Una temporada en el infierno

Crónica de la maldita primavera (a 40 grados).
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Cada año, los organismos de salud emiten recomendaciones sanitarias que en el fondo están diciéndonos: la primavera es más peligrosa de lo que usted cree. Hoy en la mañana el jamón tenía esa coloración de la lengua de un enfermo. No desayunaste.

El calor es una especie de insomnio a todas horas: no te sientes ubicado en ningún lado. Al mediodía vas al baño y una fila de hormigas traspasa el blanco muro como una cuarteadura inesperada. En el interior de esas paredes ha de vivirse un infierno parecido. Y ni hablar de las auténticas cuarteaduras, que siempre albergan insectos capaces de poner en jaque a un entomólogo. En la última semana has visto las cucarachas más raras, más blancas y que hacen ruidos que esperarías de cualquier animal menos de una cucaracha. Oyes crepitar los periódicos con tus colaboraciones. Eso te quita el hambre.

Lo más temible de la primavera es que tu barrio parece fotografía de Spencer Tunick. A veces no quisieras que tus vecinos ―los más veteranos― tuvieran ventanales tan grandes, tan transparentes. A  veces no quisieras haber leído El retrato de Dorian Gray para no pensar que son ellos quienes envejecen por quién sabe cuántas personas. Pero ahí están ―algo impúdicos, algo perdidos―, rascándose la espalda o quitándose la playera mientras tú, con todo el dolor de tu corazón, cierras la cortina como una forma de conservar el decoro o, mejor dicho, la cordura.

Te bañas como en los pueblos, con una cubeta, porque la regadera podría perforarte la piel con sus disparos de agua hirviente. Se agota la ropa para estas temperaturas. Ninguna tela es apropiada para un ambiente que amenaza con cocerte. El uniforme de tu trabajo fue confeccionado para una empresa de Ontario, pero no para una de Campeche, donde la temperatura ya ha alcanzado los 40 grados. Y resulta que ahí es precisamente en donde estás y no en Ontario, y asumes que no queda de otra más que llegar a la oficina con los brazos pegajosos como los de un maratonista.

Nunca habías entendido el término “Calentamiento global” hasta que tomas la ruta de camión que conduce al trabajo. Sólo en un minibús donde el sol llega a todos los asientos adquieres auténtica conciencia ambiental. Hasta esta primavera pensabas que esas ondas de calor que deforman el paisaje sólo se veían en las películas fronterizas. Pero no, el sudor te recorre la frente, llega al rabillo del ojo y no te deja ver. Los 40 grados son una temperatura que elimina cualquier distractor. El chofer cambia de estación radial y lo primero que oyes es un parte meteorológico: las lluvias aparecerán finalmente pero sólo será para incrementar el calor. Puedes imaginar al locutor hablando del clima como algo que les sucede a los escuchas; en su cabina con aire acondicionado, el infierno son los otros. La única alternativa que queda para salir de esta espiral de la muerte es la música, pero todas las canciones te remiten a bateristas jadeantes, a guitarristas que corren de un lado a otro del escenario, impregnando de humedad a las primeras filas. Apagas el iPod, a fin de apoyarte en la ventana y formular una buena frase para tu próximo post en el blog, pero todo es inútil. Las cuatro de la tarde es mala hora para tener temas literarios: cada que el camión se detiene a esperar pasaje sólo es posible pensar en el termómetro.

Tomas otro trago de agua. Desde que el aire se volvió calcinante no puedes vivir sin botellas de plástico, sin pañuelos desechables. El viaje al trabajo se ha convertido en una expedición que requiere cada vez más artículos de supervivencia: pastillas para el dolor de cabeza, una playera extra en la mochila, un bote de bloqueador solar. Mañana tomarás una gorra, el jueves tu cartilla de seguridad social.

Al camión siempre sube gente dispuesta a iniciar conversaciones innecesarias:

―Mucho calor, ¿no le parece?

Las personas son tan obvias que si compartieran una tortura lenta y terrible, no faltaría quien dijera: “Mucho dolor, ¿verdad?”.

―Si no tiene que ir a Escárcega no vaya, ahí están peor.

Asientes con la cabeza. El clima es un tema con el que uno difícilmente discreparía, por eso es el primero que surge entre dos desconocidos.   

¿Alguien necesita experiencias cercanas a la muerte? Que transpire. Algo se seca dentro de ti. Como las frutas que olvidas en la mesa de la cocina, temes algún día amanecer con demasiadas moscas alrededor. Ves por la ventanilla a los pobres hombres obligados a caminar algunas calles abajo, a los miserables a quienes no se les ocurrió otra manera de inyectarle vida al cuerpo que no fuera tomarse unas cervezas de más y que ahora alcanzan tambaleantes el poste de la esquina, como si se tratara del último lugar para protegerse del mundo. Exhalas mientras recuerdas que el próximo fin del mundo será de los zombies o no será.

Bajas del camión para padecer los 100 metros que van de la parada de autobús al reloj checador de tu oficina. Los recorridos a pie son los peores. La gente te mira desde sus automóviles, como si la portezuela fuera el límite que separa el Cielo del Averno. Ellos sonríen, cantan mientras conducen, a veces hasta te reconocen de reojo pero no te saludan. Los peatones se han vuelto una especie desacreditada, a fuerza de parecer atletas que se dirigen últimos a la meta por una inercia que disfrazan de dignidad. 

Llegas al trabajo. Abres la puerta de vidrio y te recibe un golpe de 18 grados Celsius.  Tiemblas como un niño recién rescatado: de pura y honesta felicidad.

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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