Las sonrisas de “Aún estoy aquí”

En "Aún estoy aquí", Walter Salles retrata el horror de la dictadura brasileña, al tiempo que recuerda que la felicidad es la más sublime de las resistencias.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

En una escena clave que resume no solo el sentido de toda la película, sino el ethos con el que fue realizada, la indómita madre de cinco hijos Eunice Paiva (Fernanda Torres, justicieramente nominada al Oscar 2025) posa con todo su chamaquerío frente a la lente de un fotógrafo. El objetivo es tomar la imagen de los Paiva –la madre Eunice y sus cinco hijos, cuatro mujeres y un hombre–, quienes siguen esperando que aparezca con vida el patriarca de la familia, Rubens (Selton Mello), detenido por las fuerzas militares meses atrás, sin que nadie pueda precisar qué ha sido de él.

El fotógrafo prepara la toma, pero algo no concuerda. Tanto la madre como los cinco hijos están sonriendo a la cámara. El periodista que ha sido enviado a escribir el reportaje de la desaparición del ingeniero Rubens Paiva le pide a su familia que no esté tan feliz. Que, si es posible, nadie sonría. El editor del periódico, es evidente, se sentiría más seguro con una foto “triste”. Good luck with that: Eunice y sus hijos no tienen la menor intención de aparecer llorosos frente a la cámara. Su sonrisa no es la simple evasión de la indecible tragedia de haber perdido al marido y al papá. Al contrario: la alegría que muestran cuando se reúnen para la foto indica un desafío moral.

Aún estoy aquí (Brasil-Francia, 2024), decimoprimer largometraje del veterano cineasta brasileño internacionalizado Walter Salles (de su lejana ópera prima Pelea de navajas, 1991, a la injustamente ninguneada En el camino, 2012, pasando por las oscareadas Estación central de Brasil, 1998, y Diarios de motocicleta, 2004) está construido a partir de un mismo ritual fotográfico que vemos al inicio del filme y volvemos a ver hacia el desenlace.

Los Paiva son alegres y ruidosos, empezando por el robusto paterfamilias Rubens, que juega futbolito de mesa con su chamaco más pequeño, que baila alegre a la primera oportunidad, que es el perfecto cómplice para adoptar al típico perrito callejero. De alguna manera, Rubens parece más el hermano mayor que el padre de los Paiva. Es Eunice, la siempre serena esposa y madre, la que está encargada de poner orden en la casa o, mejor dicho, de tratar de aminorar el caos.

Basada en las memorias homónimas del hijo menor de la familia, el escritor Marcelo Rubens Paiva, Aún estoy aquí es la emotiva crónica de cómo toda la familia Paiva afrontó la abrupta desaparición del padre y marido, un 20 de enero de 1971, cuando un grupo de la policía secreta de la dictadura brasileña llegó al idílico hogar, localizado a unos cuantos pasos del malecón de Rio de Janeiro. Es cuando este episodio sucede, ya bien avanzada la película, que la Eunice de Fernanda Torres ocupa de manera definitiva el lugar central del filme: es su insumergible tranquilidad, incluso cuando es detenida para ser interrogada una y otra vez, la que mantiene unida a toda la familia.

Aún estoy aquí es un proyecto muy personal de Walter Salles, no solo porque él mismo pertenece a la generación de los Paiva –él tenía 15 años en el 1971 de la historia– sino porque creció en Rio de Janeiro y, de hecho, fue amigo de la infancia de Nalu, la cuarta hija de los Paiva. Es este preciso sentido del conocimiento y reconocimiento de un lugar, una época y un estilo de vida tan particulares lo que vuelve tan entrañable la primera parte del filme, perfectamente reconstruido a partir del diseño de producción de Carlos Conti y de sus múltiples referencias cinematográficas –la función de Blow-up (Antonioni, 1966) a la que asiste la hija mayor– y musicales –las canciones de Roberto Carlos, Caetano Vaeloso y Tom Zé que escuchamos a lo largo de la cinta, más esa encantadora imitación fonomímica de Serge Gainsbourg y Jane Birkin del clásico “Je t’aime… moi non plus”.

La estrategia de Salles da frutos en la segunda parte de la cinta: nos sentimos tan felices de compartir la alegría de los Paiva y de su entorno –esa playa en la que juegan volibol, esa calle en la que se echan una cascarita, esa casa en la que llegan los amigos de los papás todo el tiempo para echar una copa y para armar relajo– que, cuando ocurre la tragedia, nos sentimos completamente perdidos. A partir de este momento la atractiva puesta en imágenes de Adrian Teijido –las escenas luminosas y bullentes, repletas de energía– cambia de tono cuando Eunice es llevada a unos sótanos para ser interrogada. Los colores se apagan, las sombras invaden el encuadre y el rostro de Fernanda Torres, en primer plano, tiene la responsabilidad de transmitir los sentimientos más devastadores con los mínimos recursos posibles –un parpadeo apenas visible, un ligero temblor en los labios–, pues lo que menos quiere ella es que esos gorilas sepan que les tiene miedo –aunque, por supuesto, les teme.

Esa máscara de serenidad es la que sostiene Eunice el resto del filme, tanto en la incansable búsqueda del marido desaparecido como en sus posteriores luchas de activismo político, pues a esa madre coraje (y alegre) nada se le atora y nadie la detiene. Y si la tragedia llega, como llegó cierto aciago día al hogar de los Paiva, hay que luchar, sí, pero también sonreír. No para olvidar lo que se ha sufrido, sino para afirmar y autoafirmarse, tercamente, que los criminales y los fascistas no podrán ganar jamás, mientras uno permanezca unido a quienes más se quiere, todos frente a la cámara, todos sonriendo, pues la felicidad, qué duda cabe, es la más sublime de las resistencias. ~

+ posts

(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: