Diez iluminaciones

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Colombia es un país de poetas que, por algún capricho de los dioses de la literatura, se volvió tierra de novelistas. La fecha de la metamorfosis es muy precisa: la aparición, en 1955, de una novelita tan corta como ambiciosa, escrita fuera de los centros del poder literario (en la costa caribe) y deudora (gran sacrilegio) de una tradición que no es la colombiana. Su autor era un joven de provincias que había leído con devoción a Faulkner y a Virginia Woolf, y que no podía saber que con esa novela, La hojarasca, rompía en dos la literatura colombiana, quizás no por lo que la novela presentaba en sí misma, sino porque con ella abría el camino que llevaría después a Cien años de soledad. Así que el panorama del siglo XX colombiano, mirado desde nuestro privilegiado siglo XXI, es éste: después de los versos de José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob, después del oasis de ese exotismo narrativo que es La vorágine, la literatura colombiana tiene que esperar medio siglo para producir de nuevo una obra de verdadero alcance universal; y, sin perjuicio de Los funerales de la Mamá Grande y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, esa obra es novelística. Todo lo cual no tendría nada de particular, ni merecería tantas líneas, si ese medio siglo de aridez no fuera, precisamente, el medio siglo en que murió Horacio Quiroga, en que escribieron Borges y Onetti, en que maduraron Cortázar y Rulfo y Julio Ramón Ribeyro.

No: en Colombia no hay un autor que, como en el caso de los mencionados, deba su reputación a este género mal comprendido que es el cuento. Aceptemos que el cuento moderno nace con esa curiosa pareja formada por Chéjov y Kafka. Pues bien, esa doble tradición, que en la primera mitad del siglo dejó hijos bastardos por toda Latinoamérica, en Colombia no se detuvo ni a tomar café: las ficciones breves que se escriben hasta 1950 pertenecen más a las formas antiguas del cuento: la tradición oral, el folclor medianamente estilizado, el (horroroso) cuadro de costumbres. Entonces, un periodista y crítico llamado Hernando Téllez se atreve a publicar una colección de cuentos que bebe de la literatura norteamericana; la colección incluye un cuento de muy pocas páginas –al que volveré a referirme más abajo– en el cual Téllez demuestra a los lectores que hay vida en otra parte, fuera de la retórica engolada y francófila que tanto apreciaba el establishment. A partir de allí, en cuestión de una generación, esta forma esencialmente moderna, más emparentada con la precisión de la lírica que con los desórdenes de la novela, llega a su madurez. En 1954, Álvaro Cepeda Samudio publica una colección (Todos estábamos a la espera) donde la figura de William Saroyan ha dejado su huella en cada página, e incluso en el título de un cuento; un tal García Márquez, amigo de Cepeda, dice que no sabe si es el mejor libro de cuentos que se ha publicado en Colombia, pero que sin duda es el más interesante. José Félix Fuenmayor, otro hombre relacionado con el Grupo de Barranquilla donde Cepeda y García Márquez se inventaron como escritores, publica La muerte en la calle, que reúne tardíamente cuentos escritos varios años atrás que ya eran famosos entre los lectores. Y en las dos décadas siguientes el cuento colombiano pasa de las fantasías intelectuales de Pedro Gómez Valderrama a los juegos intertextuales y/o metaliterarios de R.H. Moreno-Durán.

“El cuento hay que vivirlo”, dijo Gómez Valderrama. “La novela, pulirla”. Quería mostrar su preferencia por el género breve, y el hecho simple de que se haya animado a hacerlo es síntoma de un cambio de actitud de la literatura colombiana. El camino del cuento ya no es, para esta época, una trocha incómoda que sólo recorren los aventureros más atrevidos: se ha convertido en un camino, y ese camino está pavimentado, señalizado y lleno de hoteles. En otras palabras: está listo para ser transitado por los que vengan. Entre los que vienen está, por ejemplo, Andrés Hoyos, autor de Los viudos, uno de los mejores libros de cuentos de su generación; entre los que vienen está Roberto Rubiano, que en Necesitaba una historia de amor ha tomado en préstamo el modelo de los bocetos de Hemingway y lo ha metido, con resultados fascinantes, en una Bogotá de novela negra; entre los que vienen está Enrique Serrano, que con dos libros, La marca de España y De parte de Dios, recuperó para sus contemporáneos la desfachatez borgeana de convertir la historia universal en literatura. Entre los que vienen están, finalmente, los diez autores de esta antología. 

Creo que fue Dostoievski quien dijo, refiriéndose a la literatura de sus contemporáneos: “Todos salimos de El Capote de Gogol”. Gogol liberó a los escritores que vinieron después; de alguna manera les permitió ser quienes fueron. He mencionado a Hernando Téllez; los cuentistas colombianos, me parece, tienen una deuda similar, aunque muy pocas veces reconocida, con su relato “Espuma y nada más”. El monólogo de un barbero que, mientras afeita a un militar enemigo, tiene la oportunidad de degollarlo y no lo hace, está narrado con las frases cortas y cortantes de los que ya habían leído a Hemingway, y a veces se me ocurre que constituye la primera contaminación significativa del cuento colombiano, su primer contacto claro con las posibilidades de otras tradiciones contemporáneas. Hacia el final del cuento, el narrador piensa: “Del filo de esta navaja depende mi destino”. Y yo me hago esta pregunta caprichosa: ¿No habrían podido decir lo mismo estos diez cuentistas? ¿No salen estos diez cuentistas de la navaja de Hernando Téllez, igual que los rusos del capote de Gogol?

Ahora intentaré explicarme.

II

Al filo de la navaja: diez cuentos colombianos es una antología de menores de cincuenta años. Para cuando nació el decano de estos diez escritores –Héctor Abad Faciolince, en 1958-–, ya la generación de García Márquez y Cepeda Samudio había operado la transformación esencial del siglo XX colombiano, vislumbrada o sugerida por el cuento de Hernando Téllez: la contaminación. En el ambiente endogámico y provinciano de esta literatura, la lección fundamental fue la búsqueda de otras lenguas, de otras tradiciones; sin ese efecto liberador, es dudoso que estos autores hubieran escrito como lo han hecho (se dirá que cada escritor es un individuo y que se hace a sí mismo, pero sobran ejemplos de que el provincianismo es una enfermedad contagiosa). Sus escrituras, las genealogías en que han escogido ubicarse, son espontáneamente cosmopolitas. No cometeré el error facilón de bucear en las biografías para sacar conclusiones con respecto a la obra, pero tampoco podemos pasar por alto que algunos de estos autores se han dedicado a la traducción literaria (Abad ha traducido a Gesualdo Bufalino, maestro de las formas breves, y Julio Paredes a una de las grandes cuentistas vivas: Alice Munro), o que otros han pasado la mayor parte de su vida adulta fuera de Colombia (Santiago Gamboa ha vivido en tres países, Antonio Ungar en cuatro). Estos autores miran hacia fuera: por la razón que sea, su proceso creativo se ha visto irremediablemente expuesto a las influencias más diversas. Y se nota: ya sea cuando la montaña viene a Mahoma (Pablo Montoya importando a la pobre Antígona para ponerla a sufrir en Medellín), o cuando Mahoma va a la montaña (Mario Mendoza impostando la voz de un aventurero decimonónico al mejor estilo de Conrad), estos autores están firmemente inscritos en una poética que, al contrario de lo que le sucedió a Borges o a Cortázar, ya no tiene que explicar sus querencias extraterritoriales, ya no tiene que entonar un complicado mea culpa cada vez que decide ubicar un relato en otro lugar del mundo o usar un texto clásico como metáfora o como pretexto.

Sea como sea, esta antología tiene lo que es, para mí, uno de los signos inequívocos de la madurez: la autoridad para superar –o incorporar, o parodiar– los subgéneros. Así es como Juan Carlos Botero se apoya en la aventura como mecanismo narrativo para construir, en “El descenso”, un relato metafísico en la estirpe de “Las nieves del Kilimanjaro”; y así es como Ricardo Silva se aferra casi con descaro a los clichés del melodrama, que acaba, como su admirado Woody Allen, mejorando, trascendiendo y al final convirtiendo en la conmovedora literatura de “Semejante a la vida”. Y, si se me permite la gigantesca licencia poética de pensar que la cultura popular es un subgénero literario, se me permitirá también admirar sin reticencias esas dos maravillas que son “La magia del Joe Domínguez”, de Pedro Badrán, y “¿Recuerdas Staying Alive?”, de Octavio Escobar. Badrán, fiel a la tradición caribe, es un aventajado lector de Faulkner, y su cuento es capaz de reinventar el célebre narrador colectivo de “Una rosa para Emily” para contarnos el auge y caída de un narco de segunda división. En un párrafo de más de diez páginas, y con un sentido impecable de la oralidad que está lejanamente emparentado con Cabrera Infante, Escobar consigue una pequeña hazaña que ya ha conseguido otras veces: un canto generacional que navega sin estrellarse entre esas dos formas tan peligrosas del optimismo que son el gregarismo y la nostalgia.

Y así llegamos a una pregunta más problemática de lo que parece, y que traigo a colación sólo porque si no lo hago yo, otros lo harán: después de todo esto, ¿dónde está Colombia? ¿Cómo merecen estos cuentos el gentilicio que llevan? Pues bien: que se aprieten el cinturón los nacionalistas de la literatura, porque el segundo síntoma de madurez de estos autores es, precisamente, que hayan decidido dar su lealtad no a su pasaporte, sino a la tradición que practican. Dice Frank O’Connor, uno de los grandes cuentistas/teóricos del cuento, que este género, a diferencia de la novela, vive despegado de los grandes movimientos históricos o sociales: es un género de solitarios, de hombres sin paisaje colectivo, donde lo que se juegan los personajes pertenece casi siempre al terreno de las revelaciones íntimas (eso que Joyce llamó epifanías sigue estando presente en la poética de varios de estos cuentistas). Y todo esto es exactamente lo que sucede en los diez relatos de este volumen. Cuando la realidad política colombiana asoma, como en “La magia del Joe Domínguez” o en “Antígona”, lo hace en sordina y con elegancia, casi pidiendo disculpas por entrometerse en los complejos destinos individuales (el amor fracasado, el cariño fraternal). En otros relatos, como “El descenso”, el escenario es colombiano, pero la peripecia interior del personaje borra ese hecho o lo pone en segundo plano, como un azar sin importancia. En los relatos de Gamboa y Ungar, la nacionalidad es un equipaje que se lleva distraídamente, que no interfiere pero que de alguna manera lejana ha condicionado o moldeado los hechos que se narran. Y en Molokai esa misma nacionalidad ha desaparecido sin dejar rastro. Y lo que es más: sin que nadie se preocupe por buscarlo.

Por supuesto que todo lo anterior es un mero inventario: lo importante no es lo que estos autores hagan con su país, sino cómo lo hacen, desde dónde lo hacen. Y yo tengo para mí que todos lo hacen desde fuera.

Todos escriben con otra tradición sobre el escritorio.

Todos llevan entre las líneas de sus libros la memoria de Borges, que en “El escritor argentino y la tradición” dijo que los escritores argentinos tenían derecho al cuerpo entero de la tradición occidental. En el mismo ensayo escribió: “Todo lo que los escritores argentinos hagan con felicidad pertenecerá a la tradición argentina.” Tal vez sean estas líneas, las vindicaciones de un argentino universal nacido en el siglo antepasado, el verdadero prólogo a un grupo de escritores colombianos que, poco más de un siglo después, aspiran a heredar o a merecer esa universalidad.

III

Por último, algunas anotaciones más o menos pertinentes.

Dice Rodrigo Fresán que hay libros con cuentos y libros de cuentos. Los primeros son recopilaciones hechas un poco al azar: el autor se levanta un buen día y se da cuenta de que tiene suficiente material para armar un volumen, así que lo pone todo en la misma carpeta, se inventa acaso una nota más o menos inteligente y manda el conjunto a su editor. Los segundos, en cambio, son verdaderos sistemas: han sido concebidos según una unidad de algún tipo, y no como meras agregaciones. Los buenos libros de cuentos son organismos en los cuales las simetrías, los cambios de ritmo –o de atmósfera, o de simple persona narrativa– contribuyen a la creación de un efecto especial en el lector. Así sucede desde Dublineses, de Joyce, así sucede en la Eréndira de García Márquez, y así sucede en Réquiem por un fantasma, de Pablo Montoya, en Hotel Bellavista y otros cuentos, de Pedro Badrán, en Guía para extraviados, de Julio Paredes… y así sucede (espero) en esta antología.

Para mí, un buen libro de cuentos no admite una lectura desordenada: un buen libro de cuentos sugiere al lector que lo mejor es comenzar por la primera página y seguir pacientemente hacia el final, pues el escritor tuvo razones imperiosas para escoger un orden en particular y no otro. Pues bien, al ponerme en la tarea de organizar el universo privado que es este libro, buscando el contraste (esos choques entre un cuento y el siguiente, esos placeres que surgen de su mera proximidad), me encontré con sorpresa con que el orden ideal coincidía con el orden alfabético de sus autores, empezando por esa especie de prólogo, de obertura maravillosa, que es el cuento de Héctor Abad y terminando con la clave intimista de Antonio Ungar. El lector, entonces, pasará de la aventura a la quietud, de la historia a la contemporaneidad más descarada, de la narración lineal y realista a todo lo contrario.

Toda antología es una invitación abierta a la polémica; toda antología lleva, implícita o no, una declaración de intenciones. Yo he querido buscar cuentos, pero también cuentistas. La sintonía entre un lector y un relato es siempre más misteriosa de lo que parece, y tiene que ver con el equipaje literario y vital que uno trae al texto y con mil pequeños movimientos de nuestra sensibilidad, que es cambiante; así que sería una perogrullada y (lo que es peor) una banalidad intentar la enumeración de las razones por las que son estos diez, y no otros, los que están aquí. Pero lo que he llamado la búsqueda del cuentista merece una explicación, o por lo menos una glosa. La idea se refiere a la diferencia, sutil pero importante, entre dos especies de escritores radicalmente distintas: por un lado, quienes ven el género del cuento como un objeto de encargo, como un terreno de prácticas, como una manera de no dejar que el brazo se enfríe; y por el otro, quienes lo practican con dedicación y curiosidad: la curiosidad de quien intenta lograr que su vehículo lo lleve cada vez a lugares distintos, de quien intenta explorar y colonizar nuevos terrenos.

Por eso los cuentistas escogidos tienen todos, como mínimo, un libro de cuentos en su hoja de servicios: no son diletantes del género. Y por eso todos estos cuentos han sido ya publicados: no son encargos, con todo lo que eso implica. Y por eso están reunidos, además, en un volumen: el autor ha considerado que merecen ese paso a la permanencia que es la publicación entre tapas. Y por eso son, a veces, inusualmente largos: no son los habitantes profesionales de esas antologías multitudinarias diseñadas para no dejar a nadie por fuera, para no herir sensibilidades, para no pisar mangueras. Y por eso, dejando de lado todas las detestables correcciones políticas (las buenas antologías nunca han respetado cuotas), no hay escritoras en este libro: desde El encuentro, el formidable libro de relatos de Marvel Moreno, y con la excepción de Lina María Pérez, que no hace parte de este libro por culpa de la antipática cronología, las escritoras colombianas no parecen sentirse demasiado atraídas por el género.

Por todo esto, en fin, este libro es como es.

Y es un libro magnífico, lleno de felicidades, lleno de esas pequeñas iluminaciones sutiles que son la marca de fábrica del cuento moderno. Raymond Carver, que no por nada es uno de los cuentistas más influyentes de las últimas décadas (y que está presente, como un abuelo silencioso, en los cuentos de Paredes y de Ungar), tenía junto a su escritorio una ficha bibliográfica en la cual había anotado una frase de Chéjov: “Y de repente, todo se volvió claro para él”. La tradición del cuento moderno se ha especializado en esos discretos momentos de luz. Pues bien, el lector tiene entre manos diez iluminaciones alrededor de ese país lleno de zonas oscuras que es Colombia. Estoy seguro de que las disfrutará. ~

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