I
A su querida Valencia fue a buscar Eugenio Montejo la última Terredad, lejos del oleaje pavoroso de los rascacielos y cerca de mar que atraviesa su obra elegante y risueña. No era Eugenio un hombre triste del instante: su hora era otra, acaso esa edad profunda llamada por él Terredad, aunque eso no le impedía estar en el momento preciso para extender la mano y ofrecer al amigo un vaso con agua fresca.
Eugenio Montejo traía entre labios una canción antigua, un canto mayor que se disimulaba entre las líneas de su verso.
Destilando al recibir y polinizando al dar, Eugenio Montejo era un domador natural, un maestro amaestrador capaz de educar la hierba indócil y el animal silvestre.
Polinizador, fecundaba cuanto rozaba su aliento y sabía individualizar, dar rostro y nombre a cada rayo de sol, a cada hora. No maravilla que haya creado una prole de heterónimos, y no sólo por gusto o juego sino por una imperiosa necesidad, un respeto amoroso, en el sentido más fuerte de la palabra, hacia la otredad del otro.
Habría que inventar para saludar su des-nacimiento una canción de cuna capaz de levantar al muerto, como en los ritos otomíes mexicanos, para llevarlo a ese despertar infalible.
Él sabía tanto de estas cosas que traer a cuento el libro de los muertos del Antiguo Egipto o del remoto Tíbet no sería de ayuda para él sino más bien para nosotros que nos quedamos aquí como mutilados. Pues el maestro de la desnudez y la limpieza que fue Eugenio Montejo nos lleva y llevaba la delantera.
II
Eugenio Montejo, hermano mayor y maestro en el arte de ordenar las palabras y la vida, poeta grande y escritor mayor, acaba de dejarnos.
Vivía la poesía y la escritura con una urgencia íntima y la creación de heterónimos no era en él casual. Hace unos días le envié una página electrónica (www.spacetelescope.org) donde vienen fotografías extraordinarias de galaxias y estrellas. Pensé en enviárselas pues la obra de Eugenio se abre a una conciencia, diría yo, casi física, de la pluralidad de los mundos y de los universos. Desde esa conciencia hay que preguntarse por la forma impecable y amorosa en que fue ordenando y organizando su obra. En los últimos años tuve la inmensa fortuna de ser su amigo leyente, su cómplice en la conjura del escribir y del leer bien; mi deuda con él no se puede cifrar en palabras sino en música y silencios inteligentes, en acinesia.
Pensando en su maestro Blas Coll y en la escuela de los calígrafos quisiera arriesgar a su memoria un epitafio: “Ahora menos.”
III
Al partir Eugenio Montejo nos deja como huérfanos del maestro y hermano mayor que sabía deletrear el “alfabeto del mundo” y descifrar las cantidades de la luz imantadas por el lenguaje de la tierra.
Su pérdida la viviremos muchos como una suerte de mutilación. Por fortuna, nos enseñó a través de su obra la gracia y la levedad de vivir y escuchar las músicas disonantes del ser. Su uso pulcro y límpido del castellano, su atención inteligente, nos recordarán siempre que estamos ante un gran señor de la lengua y de la cultura. No le faltarán reconocimientos, pero quizá el mayor sea el de ese susurro amoroso que enlaza la condición adorable de su persona –de su buena persona– con la fuerza de una obra escrita valiente, desafiantemente a contrapelo del mundo y su siglo, al que sabía decir adiós.
Geometría de las horas es el título que lleva la primera antología de su obra, que tuve la fortuna de preparar en su compañía. Aprendí con Eugenio Montejo muchas lecciones pero sobresale una: la de la necesidad de celebrar con rigurosa alegría las fiestas. Y la muerte es, en cierto modo, una fiesta, un fúnebre fasto. ¿Cómo aprender de nuevo el arte sagrado del balbuceo que sólo se da a orillas del abismo que, con su ausencia, se vuelve a abrir ante nosotros? ~
(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.