Foto: Charly Parilla/dpa via ZUMA Press

Sobre colapso, poscrecimiento y futuros sostenibles

La deriva colapsista del ecologismo puede ser uno de sus mayores errores, pues no moviliza a la sociedad e impide seguir el único camino posible: la acción política.
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El reto más decisivo de nuestro tiempo es la construcción de sociedades sostenibles y reintegradas dentro de los límites planetarios. Un desafío histórico complejísimo, muy peligroso, con una capacidad superlativa de generar sufrimiento social y tensiones políticas. Mal gestionado puede llegar incluso a poner en cuestión la viabilidad misma de la civilización moderna en amplias franjas de nuestro planeta.

Que la humanidad haya tomado conciencia colectiva de esta encrucijada existencial no ha sido casual. Durante más de medio siglo, los diferentes ecologismos (movimientos territoriales y partidos políticos verdes, de inspiración conservacionista o transformadora, con simpatías ideológicas socialistas o liberales) fueron abriendo brecha en el viejo sentido común de las sociedades productivistas. Sin embargo, desde hace aproximadamente una década, el fatalismo está ganando el corazón del ecologismo y el horizonte de una lucha por una sociedad sostenible parece haberse dado por perdido.

Algunos de sus filósofos de referencia, como Roy Scranton (Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno: Reflexiones sobre el cambio climático y el fin de una civilización, 2016), nos invitan a aprender a morir en esta era geológica. Para Scranton, la civilización industrial está condenada al colapso y nuestra única respuesta posible es paliativa: aceptarlo, minimizar los daños y quizá otras generaciones podrán reconstruir algo distinto entre las ruinas. Otros, como Timothy Morton (Ecología oscura. Sobre la coexistencia futura, 2019), nos anuncian que el fin del mundo ya ha tenido lugar: solo cuando aceptemos que el mundo que conocíamos ha desaparecido podremos dejar de temer la oscuridad histórica que nos rodea y replantear nuestras relaciones ecológicas fuera del paradigma del antropocentrismo, que nos ha llevado a un callejón sin salida. El conjunto de la sociedad no es ajena a este ensombrecimiento ecologista del futuro por venir: el colapso se ha instalado como una certeza difusa en los imaginarios colectivos, reforzando un clima de nihilismo generalizado. Su otra cara es una apabullante sensación de eco-ansiedad: el miedo crónico asociado a la posibilidad de la catástrofe ecológica, que más que una patología clínica debe considerarse un nuevo malestar de la cultura propio del siglo XXI.  

Si se contrasta el avance de la crisis climática y ecológica con nuestra incapacidad para revertirla, hasta cierto punto es comprensible que la idea de colapso gobierne el signo de los tiempos. El verano de 2024 ha sido, probablemente, el más cálido de la historia y los eventos climáticos extremos se suceden en todas las latitudes del mundo. En septiembre de 2023, las lluvias en Grecia alcanzaron en dos días el nivel equivalente al promedio de dos años. Fenómenos como la sincronización de sequías en zonas de alta productividad agrícola amenazan la seguridad alimentaria global. Así mismo, la alteración del ciclo del agua ha provocado que en diversas geografías del mundo algunas estaciones se hayan convertido en un sorteo de zonas catastróficas; por ejemplo, las tormentas de otoño en la cuenca mediterránea o la temporada de huracanes en el Caribe, cuya intensidad no deja de aumentar año tras año. En el caso de España, las olas de calor ya matan seis veces más que los accidentes de tráfico.

Aunque la deriva colapsista del ecologismo es comprensible, también puede tratarse de uno de sus mayores errores políticos. Existen pruebas sólidas de que los mensajes ecológicos apocalípticos, si no vienen acompañados de soluciones creíbles, pueden movilizar a minorías activistas pero desmovilizan al conjunto de la sociedad. A este problema se le añade otro más importante: la confusión estratégica. Lo que cabe esperar en el corto y medio plazo, si no reaccionamos, no es estrictamente un colapso. Un colapso, en sentido riguroso, es una quiebra rápida, destructiva e irreversible del orden social, tras la que el gobierno ni el mercado podrían hacerse cargo de las necesidades de la población; en otras palabras, un escenario de Estado fallido. Estas situaciones pueden darse de modo puntual asociadas a catástrofes circunscritas, como nos enseñó el huracán Katrina.

Pero la trayectoria general más probable, si hacemos las cosas mal, será sumergirnos en un proceso gradual de apartheid ecológico, en el que tanto los recursos naturales como la seguridad climática serán acaparados por minorías privilegiadas, a costa de aumentar la vulnerabilidad de grupos sociales excluidos. Ello irá en paralelo con el crecimiento de la desigualdad, del autoritarismo político y de la degradación de las condiciones materiales de vida de las grandes mayorías, lo cual no es estrictamente un colapso. Por eso afirmar que el colapso es nuestro destino tiene también algo de mito, en su acepción de atribución de cualidades inexistentes a un objeto. Y la cuestión terminológica importa porque las palabras van asociadas a disposiciones de ánimo y elecciones.

Hacer un paralelismo con el pasado nos puede ayudar aquí a entender nuestro presente. A principios del siglo XX, en el movimiento obrero se había instalado el mito del colapso catastrófico del capitalismo, y de este acontecimiento se esperaba el disparo de salida para la revolución socialista. No era una creencia infundada: el estudio profundo de la sociedad de su tiempo apuntaba a que el desarrollo histórico durante el siglo XIX había acumulado toda una serie de contradicciones sistémicas explosivas. Pero lo que llegó no fue el colapso del capitalismo sino un periodo muy turbulento, marcado por dos guerras mundiales y una gran debacle económica, que terminó reconfigurando la civilización industrial a través de un largo y complejo pulso. Se experimentaron vías muy diferentes, desde revoluciones como la mexicana o la rusa, pasando por el New Deal en Estados Unidos y el auge de los fascismos en Europa, hasta llegar, tras la contienda bélica, a un maremoto planetario de descolonización. Ninguna de estas vías estaba prefijada de antemano, pues fueron salidas políticas que supieron aprovechar coyunturas concretas.

En el siglo XXI, nuestra situación se parece. La mejor evidencia científica nos asegura que el futuro estará marcado por un incremento de las convulsiones que la crisis ecológica ya inyecta en nuestro presente: eventos climáticos extremos, nuevas pandemias, destrucción de ecosistemas. No obstante, será la política la que determine su intensidad y también el modo en que nos impactarán. Un cúmulo continuado de muy malas decisiones colectivas, empezando por no reducir nuestras emisiones de gases de efecto invernadero en tiempo récord, podría conducir a escenarios parecidos a eso que sugiere la palabra colapso.

Sin embargo, hay muchas otras opciones abiertas. Los caminos ilusionantes siguen estando a nuestro alcance, comenzando por frenar el desastre ecológico y revertirlo en algunas de sus aristas más peligrosas. Los argumentos para la esperanza no son inexistentes dado que en los últimos cinco años hemos asistido a una serie de hitos importantes: una conciencia verdaderamente masiva del problema impulsada por las movilizaciones juveniles de 2019; avances tecnológicos revolucionarios en materia de renovables, electrificación y baterías; y las primeras apuestas gubernamentales decididas hacia la descarbonización, como la Ley para la Reducción de la Inflación en E.U., el Pacto Verde Europeo o el XIV Plan Quinquenal Chino. Se suman los fallos judiciales contra importantes intereses económicos que sientan precedentes en nombre de las generaciones futuras, como ha ocurrido en Holanda o en Suiza, donde los tribunales han obligado a los gobiernos a profundizar unos planes climáticos nacionales considerados insuficientes. También referéndums victoriosos como el de Yasuní, que dejarán parte del petróleo del Ecuador en el subsuelo, pese al detrimento económico a corto plazo que esto podrá suponer para el país andino.

Al mismo tiempo, las semillas políticas de las respuestas más aberrantes y regresivas han echado raíces sólidas. En todo el mundo prosperan opciones electorales negacionistas, que acompañan su rechazo a la transición ecológica con una peligrosa llamada a abandonar la democracia y con la devaluación de ideas como la igualdad, la dignidad y la justicia social. El futuro que prefiguran es evidente: acaparar espacio ecológico y defender privilegios, con el fin de excluir del bienestar y la seguridad a otros pueblos, naciones o grupos humanos. Donald Trump es el ejemplo perfecto de esta política en auge: las dos medidas estrella que promete aplicar al inicio de su mandato son “perforar, perforar y perforar” al tiempo que cierra la frontera. Esto es, negacionismo climático y externalización de las consecuencias, que se sufren más en el sur global que en el norte. Nuestra época está mucho más preñada de fascismo, esto es, de formas de regresión política autoritaria, que de colapso. De modo involuntario, el ecologismo colapsista, que en el fondo es una forma de renuncia a la política, alimenta imaginarios colectivos muy fértiles para que ese fascismo de apartheid ecológico llegue al poder. Lo que supone una triste inversión de los objetivos con los que nació el ecologismo, pues su tarea siempre fue cimentar la esperanza en la sostenibilidad, no alimentar la desesperación.

¿Es el decrecimiento la propuesta con la que el ecologismo puede convertirse en un agente activo de esperanza? A grandes rasgos esta propuesta busca planificar democráticamente una reducción de la esfera material de la economía para reconducirla dentro de los límites planetarios y redistribuir este ajuste ecológico con justicia social. No solo producir de modo más limpio, sino producir menos y repartir mucho más. La idea es necesaria, pero la formulación actual es problemática. Necesaria porque la actual sobrecarga ecológica (hoy se consumen los recursos materiales equivalentes a 1.7 planetas) no es viable; problemática porque, para un sector de la humanidad, el crecimiento material sigue siendo necesario con el fin de asegurar un suelo básico de necesidades cubiertas que no se ha alcanzado. En cuanto a quienes viven en países ricos, el derroche ecológicamente insostenible convive con una creciente sensación de inseguridad económica y precariedad existencial. El término decrecimiento asusta, ya que sugiere experiencias negativas, como recesión o pobreza; además, cuando desciende del discurso a la práctica, se descubre que su programa aún es muy inmaduro. Las políticas públicas del decrecimiento no han encontrado aún una formulación coherente ni han pasado la prueba de fuego de la gestión sistemática.

Por ello dentro del ecologismo ha ganado terreno lo que Tim Jackson ha denominado poscrecimiento (Poscrecimiento. La vida después del capitalismo, 2024): más que una enmienda general al crecimiento, tan revolucionaria que se torna utópica, el objetivo inmediato deben ser políticas públicas sectoriales que logren reducir impactos ecológicos y consumos materiales al mismo tiempo que mantengan o mejoren los niveles de bienestar social. Ejemplo de estas políticas son la descarbonización de la economía y la extensión del transporte público colectivo, como los buses eléctricos, la reducción de la jornada laboral o una legislación que prohíba la obsolescencia programada que hoy afecta a muchos productos, lo que supone un despilfarro colosal de recursos. También son claves el urbanismo de proximidad –al estilo de la ciudad de 15 minutos donde los servicios y el empleo estén cerca del lugar de residencia, facilitando la movilidad a pie o en bicicleta– y la adopción de nuevos indicadores en la contabilidad nacional que disputen el monopolio del PIB, como el Índice de Progreso Genuino, el Índice de Desarrollo Humano o un Presupuesto Nacional de Carbono. Por supuesto, cada una de estas políticas tiene que entenderse no como una receta abstracta, sino como posibilidades que deben ser apropiadas y adaptadas a cada contexto regional o nacional. Sin duda, todas ellas deben compartir un mismo objetivo: entender la sostenibilidad no como un castigo, sino como una oportunidad para vivir mejor.

Reintegrarnos dentro de unos límites planetarios violentamente sobrepasados será una de las tareas que definirá el siglo XXI. Pero este ajuste no sucederá automáticamente, sólo la política le dará forma. Sabemos que la política puede generar monstruos, pero también derechos, conquistas y grandes transformaciones, por lo que es el único remedio contra la ecoansiedad. La tarea del ecologismo transformador en el siglo XXI no puede ser jugar un papel de Casandra catastrofista, que, en su empeño de profetizar el colapso, contribuya a la victoria de los monstruos negacionistas o ecofascistas. Su misión, por el contrario, es apuntalar los derechos, las conquistas y las grandes transformaciones del poscrecimiento, demostrando en la práctica que sostenibilidad y prosperidad son una misma cosa, aunque esta última tengamos que definirla de una manera nueva: más tranquilidad, más salud, más comunidad, más servicios públicos, más seguridad climática, más economía del compartir, más tiempo libre, más capacidad de realización personal y de bienestar colectivo. Todos son objetivos compatibles con la integración dentro de nuestros límites planetarios si los combinamos con más redistribución de riqueza y más democracia. ~

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es antropólogo y científico titular del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. Autor de Contra el mito del colapso ecológico (ARPA, 2023).


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