En 1930, Alfonso Reyes escribió en “México en una nuez”:
La verdadera independencia no existe mientras quedan resabios de rencor o de pugna. La verdadera independencia es capaz de amistad, de reconocimiento, de comprensión y de olvido […] No era todavía independiente el hispanoamericano que aún maldecía del español. En la varonil fraternidad –que no se asusta ya de la natural interdependencia–, en el sentimiento de amistad e igualdad se reconoce al independiente que ha llegado a serlo de veras.
No deja de ser sintomático que, casi cien años después de escritas estas palabras, más de doscientos de la Independencia y quinientos de la Conquista, se haga necesario recordarlas. Un individuo o una nación que no acaba de reconciliarse con su pasado y reconocerlo íntegramente, que niega alguno de sus orígenes, no puede aspirar a la madurez, ni a la paz interior, ni a la genuina emancipación. En el caso de México, esa reconciliación pasa necesariamente –como señalaron en su momento, además de Reyes, Octavio Paz o Carlos Fuentes– por el reconocimiento y aceptación plenos tanto de su plural pasado indígena como, por supuesto, español.
Una de las cosas más penosas, cultural y diplomáticamente, del gobierno a punto de terminar (y más reveladoras de la psicología, la visión de la historia y la dimensión intelectual de quien lo ha presidido) es la confrontación con España y su gobierno, y la instigación de viejos resentimientos. La historia es de sobra conocida: la exigencia presidencial de disculpas a la corona española por los abusos de la Conquista, el silencio real y luego la “pausa” en las relaciones. Era razonable esperar que una de las primeras cosas que hiciera el nuevo gobierno fuera reparar ese desencuentro absurdo, mostrando a México y al mundo que comenzaba una nueva etapa, más abierta y conciliadora, moderna y cosmopolita, segura de sí misma, no lastrada por limitaciones o traumas personales o colectivos; al parecer, era mucho esperar (uno solo puede imaginar el sonrojo interior de algunos de los nuevos funcionarios, empezando por los encargados de la diplomacia).
El episodio del renovado desencuentro –la no invitación al rey de España a la toma de protesta del nuevo gobierno y la natural negativa del gobierno español a enviar a un representante– es lamentable, pero eventualmente se superará y la relación entre México y España seguirá siendo lo que ningún odio, ni prejuicio, ni torpeza (ni de aquí ni de allá) pueden evitar que sea: la de dos países que, como pocos en el planeta, están indisolublemente unidos por su historia –hecha, como todas, de luces y sombras–, su lengua, su cultura, su literatura y su forma de habitar el mundo.
Para que lo sea más plenamente, es necesario desterrar, como quería Reyes, todo resabio de rencor o de pugna, y quizá no haya mayor y más ardua independencia que la que se conquista de las propias taras y resentimientos. Entonces se es libre de veras, independiente de veras. ~
(Xalapa, 1976) es crítico literario.