Ver las corrientes y las tendencias que aparecen en la literatura, o en otros campos artísticos, requiere de tiempo y distancia, un poco de vista de pájaro. Hacerlo sobre la marcha es como intentar predecir el tiempo que hará en un par de semanas, pero mirando al pasado. Por eso, pido perdón de antemano.
Pensar que los movimientos y corrientes de pensamiento o del arte empiezan con el siglo es un poco naíf, pero sucede con este cambio de siglo y milenio que se pasó de un cierto alivio por la falacia del efecto dosmil a la tragedia del 11-S, que marca el inicio del siglo XXI. Los atentados a las Torres Gemelas tuvieron consecuencias en la geopolítica mundial y mostraron la vulnerabilidad del país más poderoso del mundo, que hasta ese momento parecía intocable. Eso tuvo un efecto inmediato en la literatura: novelas sobre el atentado, sobre supervivientes, etc.; y un efecto también a largo plazo: el trauma colectivo –que luego mezclado con algunos elementos ha dado en una literatura del trauma íntimo que diría que está por agotarse, al menos la que pretende valer según el alcance de la tragedia–. Desde entonces ha habido acontecimientos de alcance global que han marcado el devenir, desde el desarrollo de internet y las redes sociales a la IA, el cambio climático, una pandemia… todo eso ha tenido un reflejo en los libros que se escriben y en los que se elige leer. A pesar del atentado de las Torres Gemelas, podemos establecer un periodo de optimismo general hasta 2008, año de la crisis de Lehman Brothers.
Una de las características del siglo XXI es que la globalización se ha expandido: todo es global y cada vez más global. A la vez ha habido una democratización de la escritura, facilitada por la tecnología (de los blogs a las autoediciones), y también del saber. Hay que remontarse a los inicios de internet, cuando aún creíamos que sería algo así como la Biblioteca de Alejandría, utópicamente, ajenos a que a lo que más se va a parecer cualquier cosa artificial es a la realidad misma. Así que se escriben más libros que nunca, y también se ha democratizado la prescripción: clubes de lectura, blogs de recomendaciones, videorreseñas (un subgénero con el que di por casualidad es la reseña sin palabras, no con lenguaje de signos, sino con mímica) confirman la atomización también del criterio o de la prescripción. Eso tiene cosas buenas, como la pérdida del monopolio, y al mismo tiempo, consecuencias negativas, como la equiparación de la opinión con el análisis. El resultado más inmediato es el ruido, y una sensación de sobreestímulo, pedimos a gritos un machete para desbrozar, a ver si así podemos ver el árbol y el bosque.
Para trazar el mapa de lo que ha sido la literatura en lo que va de siglo, podemos atender a distintos criterios; la respuesta será distinta según desde dónde miremos, como apunta la periodista cultural Andrea Aguilar, requerida para esta pieza. No es lo mismo lo que cuentan los periódicos, pendientes del fenómeno, de la actualidad literaria, más que de la corriente estética, que lo que llama la atención a la academia. Los premios cuentan una historia, las adaptaciones al género audiovisual, otra; desde la academia se fijan unos hitos, las listas de los más vendidos trazan un panorama diferente. Hay algunas líneas que pueden verse más o menos desde todos los puntos de vista: el cuestionamiento del canon; la disolución de las fronteras entre géneros; la pujanza de la no ficción; la expansión de la llamada literatura del yo; la victoria total de la novela en tanto que género omnívoro. Una primera idea: la novela es como el capitalismo, todo lo absorbe, todo lo fagocita, incluso la crítica y el cuestionamiento de su propia existencia.
El cambio de siglo
El cambio de siglo y milenio no lleva parejo el cambio de tendencia; de hecho, en este primer cuarto de siglo hemos despedido a algunos de los escritores que han marcado la narrativa en el siglo XX: Saul Bellow, Philip Roth, Toni Morrison, Alice Munro, Martin Amis, Ricardo Piglia o Javier Marías (Mañana en la batalla piensa en mí apareció en 1994; la trilogía Tu rostro mañana entre 2002 y 2007, por citar dos ejemplos). Algunos de ellos aún entregaron piezas fundamentales en su carrera e iluminadoras, como La conjura contra América, en el caso de Roth. En el ámbito hispánico, aunque Gabriel García Márquez murió en 2014, su carrera se desarrolló en el siglo XX. El caso de Mario Vargas Llosa es distinto, cabalga entre los dos siglos por varias razones: La fiesta del Chivo, una de sus grandes novelas, es de 2000, ganó el Nobel en 2010 y se despidió de la novela en 2023 con Le dedico mi silencio. De entre quienes andan con un pie en cada siglo, podemos citar a Richard Ford, cuyo personaje Frank Bascombe aparecía por primera vez en El periodista deportivo, novela de 1986, y se despedía en Sé mía (2023); A. M. Homes, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro (Nobel en 2017), Salman Rushdie o la infatigable y lúcida Cynthia Ozick, que en 2016 entregó un volumen de ensayos brillante, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios. La broma infinita de David Foster Wallace (1962-2008) se publicó en 1996 y El rey pálido, novela ya póstuma, apareció en 2011. También Roberto Bolaño (1953-2003), que vivió apenas tres años del nuevo milenio en carne mortal, es un escritor del siglo XXI. Enrique Vila-Matas ha sido prolífico en los dos siglos a los que pertenece.
Al filo del cambio de siglo debutó Zadie Smith con Dientes blancos; Michel Houellebecq tiene dos novelas aparecidas en el siglo pasado, Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales, que lo pusieron en el mapa literario, pero es un escritor del siglo XXI, de los que ya no abundan: novelista de ideas, que ofrece una visión del mundo y se arriesga a resultar incómodo. Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, salió en 1993 y de 2002 es Middlesex, novela con narrador hermafrodita –como Orlando, de Virginia Woolf–, una senda que luego ha explorado con otra ambientación Gabriela Cabezón Cámara, por ejemplo en Las niñas del naranjel (2023). Javier Cercas ya había publicado, pero el éxito le llegó con Soldados de Salamina en 2001. La novela de Cercas presenta dos rasgos frecuentes en este primer cuarto de siglo: por un lado, juega con la autoficción, como haría en su siguiente novela, La velocidad de la luz, y juega también a la disolución de los géneros: él habla de sus novelas como “relatos reales”, un poco en la línea del trabajo desarrollado por Emmanuel Carrère desde El adversario (2000). El invencible verano de Liliana (2021), de Cristina Rivera Garza, es también una investigación, en este caso, sobre el asesinato de su hermana. Hay una mirada al pasado en Fernando Aramburu, Ignacio Martínez de Pisón o Almudena Grandes. La memoria y la pregunta sobre cómo se usa para construir nuestra identidad está en las novelas del escritor búlgaro Gueorgui Gospodínov, desde Física de la tristeza (2011) a Las tempestálidas (2020). No es algo tan distinto, salvando el contexto, de lo que hace Patrick Modiano (Nobel en 2014); aunque diría que Modiano explora el pasado desde la tragedia íntima y Gospodínov tiene una ambición universal.
Este primer repaso a este cuarto de siglo tiene un sesgo occidental, en parte es una carencia mía, pero también permite ver la dominación de lo anglosajón en el mercado literario. Hay también un sesgo hacia las novelas sobre otros géneros, aquí la razón tiene que ver con lo que explica el teórico de la literatura Luis Beltrán: “La novela es un arte mayor porque cumple la función social de unir la cultura popular con la cultura elevada.” Muchos de los lectores adultos de hoy llegaron a la literatura de la mano de la saga de J. K. Rowling, Harry Potter (1997-2007).
Fenómenos de hoy
Desde el punto de vista de los fenómenos globales, dos nombres ocuparon la segunda década del siglo: Karl Ove Knausgård y Elena Ferrante. Autores de sendas sagas compuestas por novelas más bien largas. En el caso del noruego, Mi lucha, una serie de novelas autobiográficas, el registro de su vida con minuciosidad en seis tomos. La amiga estupenda, de Ferrante, seguía en cambio la relación de dos amigas, con destinos opuestos, mientras contaba la segunda mitad del siglo XX italiano, con el foco puesto sobre todo en las vidas de las mujeres, en la relación con su cuerpo y en la puesta en escena en la vida social y en cómo ha ido cambiando a lo largo de esos años. Su éxito señala el gusto de lectores y también de críticos y periodistas por libros largos.
La escritora irlandesa Sally Rooney destaca como “fenómeno” entre sus contemporáneos: cuatro novelas sobre la dificultad de comunicarse, centradas en las relaciones afectivas y amorosas de los personajes. Canonizada también por la vía audiovisual, su segunda novela, Normal people, se convirtió en serie; para las siguientes, Rooney dijo no aceptar por el momento ofertas, para que el libro se defendiera por sí mismo un tiempo. Las novelas de Rooney quizá me resultan algo aburridas por su sobreexplicación de un mundo al que ya pertenezco, corro el riesgo de ser a Sally Rooney lo que Mark Twain a Jane Austen; a Rooney, por cierto, el epígrafe de Jane Austen de los millennials le queda bastante bien. Lo que pasa es que los millennials resultan mucho menos interesantes para mí que las mujeres de Austen y sus cuitas económicas.
Habrán de pasar el filtro del tiempo y ver qué queda de todo esto, pero sobre la marcha y echando un poco la vista atrás, parece que estos primeros veinticinco años el noir se consolida, y sobre todo el noir nórdico, con nombres como Jo Nesbø, Camilla Läckberg, Larsson, Åsa y Stieg, que tienen mucho de fenómeno de mercado –ese lugar al que también hay que mirar, nos guste o no–, entre un larguísimo etcétera. La escritora finlandesa Sofi Oksanen debutó en 2008 con Purga, donde contaba la historia de dos mujeres, una de ellas víctima de la trata de blancas, en la Estonia recién independizada de la urss. El libro se tradujo a 37 lenguas, la novela venía de una pieza de teatro –Oksanen es dramaturga– y fue llevada al cine. Las adaptaciones audiovisuales dan también cuenta de hacia dónde miramos. El cuento de la criada, novela publicada en 1985, se convirtió en serie en 2017 y trajo de nuevo el libro a la actualidad. El interés despertado hizo que Margaret Atwood escribiera una continuación en 2019, Los testamentos. Estábamos en un momento distópico (La carretera de Cormac McCarthy), lo que costaba era imaginar utopías, como señala el ensayo de Layla Martínez Utopía no es una isla. No solo en la fantasía, también en las aproximaciones a la realidad, como sucedía en Desgracia (1999), de Coetzee (Nobel en 2003).
La distopía parece la única vía de la ciencia ficción; la obra de Ursula K. Le Guin, que falleció en 2018, lo desmiente. El rescate de Le Guin se dio por dos circunstancias: la consolidación de la ciencia ficción y la mirada vuelta hacia lo que escriben las mujeres ahora, pero también hacia lo que escribieron y se pasó por alto en su momento. El silenciamiento de la voz pública de las mujeres, del que hablaba Mary Beard en su ensayo de 2014, ha intentado ser reparado de manera retrospectiva: Lucia Berlin, Ursula K. Le Guin, la propia Atwood, y tantas otras cuya obra había tenido poca repercusión y a las que la nueva disposición hacia la literatura hecha por mujeres ha favorecido.
El siglo XXI termina por confirmar a las mujeres en pie de igualdad frente a sus colegas hombres, dejan de ser una rareza, una entre un millón, la nota exótica. El camino ha sido largo desde el inicio de los movimientos por la igualdad de los sexos en el siglo XIX. La premio Nobel de Literatura en 2022 Annie Ernaux –¿hay una sobrerrepresentación francesa en los premiados?– respondía a la socióloga Rose-Marie Lagrave, en una conversación dos años antes del galardón, a propósito de que ya en los setenta había “una moda editorial pasajera” en la que Ernaux no quería ser incluida, es decir, no quería ser reducida a una etiqueta. El mercado percibe las tendencias y las exprime: sucede también ahora en el ámbito peninsular con la nostalgia noventera, que recoge el desencanto del 15-M y vuelve la vista hacia un periodo de prosperidad económica.
Podemos ver ciertas diferencias por regiones, que responden a la idiosincrasia de cada zona: Estados Unidos enfangado en batallas identitarias, la apropiación cultural entrando desde los campus a cuestionar quién puede contar qué. La escritora Lionel Shriver fue clara en cuanto a los escritores: “Se supone que no debes probarte los sombreros de los demás. Pero para eso nos pagan, ¿no? Ponernos en la piel de los demás y probarnos sus sombreros.” No podemos saber qué quedará de esto en cien años pero, de momento, se ha creado un nuevo puesto de trabajo en el sector editorial: “lector de sensibilidad”, al que supongo que Ottessa Moshfegh, autora de Mi año de descanso y relajación, donde su protagonista quiere pasar un año dormida, y del libro de cuentos Nostalgia de otro mundo, habrá hecho sufrir. Bien hecho, Moshfegh. Eso sí, parece que hay más interés por la literatura que viene del mundo hispano, hecha allí en inglés o en español, y también por la que se hace en otros lugares, aunque a veces sucede que respetamos el criterio de otros hasta que hablan de algo que conocemos bien.
La literatura hispanoamericana anda también marcada por sus propios asuntos, y a la vez muestra tendencias globales: el gusto por el terror (Mariana Enriquez), a la salud de Stephen King, la disolución de los géneros (¿qué es La llamada, de Leila Guerriero?, ¿no ha tenido un pie siempre en el periodismo o el ensayo y otro en la ficción Juan Villoro?, ¿no es Martín Caparrós un escritor que ha hecho crónica?); y la exploración de los distintos modos de violencia, contra las mujeres, la de los regímenes militares, la política, contra los migrantes, la del narco… Algunos nombres: Selva Almada, Valeria Luiselli, Fernanda Melchor, Fernanda Trías, Elaine Vilar Madruga, Natalia García Freire o la propia Enriquez. A estos nombres se unen otros, y a veces aparecen bajo la etiqueta de “boom femenino”, que a algunas les molesta, pero ¿de qué otra manera nos podemos referir a esta feliz coincidencia de mujeres escribiendo, editores publicándolas y lectores recibiendo los libros? Quizá no haya otra manera de mirar el mundo que con extrañeza, como Samanta Schweblin.
En el caso de España me temo que veo solo el árbol, la corteza quizá, y lo que percibo es demasiada inmediatez, andamos demasiado preocupados en que lo que se escribe tenga un impacto y, lo que es más engañoso, se equipara la valía con ese impacto, que se traduce en ventas o en atención o en adaptación de la obra.
Los géneros, la no ficción y la necesidad de gurús
Novelas de no ficción, ensayo autobiográfico, memorias, libros híbridos… y la manera corta de llamar a todo eso: novela, en parte por una metonimia, en parte porque la novela es un género omnívoro que todo lo soporta y digiere. Frente a los novelistas de raza, novelistas de ficción pura, novelistas clásicos, están los escritores que coquetean, juegan, toman de aquí y allá, hacen libros- collages o libros que no se pueden etiquetar, como los ensayos de Peter Handke (Nobel en 2019). Quizá la zozobra con que percibimos el mundo lleva a buscar certezas sobre la realidad y explica la consolidación de la literatura sobre la realidad, con elementos novelescos o no. Los ensayos y la no ficción acaparan las mesas de novedades, y si de fenómenos globales hablamos, el caso de Irene Vallejo es de una extraordinaria singularidad: El infinito en un junco, un ensayo sobre la lectura salpicado de experiencia biográfica que se extiende a lo largo de casi quinientas páginas convertido en un libro leído y traducido en todo el mundo. La búsqueda de certezas una vez descubierta nuestra fragilidad lleva también a encumbrar a figuras como Yuval Noah Harari, cuyo ensayo Sapiens lo colocó en el centro y poco a poco se ha ido acercando a la figura del gurú con mayor o menor predicamento.
A vista de pájaro
Aurora Egido explicaba a sus alumnos que para entender las innovaciones de los grandes nombres de la literatura hay que entender el contexto, que es mucho más aburrido y plano. Luis Beltrán va en la misma dirección cuando explica que “lo que destaca nunca es lo real”. Tiene dos ensayos listos ya, uno sobre la imaginación y otro donde se ocupa de las corrientes literarias que dominan desde 1800, inicio del individualismo, Estética de la modernidad. Humorismo, ensimismamiento y hermetismo, en cuanto a lucha con uno mismo, son los signos estéticos de nuestro tiempo. Los veo en Vila-Matas, en Lydia Davis, están en las novelas y ensayos de Dubravka Ugrešić. Es curioso que el escritor cuya obra contiene también esas tres corrientes sea Franz Kafka, de cuya muerte se cumplieron cien años en 2024. Así que o bien seguimos en el mismo sitio, o bien Kafka se adelantó unos cien años. ~