Libro del retorno es el cuaderno de bitácora del viaje que emprende una mujer en busca del sentido de su vida, un examen –una forma de hermenéutica– de sus sentimientos más íntimos; un periplo donde dudas y experiencia se conjugan. Trayecto que impone su propia temporalidad, que “se contrae en el instante,/ se devora a sí mismo/ y (donde) hasta la muerte muere”. El camino no es fácil: está lleno de brumas, direcciones que se bifurcan, “trampas de los nombres”, sorpresas, obstáculos insuperables, señales equívocas en forma de “abalorios imaginados por otros”, extravíos… Sólo ciertas palabras sirven como brújula que orienta el recorrido por ese territorio tan feraz como extranjero; tan arduo como salvífico: palabras que nombran las heridas que deja el dolor y el desconsuelo, palabras de esperanza (contra toda esperanza) que nace en el desamparo, balsámicas palabras de amor que agitan y activan el espíritu… Palabras fundadoras e imperativas: “No calles, no te niegues a la palabra/ Crear, orar, conjugar toda forma de futuro,/ amar, reír, comprender. Todo aquello que nos hace humanos”. Palabras (en forma de inquisiciones) de conocimiento que, una vez interiorizadas, devendrán sabiduría.
En todo trayecto arriesgado, al igual que en este largo poema, siempre hay algo de rito de iniciación, exilio, éxodo, gesta o epopeya (como la de Gilgamesh descendiendo a los infiernos para rescatar a su querido amigo). Decía Kafka que el camino no existe, que éste no es más que nuestra propia incertidumbre. Y en esa lógica, la voluntad de saber, la necesidad onto-lógica de solventar las interrogantes, obliga a la protagonista a abandonar sus precarias seguridades y emprender la marcha “aunque el viento sople frío/ y duela la intemperie”. Se suele usar la metáfora del camino para señalar la vida, pero la existencia es, en última instancia, alma. Y así, conforme los sentimientos y emociones que concita el viaje se van elucidando, la viajera pierde su antigua identidad para renacer otra: más humana, más sí misma, con el alma más plena y próxima a la casa del padre. La frase “Siempre volvemos a la casa del padre”, que se intercala a menudo en el poema, no supone la invocación de una pulsión edípica, sino que se emplea como letanía o plegaria que alude al instinto entrañado en todos nosotros que reclama la Unidad con los ancestros y confirma el humus genético que nos permite crecer como “planta arraizada que no ha de esperar (ni siquiera) la lluvia”. Andar pues, deambular al raso, sin sosiego ni descanso, acompañada por las sombras errabundas de ausencias y memoria; proseguir incansable hacia el destino intuido: porfía donde la vida se intensifica en el anhelo por lo que ha de venir y la nostalgia por lo que ha sido, anulando o suspendiendo (epoché) la linealidad del tiempo.
Una médula sacra sostiene el Libro del regreso; sacralidad que no invoca al Dios institucionalizado por las distintas religiones, sino al sentimiento de estupor, inmanente en el ser humano, frente al Origen de la existencia. Deber del poeta es señalar ese génesis: “entonces el poeta intuye lo sagrado/ y canta la verdad”. O cuanto menos, merodea en torno a su inefable arcano, pues “no importa tanto la verdad/ como transmitirla sin pronunciarla”. Palabra y silencio: dialéctica del secreto (verdad prístina) de la vida: “Y tuyo es el silencio/ donde viven todos los que aman/ Dentro. Desde dentro. Sin palabras”.
De todos los sentimientos testificados en el poema, dos de ellos actúan como generadores emocio-nales: el dolor y el amor. Un dolor, igualmente, consagrado: lágrimas de acíbar convertidas en obleas: comunión en el ágape: “¿Recuerdas?: si bebes mis lágrimas/ ya no podremos separarnos.” En el Libro del retorno hay rescoldos del dolor (“profundo y negro como pozo antiguo”) que Carmen Borja tan acendradamente expresó –como llama, lágrima y duelo en su anterior poemario Libro de la Torre. Dolor como conciencia e iluminación, que te “desborda por los ojos, te arrasa”. Acompañan al dolor la soledad y la amargura causada por las ausencias; sentimientos lacerantes y a la vez vivificadores, ya que es preciso hacer un “hueco a la ausencia,/ para que vivir no sea un mapa vacío”. Frente al dolor y sus derivados, como contrapeso, el júbilo amoroso y la esperanza reconfortan el ánimo. Amor-amar (su necesidad, su goce, su consuelo…) son imprescindibles para vivir; más allá de las calamidades que causan en ocasiones o de la insaciable sed que la dependencia amorosa suscita. Amor-amar, espacio donde se conjura “lo visible y lo invisible”: advenimiento, potencia seminal, lugar de revelación y fantasmagorías… Amor que, en el camino de la indagación cognitiva, “ensancha límites, / abre y prolonga la frontera”.
Carmen Borja –que confirma de nuevo que su obra poética suena con voz propia– escribe sin retórica ni afectación y evitando el tono oracular en el que podría haber incurrido cuando, en determinadas secuencias, menciona lo profético. Ello implica que algunas de sus expresiones, en su sencillez (despojadas de todo innecesario boato), puedan parecer obvias; peccata minuta ésta que apenas cuenta dada la calidad, complejidad simbólica (referentes mitológicos, épicos, bíblico y literarios), intensidad y armonía del conjunto del poema. Era difícil superar la excelencia de sus anteriores poemarios (Libro de la Torre y Libro de Ainakls), pero el Libro del retorno no desmerece respecto a sus precedentes, cons-tituyendo con ambos una trilogía en la que cada obra es singular, aunque todas ellas se hermanen al compartir temas esenciales de la existencia y en la impecable coherencia discursiva. ~