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Me provoca mucha curiosidad saber a qué tipo de lectores les atrae la obra de María Gainza (Buenos Aires, 1975), y también cómo son aquellos a los que no interpela su escritura, si es que los hubiera. Contrataría una empresa de estudios de opinión –de las que aciertan– para saberlo. Mientras tanto, me aventuro yo misma a averiguar cómo y por qué los escritos de Gainza, en concreto las ficciones y los ensayos autobiográficos de su libro más reciente, titulado Un puñado de flechas, logran producir efectos tan deslumbrantes en quien los lee.

La autora argentina entró por la puerta grande de la literatura con El nervio óptico (2017), un libro de similares características al actual: una colección de ensayos autobiográficos cuyo hilo conductor eran distintas obras pictóricas. Gainza las entrelazaba con historias acerca de su propia vida –ficcionada o no, eso es lo de menos– de una manera sorprendentemente natural. En sus siguientes libros en prosa (La luz negra [2018] y Una vida crítica [2020]), las artes plásticas seguían apareciendo como motivo central, cosa que también encontramos ahora en Un puñado de flechas. A pesar de ello, reducir los escritos de Gainza a la categoría de textos sobre arte no sería acertado, pues en ellos la obra artística aparece como excusa para escribir sobre asuntos de lo más variopintos (el coleccionismo, las migrañas, el bloqueo del escritor, las vicisitudes de la vida familiar…) y para dibujar personajes excéntricos de lo más atrayentes, incluida la narradora en primera persona de los dieciséis textos que integran este libro. Este personaje, irónico y encantadoramente frágil, funciona como álter ego de la autora. Su voz nos habla como lo haría la de una guía de museo perfecta, no solo por su erudición, sino por lo que es capaz de despertar en los lectores a través de la mera descripción de una obra plástica: “A medio metro de distancia la pintura parece una lluvia de confeti caída sobre el papel; dos pasos más atrás, la imagen se ordena en un caleidoscopio, un metro más atrás, las pinceladas dejan de ser pinceladas y una naturaleza vitalista (si esa expresión no es un pleonasmo) se te viene encima”, escribe Gainza sobre una acuarela de Cézanne.

La presencia del conocimiento en sus libros es como la de un ángel de la guarda que nos siguiera discretamente y se hiciera presente solo en momentos necesarios: el modo en que la escritora ofrece los datos de índole más, digamos, enciclopédica no es ni gratuito ni amenazador. En el mundo particular creado por la autora todo está en su sitio y aparece en su justa medida: la cantidad de información que se nos proporciona sobre esto y lo de más allá es exactamente la que le viene bien al libro. Asimismo, a lo largo de estos textos –algunos claramente ficcionales como “Gravitas”, donde la narradora dialoga con una paloma que baja a diario a su jardín– encontramos frases tan subrayables como esta: “El pasado es nuestro peluche, y cuanto más lejano está, más perversamente tentador es jugar con él”; pero si algo caracteriza el estilo de Gainza es tanto la ausencia de fuegos artificiales retóricos en él como la presencia de una oralidad parecida a la de esas historias que alguien nos cuenta en el marco de una comida con amigos –en este caso, de un asado argentino–, convirtiendo la sobremesa en una velada que no queremos que acabe nunca, entre otras cosas para seguir escuchando historias por las que desfilan figuras como las de Thoreau, Guillermo Kuitca, Katherine Mansfield, Rodin, Brâncuși, Edith Wharton y otras decenas de autores y artistas de épocas diversas. Pero eso sí: nunca desde el chirriante name-dropping, sino desde las antípodas de aquel, pues la autora los convoca como si fuesen amigos suyos que pasaban por su casa y se acercaron a saludar y a contarle alguna anécdota sugerente de índole casi epifánica.

Otro rasgo particular de la autora es su manera de acercarnos a las obras de arte desde una perspectiva oblicua que nos ayuda a mirarlas de modo inusual, como en esas exposiciones que muestran los mundos ocultos en el reverso de los lienzos, en los que obtenemos información e historias que no imaginábamos. En los textos de Gainza el aprendizaje sucede de modo visual, como si al mirar una alfombra persa obtuviéramos un saber inesperado a base de analizar y conectar lo presente en la urdimbre y en la repetición de estampados y motivos geométricos.

María Gainza manda en sus textos: esto podría parecer una perogrullada, pues cualquier escritor que se precie debería tomar las riendas de su propia escritura, pero en este caso se percibe con gran claridad. La narradora de los textos nos impone su ley, una ley amable que queremos seguir a pies juntillas. Cuando creemos que nos está hablando de sus migrañas recurrentes, como en el texto titulado “La gracia extrañada”, repentinamente las conecta con la obra plástica de la artista Aída Carballo (“sí quiero dejar asentado que tras el aura mi cuerpo se siente como habitando el mundo de Aída Carballo. Un mundo que ha atravesado algún tipo de espejo o superficie gelatinosa”), sin que esto suponga un volantazo narrativo, sino más bien un truco de magia que recibimos boquiabiertos, como niños felices en una fiesta de cumpleaños. Dentro de los que, en un principio, se presentan como ensayos sobre un tema específico aparecen historias engarzadas como piedras preciosas que brillan en medio de una sortija que a primera vista parecía una alianza matrimonial austera. Y suelen ser historias con alma de aventura clásica, a menudo de índole detectivesca, donde aparecen mansiones con las paredes recubiertas de obras de arte pertenecientes a coleccionistas misteriosos. En estas historias, la autora nos lleva a menudo a Buenos Aires, pero también nos hace cruzar el mundo con una facilidad que ninguna compañía aérea actual podría emular.

En definitiva, en esta colección de textos vemos desplegarse la mente lúcida y lúdica de María Gainza, una mente que ilumina y abre vías de pensamiento a cualquiera que se acerque a ella. ~

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