Para vivir, es necesario morir.
Paul Auster, El país de las últimas cosas.
Si hubiera que crear una jerarquía para calificar las experiencias vividas por víctimas del Holocausto, la cuestión necesariamente nos referiría a lo que plantea Primo Levi, esto es, encontrar el acto específico a partir del que una persona pierde su humanidad. ¿Trocar un diamante por un pedazo de pan? ¿Traicionar en un impulso desesperado a los propios hijos con tal de sobrevivir? ¿Delatar a vecinos o amigos con el fin de extender la vida por unos cuantos días? ¿Decidir a cuál hijo mandar a la cámara de gas para salvar al otro? ¿O acaso se deja de ser humano al vivir en constante pánico, con claustrofobia, con un número tatuado que sustituye al nombre, entre la orina y las heces propias y ajenas, cohabitando un espacio físico en el que la vergüenza y la humillación a veces duelen más que el hambre? ¿Es posible determinarlo?
Es fácil caer en la tentación de afirmar que, después de Primo Levi y de tantos otros autores y cineastas que han abordado el momento histórico más perturbador de la historia moderna, ya no necesitamos más versiones de lo sucedido. Sin embargo, los acontecimientos recientes nos recuerdan que los testimonios nunca alcanzan. Los estereotipos del judío rico, despilfarrador, maleducado, deicida –y ahora también genocida– son narrativas frecuentes en las conversaciones de sobremesa, en redes sociales y en la letra impresa. En particular los hemos visto tomar fuerza durante el último año en que observamos con incredulidad la manera en que aquellos que dicen identificarse con los más nobles derechos humanos se hacen de la vista gorda cuando las víctimas son israelíes, o cuando el movimiento #MeToo excluye a mujeres judías violadas y mutiladas frente a las cámaras de sus agresores. Es por demás notable que grupos de personas que dicen luchar por los derechos de las minorías –particularmente de las comunidades bisexual, transgénero o no binario– vuelquen su apoyo irrefrenable a grupos terroristas cuyos miembros, en el mejor de los casos, les escupirían en la cara por el desprecio que sienten hacia su estilo de vida y por lo que representan. Y no pensemos en el peor de los casos. También resulta inquietante ver que en plena década de los años veinte de este siglo grupos de estudiantes en Estados Unidos y otras partes del mundo vandalicen sus propias bibliotecas bajo el pretexto de su apoyo a Palestina. Cuesta trabajo entender qué tienen que ver los libros y cuál es la razón por la que quienes protestan sienten la necesidad de destruirlos.
En este contexto, cada testimonio publicado sobre las memorias de quienes fueron esclavizados por los nazis importa. Más aún dado que el vigoroso resurgimiento del antisemitismo ocurre cuando los pocos sobrevivientes que quedan eran niños y niñas durante la guerra y cuya memoria podría estar mediada, quizás, por bloqueos psicológicos necesarios para sobrellevar el trauma. Como lo cuenta Mira Reym Binford en la introducción a las memorias de su madre, Dora Reym, “las historias [en esos primeros años de la posguerra] fluían una tras otra, llenas de dolor, de amargura, de asombro y a veces también de humor, y yo escuchaba en silencio porque a mí (que, a fin de cuentas, había sido ‘solo una niña’ durante la guerra) nadie me preguntaba por mis recuerdos”.
No pierdas la esperanza, de Dora Reym, configura los acontecimientos con un detalle en ocasiones quirúrgico, desde una perspectiva cotidiana, sin sentimentalismos ni metáforas. Como lo relata Reym Binford en su introducción, la autora conservaba infinidad de notas, comparaba versiones de lo vivido con otros sobrevivientes y verificaba los acontecimientos en libros de historia para asegurarse de que su recuento fuera veraz.
Desde su experiencia personal, Dora Reym nos muestra las técnicas de deshumanización de los nazis: hacer a los prisioneros tomar decisiones difíciles y apuradas cuyas consecuencias podían implicar la muerte propia o de otros; o la manía que parecían disfrutar al poner a cada individuo en aprietos de carácter moral debido a los cuales siempre se acababa por traicionar a alguien o a una misma.
En este libro hay un recuento de la vida diaria que no vemos en otros relatos del Holocausto. Si bien el tiempo que abarca la narración se refiere estrictamente al lapso a partir de la invasión nazi a Polonia hasta la liberación de los campos, dentro de ese tiempo extendido Reym nos permite conocer las visitas entre familiares y amigos, los cumpleaños, las fiestas judías; acontecimientos que parecen triviales, pero que implicaban gastos y riesgos enormes mediante los que la autora, para decirlo en sus palabras, no dejaba piedra sin voltear para que pudieran suceder y seguir siendo parte de lo cotidiano. Son observaciones del día a día en paralelo a las atrocidades, el abuso y las amenazas constantes. En especial, es notable la mención de una reunión en familia para Janucá, la fiesta de las luces y del milagro de supervivencia. Reym hace énfasis en este festival y nos muestra así el empecinamiento de su familia por hacer que la luz venza a la oscuridad siniestra que parece arrasarlo todo.
El paso del tiempo en esta biografía se mide por los cumpleaños de Mira, o Mirusia, hija de la autora, quien nació un año antes del inicio de la guerra. Cada festejo se vuelve más difícil, menos feliz, hasta que la única piedra que queda por voltear es separar a Mira de sus padres para salvar su vida. Así, el tiempo de separación en que el cumpleaños de la hija no puede festejarse es un alto en el acontecer de esta familia. Auschwitz se convierte en un paréntesis oscuro y de tal magnitud que no permite ver lo que lo precede ni lo que le sigue. Es una pausa en que la vida se suspende y el tiempo no es más que una esperanza que acontece en otra dimensión de realidad alterna.
A pesar de que el libro está carente de todo sentimentalismo, o quizás precisamente por ello, es conmovedor leer la descripción que la madre hace del sueño de su hija, quien duerme ininterrumpidamente en medio del caos, quizás porque la infancia temprana acontece a corto plazo y, por lo tanto, es flexible y adaptable. La pequeña duerme mientras sus conciudadanos polacos –a quienes el régimen nazi ha desplazado para instalar el gueto– descargan su odio contra los judíos que acaban de ser encerrados y despojados de todas sus pertenencias, también por parte de los nazis. Gritos exigiendo “¡Judíos a Palestina!”1se dejan oír en polaco alrededor del gueto. Una vez más en la historia, la población elige atacar a las víctimas en lugar de protestar contra el victimario.
Durante su proceso de escritura, en una llamada telefónica, Dora Reym le dice a su hija: “Cuando empecé a escribir, lo estaba haciendo por ti, para ayudarte a ti. Pero, una vez que inicié, sentí que tenía dentro de mí un veneno que necesitaba vomitar.” Justo ese es el motivo por el que cada narración sobre lo ocurrido en el Holocausto tiene una razón de existir: para vomitar el veneno, para conjurar la posibilidad de que se repita la historia y, más que nada, para luchar contra el revisionismo histórico y recordar al mundo lo peligrosos que son los estereotipos y las posturas fáciles e ignorantes a favor o en contra de causas que no se conocen a fondo. ~
- Habría que ver la reacción actual de los manifestantes de la Universidad de Columbia ante estos gritos. ↩︎
es escritora, traductora, diseñadora gráfica y fotógrafa, autora de la novela Triple crónica de un nombre (Lectorum, FCEC, 2003), que obtuvo mención honorífica en el Premio Juan Rulfo para Primera Novela 2002, y del ensayo Sobre Paul Auster: Autoría, distopía y textualidad (Lectorum, 2012), así como de obras de ensayo, narrativa breve y teoría literaria publicadas en coautoría.