La proliferación de la novela histórica sin duda tiene algún significado (necesariamente plural), aunque quizás no pueda explicarse por parámetros de calidad. Recuerdo una carta de Marguerite Yourcenar en la que expresaba su asombro cuando a raíz del éxito de su biografía del emperador Adriano las editoriales le pedían más textos biográficos. La escritora no lo entendía, porque ella no había escrito su libro como una ocurrencia (“esto puede funcionar”, “en esta anécdota puede haber una buena novela histórica”) sino por pura necesidad de poner en pie a un personaje que la había tocado y cuya vida le parecía especialmente compleja y rica. A pesar de que le dio la fama, Yourcenar fue fiel a la necesidad que le había llevado a escribir ese libro y continuó escribiendo lo que ella necesitaba, conformando el rostro de una verdadera escritora. Sus lectores debemos agradecérselo, entre otras cosas porque actitudes así nos ayudan a ser más exigentes, profundos y coherentes, en definitiva: a leer mejor. He oído en estos días a un novelista que ha sido premiado por una obra de este género explicarla diciendo que se encontró con un episodio curioso y pensó que resultaría una buena “novela histórica”. Los editores, encantados. No importa que como disciplina histórica sea mejor o peor, tampoco importa mucho que lo sea como novela, sino que sea un producto híbrido que mantenga en suspenso al lector (y lo acabará suspendiendo). Ciertamente, se puede ser un gran profesional de la biografía, como lo fue André Maurois o Robert Graves, siendo éste último además excelente poeta y estudioso. También hay profesionales de la novela, como los hay de la poesía (Jorge Guillén, Neruda, Juan Ramón Jiménez), aunque siempre se salvan por los momentos en los que la profesión va por dentro, quiero decir: cuando se olvidan de la asunción mecánica del disfraz de trabajo.
En la novela histórica, las peripecias y los personajes preexisten a la novela, o bien sólo los hechos a los que el escritor dotará de personajes llamados a encarnarlos. Es una limitación y un desafío con los que la vieja épica ya contaba al cantar las hazañas del héroe. Desde el Poema de Gilgamesh y la Ilíada a Mio Cid, cierta poesía eligió como argumento los hechos (y las leyendas) de la tribu: una suerte de memoria y de fundación de la sociedad. Como es sabido, la novela tomó el relevo de la épica; pero, hija de la modernidad al fin y al cabo, dejó los datos a los cronistas e historiadores y desplazó su interés hacia la imaginación: verosímil o fantasiosa, iba a ser la mayor expresión de las pasiones más diversas, de la ciudad, de la política y de la teología. Aunque la novela histórica es hija del romanticismo, ya existía en el barroco teatro histórico (Shakespare, Lope). La exaltación de lo histórico, de la sociedad, de la clase trabajadora y de los roles de la burguesía va paralela a la crisis del estatuto ontológico. La crítica de los absolutos por Kant, padre del romanticismo en ciertos aspectos, abrió los ojos hacia la pluralidad, atomizó la perspectiva, descubrió héroes insospechados, reinventó la melancolía y fijó la atención sobre el flâneur, el hombre cuyo destino es la ciudad, un espacio que se pierde en el espejeo de los rostros, en la resistencia e invitación del otro desconocido. El siglo XX ha sido el espacio en el que se han cruzado los géneros con mayor intensidad, creatividad y virulencia, hasta el punto en ocasiones de la disolución de los mismos. Las vanguardias clavaron una pica cuyo espíritu nacía de una noción del tiempo lineal y furiosa, no menos beligerante que el mundo revolucionario que le es coetáneo. Además, quisieron inaugurar un nuevo tiempo. Frente a las vanguardias: las reacciones a favor de la memoria, la herencia, o bien las convergencias; una suerte de diálogo crítico que trata de situar la dialogía en el centro de la tarea literaria. Lo que abrió las vanguardias no lo cerró su crisis y a lo largo de todo el siglo XX (quizás hasta comienzos de los ochenta) tanto la novela, la poesía como la crítica literaria conocieron metamorfosis variadas, casi todas ellas bajo el espíritu de dotar de verdad al ejercicio literario, bien por sus temas (literatura comprometida), por sus formas y temas (realismo social) o por sus procedimientos (nouveau roman).
Todo esto se ha vivido en España de manera vicaria, aunque en ocasiones con obras de primera calidad, y no es raro que hayamos llegado a la fascinación por la novela histórica en momentos en los que la historia es también para nosotros un problema. No importa que el tema de la historia novelada sea las ambigüedades de un Papa renacentista o un misterio más en la construcción de las pirámides de la meseta de Giza en El Cairo, lo radical es que el lector perciba que lo que la ficción cuenta ha sido real. Cualquiera puede saber que la historia es una interpretación, que no está siendo, y que incluso así (cualquier hecho de actualidad) no puede entenderse sin interpretarlo, sin someterlo al careo de las opiniones; y esto porque no es un objeto de la ciencia, que puede alcanzar un conocimiento objetivo para entendimientos diversos. La historia es controvertida, exige de la imaginación tanto como del escepticismo. Pero la novela histórica, incluso cuando plantea soluciones distintas a un mismo hecho, lo afirma todo sub especie narrativa, de ahí, creo, su prestigio, pero ahí radica también su ambigüedad. Por otro lado, el auge de la novela histórica en España aprovecha esta ambigüedad en este otro sentido: lo que la historia no da es sustituido por la ficción y lo que la ficción no puede lo justifica la historia. Dicho de otro modo: no es necesario ser historiador solvente (así sea en el tema acotado), ni novelista capaz, sólo un manejador más o menos hábil, tal vez un esforzado levantador de datos y de páginas apoyado en la práctica periodística. En España ha habido poca novela imaginativa, ni para adultos ni para niños; ha primado el realismo (tan exaltado, por ejemplo, por Gerald Brenan en su estupenda historia de nuestra literatura), pero ahora hemos encontrado, insertos ya en la indeterminación globalizadora, un género que nos da Historia cuando parece que la perdemos, y ficción, cuando ya no soportamos tanta historia. Los editores (“grupos editoriales”) que saben porque venden, no pierden el tiempo y patrocinan la novela histórica como antes patrocinaron la novela –contra el resto de los géneros, salvo el puntual testimonio político–, y quizás ayuden ahora a bajar aún más el nivel de la novela, que antes entronizaron. Que la historia es tema de grandes novelas, es incuestionable (La educación sentimental, La Cartuja de Parma), sólo que para serlo han de ser, en principio y desde el principio, buenas novelas. Un escritor de novela histórica no puede tener la mitad del libro escrito antes de comenzar, algo con lo cual parece contar la gran mayoría de los que hoy, frívola y ancilarmente, perpetran el género. ~
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)