En el 199 del bulevar Victor Hugo, en París, la luz doraba, aún más, los cabellos de Elena Garro, que posaba en su balcón para una sesión fotográfica. En ese mismo sitio le habían tomado otras placas –en bikini, con un vestido estampado o con Finki Araquistáin–. Allí también, en la misma esquina de ese balcón, Helena Paz Garro había aparecido de abrigo y caperuza, probablemente en el otoño o invierno de 1946, según observo en la biografía visual de Elena Garro, Yo solo soy memoria, de Patricia Rosas Lopátegui. La imagen que me interesa fue publicada por primera vez en uno de los libros centrales para entender qué pasó con Elena Garro, Debo olvidar que existí, de Rafael Cabrera. Con un vestido negro, transparente, Garro aparece en tres fotografías que permiten observar sus largas, delgadísimas piernas y su ropa interior, también de color negro. En una de ellas sonríe con amplitud; en otra, recargada sobre un muro, se le observa triste. La que fue elegida como portada de La reina de espadas, de Jazmina Barrera, es perfecta para mostrar la “fragilidad” de la modelo. En esa, Garro parece que observa la avenida, pero todo su cuerpo emite la sensación de algo hermoso, quebradizo, trágico. El contraste con el título del libro no puede ser más eficaz.
Quisiera no decirle Garro, sino Elena, como lo hace Barrera –a quien también quisiera decirle Jazmina–, pero una voz en la cabeza me detiene pues la autora dice que “es una práctica machista común la de referirse a los hombres por el apellido y a las mujeres por el nombre, excluyéndolas de la vida pública”. Ella la llama Elena, aunque explica que lo hace porque tiene una “relación afectuosa” con su fantasma, “porque es un apellido lindo y porque con él sí, todavía, siento una respetuosa distancia”. Esa respetuosa distancia es propia de su condición, pues en este doble desahogo –la reseña de algunos muy seleccionados momentos biográficos de Garro y de los suyos propios– se convertirá en “embajadora” de la autora de Andamos huyendo, Lola en los pasillos y jardines de la Firestone Library de la Universidad de Princeton, donde hace sus pesquisas junto con otros “embajadores” (de Pizarnik, Pitol, Donoso y otros).
Desde sus primeras páginas, Barrera nos informa su propósito, sutilmente enmascarado en la descripción de la obra de Garro, cuyas historias, dice, son de las que “denuncian la violencia contra las mujeres, que retratan la mente infantil con un entendimiento asombroso, que muestran sin tapujos la perversión del gobierno, el racismo, el clasismo, y la lucha y resistencia de los pueblos indígenas”. Subida en la ola provechosa de la denuncia, Barrera se lanza a escribir por encargo “un ensayito biográfico modesto” sobre una autora de la que nada sabía porque nadie le había dicho lo extraordinaria que era esa mujer que se convierte en su personaje. Pero nos advierte –y durante todo el libro insiste en ello– que su personaje es confuso y contradictorio. Se trata de una mujer pueril, fantasiosa o mentirosa, “porque con ella cuesta mucho trabajo separar los hechos de la mentira”.
Aunque a Garro “le daba por tergiversar la historia”, Barrera sigue adelante. No muestra nunca esas tergiversaciones –documentadas ampliamente por la crítica–; da por hecho las historias que su personaje narra a distintas personas o pone como muestra de las infamias sufridas por Garro fragmentos de su diario, de cartas, las memorias de su hija, entrevistas, etc. Convenientemente, intercala también citas de las obras de Garro que, editadas así, aparentan verdades no ficcionales. A falta de notas a pie de página –que habrían mostrado el enorme volumen de citas en el libro–, la editorial realizó un buen trabajo de diseño, de modo que uno puede saber de dónde vienen los párrafos pues se señalan en los márgenes. Si uno revisa las “Fuentes, charcos y manantiales” del libro, podrá encontrar una pequeña lista –considerando la enorme bibliografía crítica que Garro ha suscitado– donde los “garristas” y los “no garristas” están representados. No ocurre eso en el uso de dichas fuentes, aunque al menos reconoce la importancia del libro de Cabrera –tanto lo cita– para entender los acontecimientos en los que Garro se vio involucrada en 1968.
Sorprende que estando en Princeton y frente a los Elena Garro Papers no haya revisado o citado documentos de los que mucho provecho habría obtenido. ¿O sí los leyó y decidió ignorarlos? Pienso en la correspondencia entre Helena Paz y su padre o las cartas de Paz a su esposa cuando el poeta está en Berkeley, cuidando y manteniendo a Estrella Garro, internada en un hospital. Igualmente asombra que tampoco haya consultado las cartas de Josefa Lozano a su hijo y a Garro misma; que no se asomara a la correspondencia de Paz con José Bianco (muy amigo de Garro) o con Carlos Fuentes (con quien también conversa sobre Garro y Paz Garro, sobre todo en 1968), entre otros muchos manantiales que se secaron quizá por la inquietud que Barrera sintió al tener entre sus manos esas hojas llenas de “minucias infraordinarias”, manchas y tachones que le revelaban el carácter íntimo de una escritora a la que no había leído y que, al hacerlo, la deslumbró.
A los veintisiete años se entera de su existencia ¡en un país extranjero! No puedo ignorar mi propia historia y ofrezco disculpas a Barrera por utilizar su método de composición. Cuando en el CCH de la UNAM –escuela pública, advierto– me dieron a leer “La culpa es de los tlaxcaltecas” y, el semestre siguiente, La semana de colores, el nombre de Elena Garro no fue una sorpresa para mí. Mi abuelo, oriundo de Iguala, tenía veneración por ella, de modo que la leí mucho antes que a Rulfo, a Paz o a Fuentes. Siempre me pareció una escritora extraordinaria y pasado el tiempo concluí que era, asimismo, un personaje notable: “aparición poética, como solo puede producirse en países rebosantes de colibríes y serpientes”, escribió Jean-Clarence Lambert (Les armes parlantes, 1976), quien la conoció en sus años locos de París.
Al leer a Barrera pensé que nuestra relación con Garro era distinta porque yo no he encontrado, entre cartas y fotografías, a mis bisabuelos comunistas junto a Garro y Paz, ni mi bisabuela fue la segunda mujer que se recibió en México como tal. Mis abuelos solo fueron maestros normalistas. Otro asunto que nos distancia es que tal vez estudiamos en escuelas muy diferentes. No obstante, para ambas ha sido un personaje inolvidable, aunque yo no habría pedido que me echaran las cartas del tarot para conocer algunos secretos de Elena Garro o, mejor, para saber cómo le irá a esta reseña. Eso me asusta un poco. La misma Barrera me hace temer por la crítica cuando comenta que alguien la previno: debía cuidarse pues a varias personas las habían amenazado por hablar mal de Paz, pero luego resultó que no, “que no fue de Paz, sino de Carlos Fuentes”. Aclara que se trató de un chisme, pero el libro pone a los chismes como materia de escritura, aunque asegure que “las intrigas son más un teléfono descompuesto que otra cosa”.
Leyendo estos últimos apuntes sobre amenazas remotas o de plano risibles, comienzo a pensar que en realidad se trata de un libro paródico con una protagonista sin matices reales: una mujer brillante, frágil, expuesta a la maldad, a la injusticia, a la maledicencia y al olvido del mundo, a la locura de sus fantasías… Tal es el retrato que se pinta de este esquemático personaje de algún mal cuento de hadas (con gatitos incluidos, políticos perversos, amantes miserables). Además de esbozar también en esos tonos a Helena Paz Garro, Barrera se decide a mostrarnos un dizque lado oscuro de la madre (aunque se cuida mucho de citar, de las memorias de la hija, las brutales descripciones que hace de Garro). Quizá para que no se le acuse de parcial, Barrera nos muestra como de paso una Elena Garro clasista (“indio asqueroso, suélteme y recoja la basura con el hocico, que para eso le pagan”), homófoba, promiscua, ávida del dinero que despilfarra, junto con su hija, en pieles y ropa de diseñador…; pero para explicar las posibles incongruencias entre la persona real y el personaje, recurre siempre a llamarla la “reina de las paradojas” –“Como era la reina de las paradojas, a pesar de haber ella misma abortado más de una vez, en una entrevista dijo que estaba en contra del aborto, porque consideraba que el feto también tenía derechos”– o a explicar que Garro “tenía miedo y el miedo puede conducir a decir y hacer extravagancias”. Dichas extravagancias obligan a Barrera a expresar, siempre políticamente correcta: “no me atrevería a defender sus palabras, sus actos imprudentes e insensibles. Pero ahora comprendo mejor el estado mental en el que estaba Elena cuando Sócrates la acusó. Jamás disculparía lo que hizo, pero ahora entiendo por qué”.
En las películas animadas de algunas princesas nunca se insiste lo suficiente para denunciar a los verdugos. Barrera lo sabe y persevera en la fórmula ganadora, pero ella misma nos da la clave de su libro. No es un guion o una biografía sino una “libreta de apuntes” –lo que explicaría algunos descuidos del lenguaje–, pero la verdadera revelación aparece aquí: “Otro día soñé que Elena y Helenita eran al mismo tiempo Lorelai y Rory, las protagonistas de la serie Gilmore girls.”
Los lectores imaginamos que en el libro algo leeremos sobre la escritura de Garro, pero pronto nos decepcionamos. A la autora no le interesa y qué bueno, pues los atisbos que encontramos apenas si reproducen los estereotipos de la mala crítica literaria. A Barrera no le importan ni la estructura, ni la forma, ni los amplios recursos literarios en las obras de su personaje. Estamos, entonces, frente al libro de una escritora que habla de otra escritora pero que no le interesa su escritura, sino algunas partes de su vida.
Barrera reconoce que escribió el libro para hacer justicia, aunque de inmediato advierta que Garro no necesita de alguien que lo intente. Insiste, entonces, en narrarnos algunos detalles de la historia de su protagonista, mezclando noticias de su propia biografía y de la investigación que la llevó a escribir este libro. El método, pienso ahora, es suscitar la empatía por la risa y Barrera honra muchas veces el sentido del humor. ¿Qué pensar de la lectura de la carta astral como método de investigación? Parodia pura. La astróloga encuentra las razones para entender el fracaso de la relación entre Paz y Garro: “porque él era aries con ascendente sagitario. Los dos hablaban el idioma del fuego. ¡Y para colmo, Paz tenía a Plutón en la casa siete, la del matrimonio!”. La carcajada llega en el capítulo titulado “Incorregible”, donde Barrera pide a Julián Herbert que le lea el tarot para responder sobre la vida romántica de Garro, acerca de su paranoia o sobre su relación con Gutiérrez Barrios.
Después de todo el recorrido, Barrera deduce que Garro estaba loca. No solo se lo dicen sus amigos. Ella misma asegura: “Elena no era un ejemplo de salud mental.” Luego se desdice acusando a la sociedad de utilizar esa palabra para descartar a las mujeres “sin hacerse cargo de la complejidad de sus emociones”. Le escribe un poema y, hablándole ya directamente, le dice: “para mí eres una reina de espadas y así se va a llamar este libro, para darte gusto, a ti, que preferías la monarquía, a ti que –no te hagas– te habría encantado ser una reina. Que quisiste ser una reina y acabaste siendo una bruja. Una reina bruja –que las hay también, claro que sí– perseguida y delirante, aislada del mundo con tus gatos, leyendo el tarot y las constelaciones. Te lo digo con cariño”.
“Dos años, seis meses y dos días” estuvo Barrera metida en la cabeza y en la vida de Elena Garro; poco tiempo para entender “la complejidad de sus emociones”, pienso. El resultado fue La reina de espadas, ejemplo de una peculiar venalidad intelectual, si no fuera un buen libro paródico. Elena Garro –la escritora, la mujer– merecía más. ~
(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.