1989’ sin su previa autorización”; procedimiento que los cibernautas chinos han bautizado –en homenaje a la sociedad “armónica” de Hu Jintao– como “armonizar el sitio”.

Más allá de lo obvio, la larga lista de términos prohibidos es un misterio en flujo permanente para el usuario. Lo mismo sucede con las penalidades. Hasta un avatar (la encarnación cibernética de los aficionados a juegos como World of Warcraft) que mencione palabras como huelga, revolución o resistencia puede recibir una advertencia del “maestro del juego” o encontrarse, de repente, prisionero por unas horas en un calabozo virtual. Los usuarios que insistan en hablar del Dalái Lama o del Falun Gong pueden recibir la visita nada virtual de agentes de seguridad y acabar en la cárcel, como Shi Tao, que purga una sentencia de diez años por transmitir información sobre el 4 de junio del 89 a un sitio web extranjero.

A la vez, las autoridades tienen una tolerancia ilimitada cuando sus intereses coinciden con los de los usuarios de la red. No hay límite para enviar y reenviar correos ultranacionalistas y xenófobos si se trata de castigar la amnesia e insensibilidad política de los japoneses en relación con sus acciones en China durante la Segunda Guerra; a los estadounidenses, por bombardear “deliberadamente” la embajada china en Belgrado; o a los medios de comunicación occidentales, por transmitir información “sesgada” sobre las recientes protestas en el Tibet, alentar un complot en contra de los Juegos Olímpicos y defender al Dalái Lama.

En suma, el avance de la tecnología informática no regalará a los chinos, por sí mismo, la libertad de expresión indispensable para la construcción de una democracia sin adjetivos. El control de los medios y el bombardeo de la versión oficial de la historia seguirán dependiendo, al menos en el futuro inmediato, de la voluntad del Partido Comunista Chino. Los disidentes y descontentos que luchen por transformar el sistema tendrán que colarse por sus contadas fisuras. Eso es precisamente lo que han hecho, desde diciembre, grupos organizados de campesinos y activistas.

 

 

A través de los milenios, las rebeliones campesinas inspiradas en el llamado a una distribución más equitativa de la tierra han cambiado una y otra vez el cauce de la historia china. Los agravios actuales de los agricultores chinos son muchos: aunque el ingreso agrícola per cápita ha crecido seis por ciento en los últimos tres años, el porcentaje del PIB que el gobierno invierte en el campo cayó tres puntos porcentuales en la última década, y la desigualdad del ingreso entre los campesinos y el resto de la población se ha ampliado inexorablemente. Pero la principal fuente de descontento agrario proviene del uso de la tierra. El Partido Comunista ha mantenido inalterable el principio de la propiedad colectiva de la tierra: los campesinos la reciben en usufructo renovable cada treinta años. En la práctica, los dueños de la tierra son los funcionarios del partido, que disponen de ella para sus propios fines. Las tierras alrededor de las ciudades y de los centros industriales se han convertido en un bien precioso: innumerables campesinos han sido expropiados, con o sin compensación, por burócratas que venden o rentan a su antojo esas tierras a industriales y empresas constructoras. No sorprende que Pekín lidie con decenas de miles de protestas campesinas al año. Hasta hace unos meses esas protestas habían sido aisladas. El cuadro cambió en diciembre, cuando grupos de campesinos en cuatro provincias del país tomaron por sorpresa a los servicios de seguridad y colaron a internet un documento que informaba a las autoridades que tomarían sus tierras estableciendo de facto la propiedad privada en el campo. El gobierno reaccionó como lo ha hecho siempre: encarceló a los campesinos firmantes y bloqueó el desplegado en internet.

Sin embargo, esta vez la represión tradicional difícilmente resolverá el conflicto: el movimiento desafía de frente al régimen y está coordinado por un sofisticado grupo de disidentes urbanos –periodistas, académicos, intelectuales y activistas políticos– que ha logrado mantenerse en la sombra y el anonimato. Exactamente el perfil de ciudadanos que, aliados con amplios sectores descontentos, puede resquebrajar el monopolio comunista del poder.

El panorama político que enmarcará las Olimpiadas de 2008 en Pekín se ha fraguado por décadas. Es resultado del modelo instaurado por Deng: del choque entre la libertad económica que ha enriquecido a China y la opresión política de una sociedad urbanizada y cada día más compleja, moderna y educada. Hu Jintao anhela que los juegos reflejen el poderío y la riqueza económica del país. Sus oponentes podrían utilizar ese mismo escenario para exhibir la otra faceta del sistema: su cara autoritaria. ~

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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