El caleidoscopio chino

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La objetividad es un bien escaso en los análisis recientes sobre China. Tanto los sinólogos improvisados como los de tiempo completo han tomado los cristales que componen la realidad china y han armado caleidoscopios a los que hacen girar, a espaldas del azar, hasta encontrar la combinación oscura o luminosa que casa con sus prejuicios e intereses.

El imaginario occidental de China ha tenido desde siempre muy pocos matices. Los consensos de hoy sólo han logrado construirse sobre la evidencia, y lo evidente sólo parece aceptable si está montado en cifras indiscutibles. Nadie se atreve a negar que China ha estado inmersa por décadas en un veloz proceso de desarrollo económico sin precedentes. Hasta la acelerada modernización del Japón Meiji, a fines del XIX, palidece frente a los logros chinos: desde 1978, cuando Deng Xiaoping emprendió la modernización del país haciendo a un lado cualquier principio ideológico que pudiera ser un obstáculo para el desarrollo (“No importa el color del gato si caza ratones”), hasta 2007 (cuando el pragmatismo ha adquirido una tonalidad confuciana con el nuevo lema acuñado por Hu Jintao –el último heredero de Deng– que habla de construir una “sociedad armónica”), China ha crecido a una tasa promedio de diez por ciento anual. La economía ha adquirido, por lo demás, una dinámica propia: a pesar de las últimas medidas administrativas ordenadas por el gobierno para reducir el ritmo de crecimiento y evitar los peligros del sobrecalentamiento, en el segundo trimestre de 2007, la economía china creció oficialmente 11.9% y, extraoficialmente, a la altísima tasa de catorce por ciento. China se ha convertido en una poderosa maquinaria exportadora: en 2006, las exportaciones aumentaron veintisiete por ciento, y el superávit comercial para la primera mitad de 2007 alcanzó la astronómica cifra de 113,000 millones de dólares –más de lo que el país obtuvo en todo el 2005–. Una cifra que corresponde a 9.4% de la producción del país en este primer semestre del año. Para mayo, las reservas chinas totalizaban 1,200 miles de millones de dólares.

El crecimiento económico chino está montado en una política de inversiones y estímulos que ha favorecido a la industria pesada y manufacturera dedicada a la exportación, y a la modernización de la infraestructura, sobre todo en la zona costera del país. Aunque las autoridades locales tienen una creciente libertad de maniobra en el ámbito económico, el gobierno central sigue siendo el principal motor del desarrollo. No sólo mantiene bajas las tasas de interés, facilitando el crédito a los inversionistas, sino que se niega a permitir la libre apreciación del yuan –que está artificialmente devaluado frente al dólar–, para favorecer a los exportadores. También sigue otorgando incontables ventajas a las empresas que se establecen en las zonas donde el gobierno busca derramar el crecimiento económico. Este modelo de desarrollo “desde la cúspide”, que empezó a aplicarse en los años noventa en el Delta del Río Perla, y promovió después el explosivo crecimiento de la región alrededor de Shanghái, tiene ahora dos nuevos objetivos: desarrollar, a imagen y semejanza del delta del Perla, zonas costeras rezagadas –islotes de atraso entre las regiones que encabezan la modernización–, como la provincia de Fujián y la zona de Binhái, y alentar el establecimiento de grandes centros industriales en el interior del país donde el ingreso sigue siendo más reducido que en la costa.

La magnitud de los nuevos proyectos es el mejor indicador de que la economía china seguirá creciendo exponencialmente a mediano plazo. En Fujián el gobierno local se propone, con el apoyo de Pekín, modernizar la infraestructura: se construirán cincuenta por ciento más de líneas férreas; la capacidad de manejo de carga se expandirá ochenta por ciento y se modernizarán puertos y aeropuertos. Si la provincia logra, como se propone, aprovechar su cercanía con Taiwán y atraer inversionistas de la isla, crecerá en unos años un nueve por ciento anual. El experimento en la costa norte de China –en el golfo de Bohái– es aún más impresionante en magnitud y metas. Aquí, el gobierno se ha comprometido a transformar una franja costera semidesértica de ciento cincuenta kilómetros en un paraíso industrial. Pekín planea invertir 15,000 millones de dólares en infraestructura y otorgar incentivos fiscales y otras ventajas económicas a las empresas que se establezcan en la zona para atraer en unos años unos 20,000 millones de dólares en inversión extranjera.

Pero no todo el crecimiento económico depende de la voluntad del gobierno central. En menor escala, otro modelo de desarrollo –“desde la base”– ha irradiado oleadas concéntricas de progreso en diversas regiones del país. El ejemplo más notable es, tal vez, Zhejiang. Hace 35 años, ocupaba la mitad de la tabla del ingreso de las provincias chinas. Hoy, es la cuarta región más rica del país. No sólo ha desarrollado una envidiable base industrial, sino que ha sacado de la pobreza a su numerosa población campesina. Para lograrlo, el gobierno provincial adoptó el sistema de mercado, redujo la intervención estatal en la economía, tiró a la basura las muchas regulaciones que obstaculizaban el crecimiento y ayudó a sanear el sistema bancario –los bancos regionales no prestan a empresas estatales gigantescas que no pagan, sino al sector privado–. La población campesina, empresarial y audaz, aprovechó las nuevas libertades y créditos y convirtió la agricultura en un negocio moderno y floreciente.

El éxito económico y la avalancha de productos baratos que salen a diario de los puertos de China han ocupado la atención internacional, por razones obvias: el superávit comercial chino tiene como contraparte déficits crecientes en otros países del mundo, y las manufacturas chinas han dado al traste con industrias en todos los rincones del planeta. Todo indica, por lo demás, que la oleada de productos baratos provenientes de China seguirá inundando los mercados internacionales. La productividad creciente de la mano de obra ha absorbido sin problemas los aumentos en los costos, resultado de medidas importantes que han pasado casi desapercibidas: el incremento de los salarios en la zona costera (que se elevaron cerca de quince por ciento en 2006), la igualación de la tasa impositiva que Pekín levanta entre las empresas extranjeras y nacionales en esa región, la abolición –decretada en marzo– de las exenciones tarifarias que favorecían la entrada de cerca de doscientos productos de importación, y el impacto de la apreciación controlada del yuan, que elevó su valor frente al dólar siete por ciento desde mediados de 2006.

Pekín ha tomado, asimismo, una serie de medidas que permiten prever que productos tecnológicamente más sofisticados se sumarán a las exportaciones made in China. En 2006, las exportaciones de microchips, automóviles y “aviopartes” crecieron setenta por ciento: cuatro veces más que las ventas al exterior de ropa y zapatos. Aunque el país no ha alcanzado ni por asomo los niveles de progreso tecnológico norteamericano o japonés, los permisos de inversión conllevan crecientemente condiciones atadas que obligan a las empresas extranjeras a diseminar avances tecnológicos y know how al invertir en China, y el gobierno dedica un presupuesto cada vez mayor a promover la calidad educativa y la investigación tecnológica. La innovación se ha convertido en una de las principales banderas del presidente Hu Jintao y del primer ministro Wen Jiabao, que encabezan el equipo de tecnócratas que tomó el poder en 2002. Como sus antecesores inmediatos, quienes gobiernan China hoy han sido los primeros en señalar los desequilibrios que afectan a la economía del país. El liderazgo chino enfrenta, sin embargo, dilemas que se antojan irresolubles.

La realidad demográfica de China refuerza día con día el imperativo que guió por milenios la acción política de todos y cada uno de los emperadores chinos. Confucio lo estableció mejor que nadie: “¿Qué es lo principal para el buen gobierno del pueblo?”, le preguntó alguna vez un político en ciernes. Y el maestro respondió: “Preocuparse de que abunden los víveres, de que haya suficiente fuerza defensiva, y de que el pueblo tenga confianza en sus gobernantes.” Para asegurar el pan y mantener el Mandato del Cielo que legitimaba su poder, los emperadores del pasado cumplían con los rituales propiciatorios, mantenían en perfecto estado diques y canales y apuntalaban la paz social para asegurar una buena cosecha tras otra. Para que los víveres abunden, los gobernantes de hoy necesitan, antes que nada, dar empleo a los quince millones que ingresan cada año a la fuerza de trabajo. Para ello es indispensable que la economía siga creciendo aceleradamente. Por desgracia, ese imperativo es el principal obstáculo para resolver muchos de los problemas gravísimos que enfrenta el país a corto plazo.

El primero de ellos es el desastre ecológico que la modernización ha dejado a su paso. Un largo artículo de The New York Times (agosto 26, 2007) lo resumió de manera inmejorable. “China se está ahogando en su propio éxito”, se lee. “Problemas ambientales que se considerarían catastróficos en otras partes del mundo, son un lugar común en China: ciudades industriales tan contaminadas que no ven la luz del sol; niños víctimas de envenenamiento por plomo u otros tipos de contaminación; mares invadidos por la marea roja, a tal grado, que no pueden sostener ningún tipo de vida.” China ha echado mano de sus abundantes reservas de carbón mineral para alimentar el crecimiento industrial y las necesidades energéticas del país. El resultado es que sólo uno por ciento de los quinientos sesenta millones que viven en las ciudades respira aire a la altura de las normas ambientales europeas. La lluvia ácida proveniente de China contamina no sólo el archipiélago japonés y otros países vecinos, sino aun la Costa Oeste de Estados Unidos, y las emisiones de gases que lanza a la atmósfera han contribuido crecientemente al calentamiento terrestre. Como Washington, Pekín se ha negado a comprometerse a combatir esos gases, pero, a diferencia de Estados Unidos, China está pagando ya las consecuencias de su irresponsabilidad ecológica. El caudal del Río Amarillo –el corazón de la civilización china y la fuente de vida del norte del país– ha disminuido año con año: los manantiales y glaciares que lo alimentan se están agotando aceleradamente.

El liderazgo chino ha tratado de combatir la contaminación, pero sus esfuerzos han sido demasiado tibios o se han perdido en una maraña de intereses burocráticos, como sucedió con el programa llamado “PNB verde”. Cuando los tecnócratas de Zhongnanhái –la “ciudad prohibida” diseñada por Mao donde viven los jerarcas del país–, y los líderes provinciales, descubrieron que aplicar las normas ecológicas del plan costaría al país un tres por ciento del PNB, el programa fue archivado sin mayores aspavientos. Tarde o temprano, sus arquitectos o sus herederos tendrán que desempolvarlo.

El desperdicio de recursos, la corrupción y los abusos de autoridad han crecido de la mano de la contaminación ambiental. Los tres se alimentan del extraño maridaje entre políticos y empresarios que se ha consolidado en los últimos años. Esa extraña alianza sirve a los intereses de ambos. Permite al Partido Comunista Chino (PCCh) mantener un crecimiento acelerado, indispensable para cimentar la estabilidad social y el control sobre la nueva burguesía, y evitar poner en riesgo el monopolio partidista del poder. Ese mismo monopolio obliga a los empresarios a mantener relaciones estrechas con los políticos para tener un acceso rápido y fácil a materias primas escasas, créditos, o terrenos para construir nuevas plantas industriales.

El gobierno ha anunciado en los últimos meses algunas medidas para limar los abusos resultado de la cercanía entre empresarios y políticos. Promulgó una nueva ley antimonopolios, y otra que previsiblemente protegerá los derechos de propiedad y frenará los despojos que han caracterizado la industrialización en todo el país. Pero sólo su aplicación comprobará su eficacia. Asimismo, China ha vivido esporádicamente sonadas campañas anticorrupción. La más célebre fue la que acabó, a fines de 2006, con la carrera de Chen Liangyu, el rico y poderoso líder de Shanghái. El problema de estas ofensivas es que no han sido sistemáticas y tienen una clara coloración política: Chen Liangyu no formaba parte del equipo político de Hu Jintao.

Otro problema inmediato que los líderes chinos deben enfrentar puede resumirse en la pregunta que ha tapizado la prensa internacional por meses: ¿está sobrecalentada la economía china? Hasta hace poco, más allá de la opinión politizada de observadores interesados, la respuesta era “no”. La inflación, uno de los mayores riesgos –e indicadores– del sobrecalentamiento, se había mantenido por años abajo de dos por ciento. Sin embargo, en agosto de 2007, la inflación se elevó a 6.5%, la tasa más alta de la última década. Pero la inflación parece haberse centrado en el costo de los alimentos, en especial de la carne de puerco –un producto básico en la dieta de los chinos–, y no en el índice general de precios. De acuerdo con The Economist (septiembre 29, 2007), haciendo a un lado el costo de los alimentos, en los últimos meses, la inflación fue de sólo 0.9%. Sobrecalentamiento o no, el liderazgo chino ha respondido inmediatamente al riesgo de una espiral inflacionaria: cuando cinco aumentos consecutivos de la tasa de interés no lograron detener el acelerado crecimiento de la economía, el gobierno congeló los precios de productos como la gasolina, el agua y la electricidad. El liderazgo chino no puede darse el lujo de permitir que la economía aterrice bruscamente, ni quiere enfrentar el peligro de una oleada de inestabilidad social: el recuerdo del 4 de junio de 1989 quedó grabado en la memoria del PCCh. La chispa que desató las protestas del 89 fue una ola inflacionaria.

Lo cierto es que, en el campo económico, el error de Pekín ha sido no permitir que el mercado corrija los desequilibrios. La apertura tiene todavía que llegar al sector bancario, al mercado de capitales y fijar el precio del yuan de acuerdo con la oferta y la demanda. Mientras esto no suceda, el gobierno se verá obligado a intervenir una y otra vez en el funcionamiento de la economía y sus políticas alimentarán un clima político adverso en aquellos países que se han visto afectados por medidas que favorecen la exportación de productos baratos, como el mantenimiento de una tasa de cambio artificial.

Con todos los lastres y riesgos que arrastra la economía, es indudable que los tecnócratas que gobiernan China saben lo que quieren y han dirigido con inteligencia, astucia y eficacia el desarrollo del país. Han cumplido con el primer mandato confuciano del buen gobierno y asegurado la abundancia de víveres. La economía seguirá creciendo por años a la velocidad de los últimos decenios.


Es mucho más difícil encontrar una combinación luminosa en los cristales de la cara política del caleidoscopio chino. En el territorio de la defensa y la confianza confucianas los números rojos dominan el balance del PCCh.

Hu Jintao presidirá en unos días el decimoséptimo Congreso quinquenal del PCCh en una posición de fuerza relativa. El dominio político del partido no enfrenta ningún desafío multitudinario y organizado y los éxitos económicos le auguran, por el momento, la posesión legítima del Mandato del Cielo. Sin embargo, el presidente chino está sometido a demandas políticas desde los cuatro puntos cardinales. Enfrenta presiones internacionales para que China cumpla con las normas de la omc, elimine los subsidios a las exportaciones y adopte una diplomacia responsable en África y Asia. En el ámbito doméstico, Hu Jintao preside un régimen ideológicamente vacío, donde los choques entre la izquierda y la derecha son más enfrentamientos de intereses que de principios, pero que le imponen la necesidad de revitalizar al PCCh, y demandas sociales que amenazan con rebasar la capacidad de control del sistema.

En busca de la ideología perdida, el liderazgo chino ha permitido el renacimiento de las religiones –debidamente vacunadas contra la tentación de hacer política– y de las ideas confucianas. La doctrina de Confucio fue por milenios una exitosísima receta para apuntalar la estabilidad social: predica un orden que es, de hecho, una pirámide de obediencia que culmina en la lealtad al gobernante, alimenta la fe en la perfectibilidad del hombre a través de la educación y en la importancia de la conducta moral del poderoso. Sin embargo, es ahora un sustituto muy pobre para el marxismo y para el efecto de demostración que la democracia occidental ejerce sobre China.

Hu Jintao ha mantenido la política represiva que se inauguró en Tiananmén en 1989: encarcela a los disidentes, despide a periodistas liberales que se atreven a tocar temas prohibidos, cierra websites que inauguran cualquier tipo de debate político, reprime a grupos que se manifiestan más allá de los límites que el Estado considera aceptables (como el Falún Gong), y utiliza los muchos recursos de control que posee para aplastar cualquier atisbo de democracia multipartidista. Paradójicamente, la revolución informática que ha acompañado el proceso de modernización que encabeza el PCCh, se ha convertido en el mejor antídoto para la represión de libertades y derechos.

Xianmén es un botón de muestra, reciente y ejemplar. Mensajes anónimos por celular organizaron, a fines de mayo y principios de junio, protestas multitudinarias en contra del establecimiento de una inmensa planta química y altamente contaminante en los suburbios de esta ciudad porteña de 2.3 millones de habitantes. Las autoridades anunciaron la suspensión temporal del proyecto. Respondieron con la misma velocidad al torrente de críticas online ante el descubrimiento del uso de trabajo esclavo en talleres de las provincias de Henán y Shanxí. A diferencia de las manifestaciones espontáneas, pero desorganizadas, que se han multiplicado en el país entre obreros o campesinos, protestas como la de Xianmén generan especial temor en el gobierno, porque provienen de la creciente clase media, uno de los principales pilares de apoyo del sistema.

El gobierno comunista chino es una estructura centralizada y anacrónica que aborrece la idea de abrir canales de comunicación entre la sociedad y la cúpula gobernante y de permitir la libre participación política. Sin embargo, tiene mecanismos eficaces para medir el pulso de la sociedad y sabe que es indispensable abrir el sistema. Tal vez por ello, el partido mismo inició recientemente un debate sobre una palabra prohibida hasta hace poco: “democracia”. Fue el propio Hu Jintao quien rompió el tabú. En un discurso de fines de junio, habló de la necesidad de democratizar el partido y colocó varios adjetivos para definir una democracia deseable: “consultiva”, “electoral”, “socialista”, “gradual”, son tan sólo algunos de ellos. Cualquier democracia con adjetivos es un eufemismo que oculta una forma de dictadura. Las democracias adjetivadas de Hu Jintao reflejan el viejo concepto de sistema “democrático” que el PCCh dio a conocer en 2005: un gobierno democrático es aquel que, como el comunista chino, “gobierna en nombre del pueblo”. Habrá que esperar al resultado de las resoluciones del decimoséptimo Congreso para saber hasta dónde llegan las intenciones democráticas de Hu Jintao. Por lo pronto, la única democracia previsible en China es la “gradualista”, que se ha dado ya en la base del partido y del gobierno entre varios candidatos comunistas. Una vestimenta política estrecha y de mala factura, que le va muy mal a la sociedad china de hoy, cada vez más rica y sofisticada políticamente. ~

Octubre de 2007

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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