La ficción de ser alguien

[nada de cruces]

Ángel Vargas

Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México

Toluca de Lerdo, 2022, 88 pp.

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En 2022, Rowan Williams, exarzobispo de Canterbury y uno de los estudiosos más influyentes de la religión contemporánea, habló de la transición de género como “una experiencia sagrada de unificación propia”. La posición del teólogo, en medio de un debate cuyo centro era incluir protecciones para personas trans en la prohibición de terapias de conversión, atrajo una respuesta agresiva de grupos británicos transexcluyentes, así como de las alas más conservadoras del cristianismo.

Este asunto es ejemplo claro de una discusión pública que deja de lado la realidad de la existencia de las personas trans, para difuminarla en una serie de artilugios discursivos. Esos artilugios, ocultos detrás de la fascia de una crítica supuesta a la “ideología de género” que pone en peligro a las infancias y a las personas “confundidas con su identidad”, consisten en negar la existencia de las personas trans desde un principio categórico, y fetichizarlas, haciendo pasar a las identidades que se posicionan fuera del binarismo tradicional como “perversas” o “nocivas”.

No me corresponde, en esta crítica de poesía, desgranar los orígenes y las formas en que la transfobia está encarnada en nuestro ecosistema cultural (eso ya lo han hecho periodistas e intelectuales como Siobhan Guerrero o Julianna Neuhouser), pero quería empezar este texto hablando de algo que es evidente: en América Latina, este proyecto también existe, y se cristaliza en la tristemente célebre frase de la feminista Laura Lecuona: “No les concedamos la existencia.” Para muchas personas, incluso en el mundo de La Veneno y Wendy Guevara, la existencia de las personas trans todavía es algo que provoca rechazo, miedo u hostilidad (solo habría que ver las cifras de transfeminicidios en nuestra región para constatarlo).

Todo esto me hace preguntarme: ¿existirá una relación entre ese rechazo y la producción cultural relacionada a (a veces escrita por) personas trans en América Latina? ¿La pervivencia de una serie de manierismos, lugares comunes y estereotipos ayuda a reforzar esas visiones, esa perspectiva “monstruosa” (para decirlo con Paul B. Preciado) por la que quien no conoce a nadie trans le imagina como un decorado de fetiches sin fondo? ¿Puede ser que las narrativas que se construyen alrededor de los cuerpos y las afectividades trans contribuyan en la construcción de un discurso excluyente, incluso cuando su intención es otra?

El objeto de estudio que me ha llevado a hacerme estas preguntas es [nada de cruces], el libro de poesía más reciente (según llevo la cuenta) de Ángel Vargas (Acapulco, 1989), uno de los poetas más prolíficos y relevantes de su generación. A lo largo de su obra, ha construido una personalidad muy bien establecida y una serie de recursos formales que giran alrededor de los mismos temas: la soledad, el deseo erótico, y el reconocimiento del tiempo y la mortalidad a partir del propio cuerpo. Sus poemas tienden a recurrir a la primera persona, y su voz poética es particularmente estable y reconocible: al leerlo, sabes que es él.

Sus últimos tres libros, escritos entre el final de los 2010 y el principio de los 2020, forman una especie de trilogía que cimenta ese proceder: en Búnker (2019), Antibiótica (2019, Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino) y [nada de cruces] (2022, Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca), nos encontramos con diferentes formas de la soledad compartida, desde el amorío pasajero hasta la convivencia doméstica, desde la naturalidad del sexo casual hasta el enamoramiento que colinda con la obsesión. Sin embargo, el último eslabón de este proceso (y, espero, el final de esta exploración) es un libro que se percibe lleno de una voluntad de cambio: aspira a ser otra cosa, una voz distinta, y fracasa.

El fracaso de [nada de cruces] proviene, curiosamente, de su similitud con los dos libros anteriores. La voz poética que ha desarrollado Ángel Vargas, inspirado en Jaime Gil de Biedma (piedra angular de Antibiótica) y en María Auxiliadora Álvarez (de quien [nada de cruces] toma una clara voluntad descarnada), es, para usar una metáfora química, un fluido estable: no hay sorpresas en sus decisiones estéticas, y la posición de cada palabra, de cada verso, es indudable. Vargas, como pocos poetas de su generación, escribe con el oído, y sus decisiones siempre lo demuestran; sin embargo, esa musicalidad que ha creado hace que cada uno de sus libros se parezca demasiado al otro, y quizás, por eso, el autor ha decidido darle una vuelta aparente a su tema de trabajo.

[nada de cruces] intenta penetrar la intimidad mental, simbólica, de una mujer transgénero. Lo hace por medio de los recursos que son familiares a su autor, como un verso breve y puntiagudo, en el que impacta una ironía punzocortante (“mira / le digo a uno / tu tiempo se está acabando // yo solo venía a coger”), una repetición de imágenes corporales que se van desarrollando a lo largo del libro, y una serie de apelaciones a lo divino, visto como una distancia o como un límite castigador (“dios descansa / ese día // dijo // si él no está / las cosas no se pudren”). Son los mismos recursos que hacen poderosa a la relación violenta de Búnker, y que llenan de significado a las imágenes de miedo y añoranza en Antibiótica, pero aquí, en una voz cuya experiencia busca ser distinta, se sienten profundamente fingidos. Al entrar en el cuerpo de su mujer trans, al habitarlo y buscar una especie de monólogo dramático que se parezca a su experiencia, Vargas no ha podido hacer más que reiterar sus viejos trucos, y con ello, despertar viejos clichés.

Escribir desde el monólogo dramático, generar una intimidad-otra con la que enunciar una voz poética, es uno de los grandes retos líricos. Los maestros de la forma requieren una voluntad de separación suficiente para imaginarse en la piel del otro sin dejar de lado su propia voz, su propia búsqueda: habitar un cuerpo como si fuera un espejo fragmentado. En “My last duchess”, Robert Browning crea un personaje corrupto y terrible, suspendiendo todo juicio moral y hablando desde su mente; en De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios, Francisco Hernández se interna en la realidad de una mente que se desintegra, y apenas asoma la cabeza para estructurar su visión. Incluso textos que lindan más con lo confesional o lo autorreflexivo, como Crow, de Ted Hughes, relucen por una voluntad de separación: no es que el autor se convierta en el Cuervo, esa entidad abstracta y terrible, por el horror traumático de una parte de su vida, pero el Cuervo no podría ser sin la circunstancia de su autor.

El uso que Vargas le da a la vida de una mujer trans en [nada de cruces] no demuestra un interés por instalarse en otra epistemología y escribir desde ahí, ni una búsqueda de sublimar algo íntimo en un cuerpo que “podría ser”; más bien se percibe como una decisión puramente formal, acaso consecuente con sus otros libros, que le permite hablar de lo mismo simulando que está haciendo algo diferente. También, en su estructura y en la forma narrativa en que se empujan los poemas, que van relatando fragmentos de la vida del personaje junto con acercamientos a su “interioridad”, demuestra que el autor es un maestro de la escritura de libros-proyecto: tan solo de leerlo puedo imaginar una solicitud al Fonca.

¿Por qué se siente así este libro? ¿Por qué, aunque el autor parezca esforzarse en hablarnos de la relación de su personaje con su cuerpo, con sus cambios, con las intervenciones quirúrgicas, con sus amantes, con el trabajo sexual, y demás, nunca terminamos de creer en su “realidad”? Esto es, quizás, por dos omisiones fundamentales que ha cometido el guerrerense: dotar a su personaje de una vida interior más allá de los otros, y buscar recursos formales que distingan a este de su voz acostumbrada. En [nada de cruces] no encontramos nada del viaje del yo a sí mismo que interesa a Rowan Williams, no encontramos un quiebre epistémico ni una realización profunda, fundamental, en donde el ser tiene que cambiar: solo hay carne.

El encuentro de la protagonista de [nada de cruces] consigo misma pareciera limitarse a una decisión estética, el efecto de un trauma, un imperativo categórico que tiene origen en un lugar común, como es el vicio de este tipo de historias. Es un personaje que solo coge y viste, que no tiene más interioridad que la de ser una mujer trans, y parece solo definirse en cuanto a los hombres con los que se relaciona y a los actos con los que reafirma su identidad. Es una caricatura, no va al supermercado, no tiene gustos ni intereses, no existe más que como una forma en que su autor puede reiterar las cosas que ya le obsesionaban antes. A fin de cuentas, al crear a su voz poética, el autor le concede una sexualidad irredenta, un cuerpo que cambia, y algunos pasajes brutales para épater les bourgeois y poder decir que escribió un libro “combativo”. Pocas cosas dan más grima que leer a un personaje que sabemos fingido, falso, vacío, y, al fetichizar a su personaje así, Ángel Vargas le falla a su propio libro y a sus intenciones, por buenas que fueran, en lo más elemental: no le concede la existencia a su personaje, como le gustaría a Lecuona, y obtiene su libro más redundante como resultado. ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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