El populismo a través del espejo

Muchas similitudes pueden hallarse entre el gobierno de López Obrador y los de otros mandatarios como Narendra Modi (India), Recep Tayyip Erdoğan (Turquía) y Viktor Orbán (Hungría). Este análisis comparativo cala hondo en quienes buscan el aplauso político a toda costa y nos recuerda que el ciclo populista puede ser largo, pero nunca será eterno.
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Discurren en los tiempos todas las historias
particulares de las naciones en sus apariciones,
progresos, estados y fines.

Vico, Ciencia nueva (1725)

“Populismo es una palabra vaga, genérica, usada a menudo de manera imprecisa, a veces incluso equívoca; una palabra-amuleto, a la que se recurre como exorcismo lingüístico cuando uno se topa de frente con una realidad elusiva e inquietante, fantasmagórica y amenazante; la sacamos en procesión como se hacía antiguamente con el santo patrono en los pueblos del sur frente a un cataclismo o una hambruna. Por ello debemos manejarla con cautela e, incluso, con parsimonia”,1 dice el novelista italiano Antonio Scurati en Fascismo e populismo. Mussolini oggi (2023), panfleto escrito con motivo de la llegada electoral al poder de los Hermanos de Italia, organización de origen neofascista, en octubre de 2022, justo el año en que se cumplía un siglo de la Marcha sobre Roma de Benito Mussolini.

Aunque lo que escribe es cierto, también lo es que, a punto de cumplirse el primer cuarto del siglo XXI, sabemos bien qué significa políticamente el populismo y asumimos que una de sus características, acaso la más perturbadora, es su naturaleza polimorfa. No creo que la contradicción izquierda/derecha haya desaparecido del todo (ni creo que ello deba ocurrir), pero es evidente que en la actualidad es solo una cláusula en el contrato entre el populismo y la democracia. Porque, según los entendidos, la relación entre la democracia y los populismos es contractual; a diferencia de otros despotismos, los populismos necesitan de la democracia electoral para llegar al poder (y “deconstruirla”) y recurren de manera plebiscitaria a las elecciones, despojándolas pacientemente de su carácter competitivo.

Nunca creí que Morena pudiese ser derrotada en las urnas el pasado 2 de junio de 2024, pero, como muchos, jamás imaginé una derrota tan demoledora para la oposición democrática. Las explicaciones a esa noche de pesadilla son muchas y suelen ser del orden fenoménico o de naturaleza moral: los ciudadanos votaron como una clientela agradecida por las ayudas sociales recibidas durante el sexenio, las cuales mejoraron el nivel de vida de los sectores más vulnerables de la población y esa satisfacción del electorado impactó más que el desastre sanitario o el dominio del crimen organizado sobre vastas regiones del país.

La ineludible pedagogía demagógica del presidente Andrés Manuel López Obrador (1953) da para más. A través de las conferencias matutinas cotidianas que alcanzaban sobre todo a los millones de mexicanos cuya fuente de información primordial es la televisión abierta, no solo imponían su agenda. Hay mar de fondo: el descrédito de la prensa libre –que era lo que había contra Napoleón III, el primer populista moderno, según Pierre Rosanvallon– no provenía solo de la necesidad simplemente autoritaria de protegerse del escrutinio público, sino implicaba dejar en claro que las libertades públicas son secundarias cuando un soberano “ya no se pertenece porque encarna al pueblo”, como lo proclamó aquel sobrino imperial. La verdad únicamente puede ser generada por ese poder que absorbe la soberanía popular. Es decir, “los otros datos” son tan viejos como el populismo mismo.2

Otra de las razones que se esgrimen, aunque con cautela, habla de un atavismo que durante los veintiún años de transición democrática (1997-2018) quedó en suspenso y López Obrador reactivó: la costumbre hecha naturaleza de los mexicanos ante la vivencia del partido único y el señorpresidentismo. Según esta visión, la mexicana es una ciudadanía que confunde la democracia –una forma de elección (y de revocación mediante el hipotético voto de castigo) de autoridades y un balance institucional de tres poderes– con un régimen expansivo y, sobre todo, expedito de justicia social. Si existe, como se ha dicho, “servidumbre voluntaria”, estaría asociada a las legítimas aspiraciones y a las ensoñaciones (que es donde el populismo transita con mayor comodidad)3 del electorado. También –clientelismo y coerción– habrían pesado fenómenos como el miedo a perder las ayudas de los programas sociales y el creciente poder del narcotráfico a la hora de elegir candidatos a modo.

A todo lo anterior, probablemente cierto, se suma la fianza moral con la que cuenta la izquierda que dice votar por ideas y no por personas, de tal manera que el perfil conservador de López Obrador no fue lo suficientemente incómodo como para evitar transferirle sus votos (y más) a su candidata Claudia Sheinbaum (1962), ella sí una izquierdista del todo representativa. Ese voto oculto, se ha dicho, provino de quienes se iban, supuestamente, a oprimir la nariz votando por la candidata del PRI y del PAN, partidos que arrastran una condena moral por su “pasado” que, en 2021, por cierto, no les impidió arrebatarle la mayoría calificada a Morena y ganarle numerosas alcaldías.

El PRI y el PAN, en efecto, son partidos decadentes y acaso en proceso de extinción, como ya le ocurrió legalmente al PRD, el tercer socio de la alianza opositora, pero también fueron víctimas de otro éxito de López Obrador: imponer una “narrativa” que asocia casi cronológicamente los años de la transición con los del “neoliberalismo”. Asumir ese cuento implica, sobre todo para la vieja izquierda, creer que los gobiernos priistas anteriores al presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) fueron una panacea a la cual hay que regresar.

Más allá de los 2 de octubre y de los 10 de junio, quien haya vivido lo suficiente recordará que aquel México, del todo antidemocrático y autoritario, era un páramo de murmullos y habladurías, pleno en silencios culposos y secretos de familia. El “desarrollo estabilizador” prohijó una clase media urbana en expansión que sobrevivió a los protopopulismos (en relación a los de hoy) de Luis Echeverría y José López Portillo, a la llamada “crisis” que perdió todo peso léxico para convertirse en un estado de ánimo. A aquella clase media, crecientemente universitaria, la rodeaba un país muy pobre, tremendamente injusto y del todo incomunicado, no tan cruel como el actual, pero a su manera violentísimo, en un siglo donde no imperaban los derechos humanos como filosofía moral, ni su difusión instantánea.

La historia nunca se repite, pero regresa de otra manera, o eso dicen los filósofos de la historia que suelo leer. Por ello, estoy entre quienes creen que la única verdadera cuarta transformación fue la de la Revolución Institucional, que con Morena llega a su cuarta sigla. En los hechos, el PRD desapareció en 2012 cuando López Obrador se llevó consigo hasta al 90% de sus militantes y a sus principales apparátchiki (con la excepción de un grupo socialdemócrata que conservó la franquicia) y a lo largo de una década, sobre el terreno y con mayor velocidad desde 2018, Morena se hizo de miles y miles de priistas (y hasta de panistas).

El cuarto avatar del PRI parece un retorno a los orígenes, al Partido Nacional Revolucionario (1929-1938), diferente a su sucesor, esa versión local y corporativa del frente popular que era el Partido de la Revolución Mexicana (1938-1946) del general Cárdenas, y también al PRI que fue –se suele olvidar– la forma que el gobierno posrevolucionario encontró de acomodarse en el mundo de la Guerra Fría, disipando toda sospecha de sovietismo sin perder la ecuménica pureza nacionalista emanada, se decía, de la guerra civil de 1910.

Y la “regeneración nacional” del morenismo es caudillista, pero no tanto: está diseñada para sobrevivir a López Obrador, caudillo, él sí, único y todopoderoso, pero quien, a diferencia de Plutarco Elías Calles, carece de rivales. Las reformas constitucionales que se están imponiendo este mes tienen por propósito supremo una nueva institucionalidad iliberal, extinguiendo la vida democrática que los llevó al poder, como ha ocurrido en la India de Narendra Modi (1950), en la Turquía de Recep Tayyip Erdoğan (1954) o en la Hungría de Viktor Orbán (1963).

Es falso que el PRD y el PRI hayan desaparecido durante la madrugada del 2 de junio de 2024: fueron fagocitados por Morena durante una década. Hace unas semanas, José Antonio Aguilar Rivera me comentaba que conocidos suyos, extranjeros y buenos conocedores de la tramoya populista, se mostraban sorprendidos de que lo que está sucediendo en los hechos en el Palacio Legislativo de San Lázaro –convertir mediante la sobrerrepresentación una mayoría calificada en una asamblea constituyente– haya carecido –a diferencia de otros populismos– de la alharaca que trae una nueva Constitución. “López Obrador”, me decía José Antonio, “no la necesita” porque cree en la utilidad de las antiguas instituciones para restaurar aquellas “facultades metaconstitucionales” del presidencialismo. Yo agregaría que el carácter retrógrado y conservador del presidente lo invita al gatopardismo, dejando todo atado y amarrado para expulsar de la política a la oposición, pero también para cuidarse las espaldas ante la emergencia de un nuevo caudillo, quien se enfrentaría a un régimen iliberal nacido con una sobrada legitimidad democrática de la que carecieron el PNR, el PRM y el viejo PRI.

Una vez más, la democracia es el camino del populismo para desmantelar la democracia. No he dicho nada nuevo o que no se haya discutido en los últimos años y meses, y por ello me concentraré en comparar, a grandes rasgos, a nuestro populismo triunfante con algunos otros. Lo hago, en primer término, por cierta exasperación, porque, con excepciones y sin detenerme, por ahora, en las sutilezas de la academia, la prensa mexicana escasamente se atrevió a decir –más por ignorancia que por patriotismo, me temo– que lo ocurrido en México y bajo López Obrador y desde 2018 forma parte del ciclo populista internacional en curso. Las particularidades históricas de cada proceso –como “desconstitucionalizar” México con la Constitución por delante– son tan relevantes como algunas simetrías resultan de gran interés. Y es curiosa la ausencia de López Obrador y de referencias a su gobierno en la bibliografía sobre Modi, Erdoğan u Orbán, a cuyas biografías y trayectorias recurrí, un tanto aleatoriamente.4 Habría sido más fácil compararlo con sus amigos latinoamericanos; preferí hacer paralelos más temerarios.

La poca frecuencia de las referencias internacionales al populismo de López Obrador es, en sí misma, sugerente y abona en algunos de mis argumentos. Al perfil aislacionista del personaje (acaso roto por su participación en el episodio venezolano) se agrega la desagradable sensación de que el PRI, durante siete décadas, aleccionó al mundo de que México no tiene por qué ser una nación relevante por su calidad democrática.

Es común escuchar que debemos “darnos por bien servidos” de no tener en el poder a un Nicolás Maduro, a un Javier Milei. Lo nuestro, así, sería “un populismo de baja intensidad”, poco frecuentado por los observadores internacionales porque México llama la atención por sus narcotraficantes (de los que acaba por ocuparse Estados Unidos) y por poseer (lo cual no deja de ser una virtud en comparación con otros populismos), históricamente, un nacionalismo vegetariano, autocompasivo y carente de belicosidad contra sus vecinos o contra sus minorías étnicas, como ocurrió en enero de 1994, cuando el gobierno mexicano, ante la rebelión neozapatista, decretó una tregua unilateral tan pronto como pudo y abrió las negociaciones.

El presidente López Obrador cree formar parte de esa tradición pacifista mexicana, pero encabezó y permitió la violencia verbal cotidiana contra sus opositores –quienes encarnan la proverbial “antipatria” de todos los populismos– y los expuso, junto a varios periodistas nacionales e internacionales, a las agresiones de sus seguidores; fue obsequioso con los señores del narco y sus familias –porque asocia a esos criminales con Chucho el Roto o Pancho Villa, es decir, víctimas de la desigualdad social a quienes la injusticia obliga a delinquir– y carece de empatía hacia las víctimas.

A diferencia de los regímenes de Modi o Erdoğan, el populismo mexicano se ha cuidado de ejercer la represión directa, aunque la persecución penal de los científicos por María Elena Álvarez-Buylla, la Lysenko del obradorismo, estuvo cerca de ella. La inesperada militarización del país emprendida por López Obrador puede cambiar, empero, las cosas en el futuro. Ha munido al ejército de muchísimo dinero; es una bomba de tiempo que estallará ante quien pretenda despojarlo de ese caudal. Esa es acaso la verdadera garantía de que México no volverá –según el destino manifiesto de Morena– al periodo “neoliberal”.

El Partido del Pueblo Indio (BJP por sus siglas en inglés) fue fundado en 1980 y ha gobernado desde 1984, salvo en tres breves periodos, merced al sistema parlamentario. Encabezado por Narendra Modi (el presidente más popular del mundo, según presume López Obrador, mientras que él ocupa el segundo lugar) desde 2014, su poder carismático proviene de orígenes distintos a los del mexicano, aunque el Partido del Congreso de la India fue similar en algunas cosas al viejo PRI. Pero el partido de Nehru se desfondó al volverse inmanejable la violencia entre la minoría musulmana y la mayoría hinduista, de la cual Modi se ha convertido en encarnación absoluta, vendiendo atributos que nos son conocidos: vindicación del amor por encima de todos los sentimientos, a través de las “benditas redes sociales” se diría por acá, y su politización (la de ese amor paternal) mediante un estilo que es siempre performático,5 caracterizado por los insultos recurrentes y los apodos denigrantes a sus adversarios, sobre todo a la dinastía Gandhi, encabezada por la italiana nacionalizada india Sonia Gandhi, esposa del asesinado Rajiv Gandhi. Ella es católica y presidenta del Partido del Congreso desde 1998.

A diferencia de México, el llamado “etnonacionalismo” de Modi coincide y saca provecho del terrorismo islámico, que llegó a la India y radicalizó el odio religioso en un país que había logrado conciliar, en una tensión nunca resuelta, al islam y al hinduismo, logrando un equilibrio que asombró a Octavio Paz cuando recorrió la India y dejó testimonio en Vislumbres de la India (1995). Pero eso es el pasado.

Desde el pogromo de 2002 contra los musulmanes en el estado de Gujarat gobernado por Modi, la India es un campo de batalla donde el primer ministro ha logrado “desislamizar” al país sin escatimar violencias reales, verbales o legales. Para ello se ha servido de un ejército de movilizadores del voto y de vigilantes del hinduismo, de los cuales los Servidores de la Nación de López Obrador parecieran ser una muy pálida e inadvertida imitación. Pero, así como Morena se sirvió de la clientela del PRI y de sus probadamente eficaces modos de cooptación, Modi replicó los excesos corporativos del Partido del Congreso para mantener al BJP en el poder. En México como en la India, abandonar las filas de la oposición e ingresar al movimiento populista es una pila bautismal que lava todos los pecados políticos anteriormente cometidos.6

Modi se convirtió en el rey de las redes sociales, dotando a los intocables (y a casi toda la población sin acceso a internet) de teléfono celular. Se cuentan por millones, actualmente, los grupos de WhatsApp de los que dispone el BJP; la imagen y la voz de Modi –fanático de los hologramas– aparecen hasta tres veces al día frente a casi cualquier acontecimiento en la más poblada de las democracias del planeta. Aunque el BJP no siempre gana en todos los rincones de esa federación, conservó el gobierno en 2024, lo cual, gracias a una política de alianzas similar a la de Morena, le permite seguir gobernando en virtud de victorias electorales, que para Modi son “batallas de imágenes”.7 Su imagen se ha traslapado con la de la Madre India.

El populismo de Modi no solo es sustancialmente nacionalista, sino hijo de la Yihad y de la Guerra contra el Terror, lo cual lo ha convertido en un socio económico y militar indispensable lo mismo para Rusia que para los Estados Unidos, quienes se hicieron de la vista gorda ante la degradación de los ciudadanos indios de religión musulmana a ciudadanos de segunda categoría, mediante una estrategia de acoso y derribo de la Corte Suprema, como está ocurriendo en México. Desde 2014, en la India, la expulsión y asesinato de jueces distritales, por fallar a favor de los derechos de los musulmanes y, en menor medida, de los cristianos, ha llevado al suicidio a algunos impartidores de justicia que se negaron a ser sobornados o porque lo fueron.8

Ese es también el contexto de la Turquía de Erdoğan. Más aún que el de la India, su populismo se manifiesta en condiciones completamente diferentes a las mexicanas, dado el terrorismo kurdo, por un lado, y del ISIS, por el otro. Pero su retórica es similar a la de Modi, el antimusulmán, quien comparte métodos y fobias con el islamista Erdoğan, ambos presidentes de naciones víctimas de los terroristas del siglo XXI. El 76% de los húngaros, estando fuera del radar del terrorismo, temen un ataque de esa naturaleza gracias a las teorías de la conspiración que Orbán ha sembrado en el país, según Paul Lendvai, en Orbán. Hungary’s strongman.9

Profundamente conservadora, antioccidental y antielitista, racista frente a los kurdos, la de Erdoğan es una posición cada vez más incómoda en la OTAN, dada su pretensión –mussoliniana, se ha dicho– de fungir como mediador entre Vladímir Putin y Occidente, ante la guerra de Ucrania, cuando es evidente –como ocurre también con Orbán– que algo más que sus simpatías están con los rusos.

En los casos de la India, Turquía y Hungría, la intoxicación populista tiene fuentes remotas, como el verdadero origen ario de los indios –bandera del BJP–; recientes en un siglo, como la disolución del Imperio otomano de la cual nacería la Turquía secular de Kemal Atatürk que Erdoğan detesta (pero imita desde el islamismo); y remitidas a la conversión cristiana de Hungría a través del rey san Esteban en el año 1000, pues Orbán siempre recuerda que su país fue una potencia en Europa central y los Balcanes, víctima frecuente de los austríacos y de los turcos. El impreciso conocimiento que López Obrador tiene de la civilización mesoamericana, construido a retazos por el romanticismo decimonónico y la imaginería del muralismo, se parece poco, por fortuna, al revanchismo de los imperios perdidos –reales o imaginarios– de sus parientes populistas en el viejo mundo.

El pluralismo de Modi, leemos en Modi’s India, se limita a aquellas religiones minoritarias que aceptan el supremacismo hinduista y su modelo de “democracia étnica” es Israel.10 Y lo que Jaffrelot llama “mayoritismo” del BJP para invisibilizar y disgregar a los votantes musulmanes es una sobrerrepresentación. En 1980 había 49 parlamentarios musulmanes en la Lok Sabha (cámara baja) de 542 asientos; en 2019 solo quedaban 25 y unos pocos menos en las elecciones de 2024. Alrededor del 15% de los indios son musulmanes.11

Al haber recibido una educación islamista en un país secular y occidentalizante, Erdoğan también sacó provecho de su condición humilde –en realidad hijo de un capitán de la guardia costera–, representante de un “país real” frente al “país legal” de los herederos de Atatürk. Se ha rodeado de una estética otomana, sin llegar nunca a los excesos estilo Bollywood de Modi, y ha construido inmensas mezquitas, rivales con aquellas del viejo imperio.

Hijo de una familia modesta de comerciantes, nacido en Vadnagar, Modi militó desde joven en la extrema derecha hinduista y, cuando en junio de 1975 la primera ministra Indira Gandhi decretó el Estado de emergencia –que fue el equivalente en la decadencia del Partido del Congreso al 68 para el PRI, dicho sea aproximativamente–, el futuro presidente indio se curtió en la oposición, desarrollando desde entonces un odio cerval contra la élite intelectual y política de Nueva Delhi, cuyo “cosmopolitismo” encarnaban los Nehru-Gandhi, a quienes está lejos de considerar “legítimos adversarios”: son traidores a la nación. Los intelectuales, influencers o activistas, llamados naxals, son considerados el enemigo invisible del país. Contra “la casta”, motivo a denigrar de todos los populismos, Modi presume su origen “plebeyo”.12

El éxito de Erdoğan se debe a un incontestable crecimiento económico y a una transformación social verificable en que, por ejemplo, Turquía pasó de tener, en 2002, un nivel de mortalidad infantil similar al de Siria a acercarse actualmente al de España. Sus gobiernos han convertido a Turquía en un país de clase media, que no lo era, y aunque ni por sus más de veinticinco años en el poder, ni por la eficacia de su política pública, pueden compararse al sexenio de López Obrador, ambos personajes comparten no solo el desprecio furibundo contra las élites, sino la historia del político del pueblo una y otra vez boicoteado en su ascenso al poder. En 1998, por ejemplo, Erdoğan fue destituido como alcalde de Estambul y enviado a la cárcel por haber leído en público un poema incendiario de Ziya Gökalp que la justicia determinó que incitaba al odio religioso. Ese “desafuero”, que al final se redujo a cuatro meses en prisión, lo convirtió en la figura central de la política turca, como le ocurrió a López Obrador en 2005.

En términos económicos, tratándose de la India, una de las potencias tecnológicas del mundo, el populismo del BJP no es muy distinto a otros, y es de menor calado frente a los logros turcos. Le ha devuelto la dignidad a los más pobres mediante una propaganda revanchista sin que ello se traduzca en políticas públicas de inversión social; sus reformas fiscales han beneficiado a la clase media que le es afín y, como en todos los populismos del siglo XXI, los ricos son más ricos que nunca, hablando de una nación, la India, donde los millonarios son miles y los multimillonarios, cientos.13

A diferencia de Morena, confluencia de las dos izquierdas mexicanas, el BJP se ha enajenado a todo aquello que sea de origen marxista, perseguido por extranjerizante y, otra vez, cosmopolita, pero, en sintonía con los propagandistas de López Obrador, los libros de texto han sido mutilados a favor de la versión Modi de la historia. En el estado de Uttar Pradesh, lo mismo que en el silabario de la Universidad de Nueva Delhi, el turco-islámico Imperio mogol de la India, que dominó gloriosamente entre los siglos XVI y XIX, ha sido eliminado o reducido a tres o cuatro líneas. Los cursos de religión islámica en los colegios, impuestos a partir de 2014 en Turquía, provienen de las versiones locales, educados –como Erdoğan– en escuelas para imanes, de los Marx Arriaga del obradorismo.14

Idiosincráticamente, la defensa de la vaca como animal sagrado de la India ha sido el pretexto para armar milicias al servicio del BJP que no solo ponen en su lugar a los poquísimos que se atreven a tocar a las bestias sagradas, sino se dedican a amedrentar a los opositores y a los indiferentes. Como otros populismos, el de BJP es dado a procrear políticos supersticiosos, como aquellos que pregonan que solo la orina de vaca cura el cáncer,15 lo cual recuerda a las estampas del Sagrado Corazón de Jesús levantadas como “escudos” contra la covid-19 desde el Palacio Nacional de México, en 2020. Ni en la India ni en México la gestión desastrosa de la pandemia derivó en un verdadero castigo en las urnas.

El drama religioso de la India, que Nehru y sus sucesores del Partido del Congreso trataron de evitar secularizando, es ajeno, por fortuna, a la sociedad mexicana. Pese a ello y contra lo que se pensaba no fue el PAN, sino Morena, el partido que maltrató más al Estado laico, con las ceremonias dizque tradicionales tomadas erráticamente de la religiosidad indígena, con el eventual evangelismo de López Obrador, quien no tuvo empacho en repetir la habitual fraseología filistea sobre Jesucristo, o la todavía no aclarada relación de algunos de sus funcionarios con la iglesia La Luz del Mundo.

Pese a todo, habla bien de México y de su naturaleza secular el hecho de que la nueva presidenta sea, sin que ello haya sido relevante para sus votantes, uno de los primeros mandatarios de origen judío secular electos en el continente. Salvo en los rincones más turbios de las redes sociales, la religión, o la ausencia de ella, de los candidatos no fue tema de la campaña. Tampoco lo fue la Virgen de Guadalupe, cuya imagen Sheinbaum usó en una falda y ello le fue recriminado por la candidata opositora en uno de los debates, sin que pasara a mayores.

Acaso más que México y la India, Turquía es un país polarizado entre los fanáticos de Erdoğan y sus enemigos, sobre todo después del fallido golpe de Estado de julio de 2016 donde el ejército, guardián de la Turquía secular y moderna fundada por Atatürk en 1923, colocó a su némesis en una posición paradójica. Erdoğan, arquetípicamente “antielitista, nacionalista y conservador”, aparecía como el defensor del orden democrático de una nación mayoritariamente musulmana, cuya capital Ankara no había estado bajo fuego enemigo desde que la atacó Tamerlán en 1402. Pese a que se felicita del fracaso de aquel golpe, Soner Cagaptay, autor de The new sultan. Erdoğan and the crisis of modern Turkey, afirma que hace una década, en apenas un año, Turquía pasó de ser un país “parcialmente libre”, de acuerdo a los parámetros internacionales, a uno “no libre”.16

De un lado, dice Cagaptay, está el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP por sus siglas en turco), que en 2017, tras el golpe fallido, logró con sus aliados el 52% de la votación, resultado que revalidó con dificultades en 2023 frente a esa otra mitad de los turcos secularistas, de izquierdas, liberales o kurdos que consideran “infernal”17 el dominio de Erdoğan, quien ha ganado cinco elecciones parlamentarias, dos referendos y una elección presidencial por voto popular, pasando de primer ministro a presidente reelegido. Poniendo aparte lo religioso, la única diferencia que juega a favor del futuro de nuestra democracia frente al populismo global es la no reelección (la cual Sheinbaum desea extender a todos los niveles) porque abre la posibilidad de que, al cambiar de rostro, el poder baje la intensidad doctrinaria.

A diferencia de López Obrador, Modi y Erdoğan, Orbán es un apóstata del liberalismo, habiendo sido empleado de la Open Society en 1988, del millonario húngaro George Soros, que se convirtió en su bestia negra. Su partido, Fidesz-Unión Cívica Húngara, lo ha seguido hasta formar parte de la extrema derecha europea. Ha sacado las cruces de san Esteban, el primer rey de Hungría, de los museos al parlamento, como lo hizo en 2000. Casado con una católica, a fines del siglo XX ya se había reintegrado al calvinismo, destacando una y otra vez su profunda religiosidad y la del pueblo húngaro.18 Orbán trufó, finalmente, la legitimación del antisemitismo en Hungría con un matrimonio de conveniencia con Benjamín Netanyahu.19

Aunque gobernó por primera vez, como primer ministro en 1998-2002, encajó la derrota de ese último año e hizo, como López Obrador después de 2006 cuando aquí alegó fraude, su travesía en el desierto. Orbán perdió las siguientes dos elecciones pese a activar un venenoso discurso antimigración, imposible de escuchar en boca del presidente mexicano. Pero, si bien Morena no podría lanzar esas soflamas impropias de la izquierda, qué decir de la sumisión del gobierno a la política migratoria de Donald Trump y de Joe Biden, que han acarreado el sufrimiento de miles y miles de centroamericanos, sudamericanos y caribeños abandonados a su suerte en México, en donde el populismo no tiene un discurso antimigración, sino una política militar y policíaca contra los migrantes.

Orbán regresó al poder en 2010, modificó la Constitución e hizo de Hungría el régimen iliberal europeo por excelencia, como lo ha dicho él mismo con orgullo.20 Su régimen ha sido calificado de mafioso, de haber abolido la separación de los poderes, aunque se sigan realizando elecciones y se goce de libertad de prensa. En distintos niveles y frecuencias, a sabiendas o a tientas, López Obrador, Modi, Erdoğan y Orbán comparten la antítesis amigo/enemigo del jurista nazi Carl Schmitt, una de las lecturas de cabecera del populismo del siglo XXI. Los aficionados populistas a Schmitt en la izquierda –afirma Rosanvallon refiriéndose a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe– celebran “la aclamación popular como la forma acabada de la democracia”.21 Las consultas y los plebiscitos, ya decidan una constitución en Turquía o descarten el levantamiento de un aeropuerto o amenacen con la prisión a expresidentes indeseables, son muy propios del arsenal populista, aun cuando sean casi simbólicos, como en México.

Como Erdoğan, dispuesto a atravesar navegando el mar Negro rodeado de su equipo de seguridad,22 Modi, “el príncipe de los corazones indios”, era dado a las exhibiciones maoístas de musculatura, rezando y bañándose en el río Ganges o escalando el Himalaya para retirarse dos días meditando en una cueva. Erdoğan llegó a ser también un jugador amateur de futbol y Orbán no solo no oculta su amor por las cascaritas, que jugó hasta hace poco, sino incluso asegura que la táctica y la estrategia del soccer lo han inspirado. También fue jugador casi profesional y hasta estrella de un videojuego.23 Nada que ver con la buena voluntad, un tanto desganada, de López Obrador de irse a batear en algunos días de asueto.

Pese a contar con la mejor de las candidatas, Xóchitl Gálvez, la oposición no podía ganar en junio pasado porque nuestro ciclo populista está en sus primeros años. Hugo Chávez y Maduro, como Modi, Erdoğan y Orbán, cumplen entre quince años y un cuarto de siglo en el poder, aunque el fraude electoral cometido por el chavismo hace meses y las crecientes dificultades de los populismos en Asia frente a la oposición indican que el ciclo populista es largo, pero no eterno. Terminó en el Ecuador, accidentadamente en la Argentina de los Kirchner y en Bolivia la izquierda populista parece estarse dividiendo. Solo los dos casos más extremos –Donald Trump y Jair Bolsonaro– perdieron las elecciones. El cariz fascista de uno y otro obligó a la ciudadanía a desalojarlos, mediante alianzas que de “contra natura” no tienen nada, como la que permitió el regreso de Lula al poder en 2022, y a ello Trump y Bolsonaro reaccionaron lanzando a las turbas contra las sedes parlamentarias. En Estados Unidos la moneda está en el aire. Como lo teme Scurati para Italia, el populismo bien puede devenir en fascismo. Arremedando al pobre de Francis Fukuyama, la democracia liberal no es el Espíritu absoluto, pero se le parece mucho.

Frente al populismo se demuestra el tópico de que los extremos se tocan. Me descorazonó el manifiesto de apoyo a Milei de octubre de 2023, firmado por algunos políticos y escritores que aprecio quienes ni siquiera, además, son “anarcocapitalistas”. Adoptaron sin pestañear la polaridad schmittiana, no solo olvidaron la virtud exigida por los clásicos. Festejar la derrota del peronismo, el populismo latinoamericano por excelencia, cuyos valores de origen –fincados en Adolf Hitler y Mussolini– pasaron a la extrema izquierda, no implica apoyar a quien tiene mucho de populista de extrema derecha como Milei. Si el populismo empieza por ser un estilo, como dice Roger Bartra, nadie lo encarna mejor que el actual presidente argentino. Si su política económica es antipopulista, habrá que recordar que al menos Modi y López Obrador, populistas de manual, son, en el manejo de sus finanzas, bastante “neoliberales”.

No creo que pueda otorgársele el beneficio de la duda a Morena, que está arruinando a la Suprema Corte de Justicia, este mes, desnaturalizándola al someter el poder judicial al voto popular, y desapareciendo a los organismos autónomos creados por una transición democrática de la que siempre me sentiré orgulloso como ciudadano: dicen los profesores que, sin árbitro electoral independiente, una mayoría electoral puede ser a la vez legítima e infernal. Es cosa de recordar la Alemania de 1933.

La historia pasada del comunismo –recuérdese a las “democracias populares” que orbitaron en torno a la URSS– y la historia en curso del populismo en todas sus variantes advierten y prueban que toda adjetivación de la democracia –para decirlo con Enrique Krauze– es en demérito de la democracia.

Es ilusorio pensar que, una vez heredadas y votadas las vengativas reformas constitucionales de López Obrador, el ciclo populista pueda generar una forma distinta o hasta superior de “democracia social” como interpretan algunos al suponer que el electorado mexicano, en 2024, votó por otra cosa que no sea seguir alimentando al Ogro filantrópico. Se está dando un paso de gigante para subirle la intensidad al iliberalismo mexicano. Nuestro ciclo populista será largo y me temo que algunos no viviremos para festejar su final. ~


  1. Antonio Scurati, Fascismo e populismo. Mussolini oggi, Florencia/Milán, Bompiani, 2023, p. 55. ↩︎
  2. Pierre Rosanvallon, Le siècle du populisme. Histoire, théorie, critique, París, Seuil, 2020, p. 110. ↩︎
  3. Ibid., pp. 64-68. ↩︎
  4. Soner Cagaptay, en The new sultan. Erdoğan and the crisis of modern Turkey (Londres, Bloomsbury, 2017 y 2023, p. 191), se refiere al viejo PRI antes que a Morena. ↩︎
  5. Christophe Jaffrelot, Modi’s India. Hindu nationalism and the rise of ethnic democracy, traducción del francés de Cynthia Schoch, Nueva Jersey, Princeton University Press, 2019, pp. 39-49. ↩︎
  6. Ibid., pp. 334-335. ↩︎
  7. Ibid., p. 96. ↩︎
  8. Ibid., p. 295. ↩︎

  9. Paul Lendvai, Orbán. Hungary’s strongman, Nueva York, Oxford University Press, 2018, p. 193. ↩︎
  10. Jaffrelot, op. cit., pp. 151 y 212. ↩︎
  11. Ibid., p. 414. ↩︎
  12. Ibid., pp. 151, 312 y 401. ↩︎
  13. Ibid., p. 153. ↩︎
  14. Ibid., p. 173; Cagaptay, op. cit., p. 129. ↩︎
  15. Ibid., p. 219. ↩︎
  16. Cagaptay, op. cit., p. XV. ↩︎
  17. Ibid., pp. 1-2. ↩︎
  18. Lendvai, op. cit., pp. 50-51. ↩︎
  19. Ibid., p. 230. ↩︎
  20. Ibid., p. 141. ↩︎
  21. Rosanvallon, op. cit., pp. 43-44; Lendvai, op. cit., p. 179. ↩︎
  22. Ibid., p. 312; Soner Cagaptay, op. cit., p. XVII. ↩︎
  23. Lendvai, op. cit., p. 14. ↩︎
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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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