Aprender a ser libre

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No es fácil aprender a ser libre, sobre todo después de haber vivido años y décadas en dictadura. Existe el conocido y clásico miedo a la libertad, un sentimiento insidioso, pernicioso, y que penetra hasta en los últimos resquicios de la conciencia. Me siento enteramente solidario con las declaraciones de Oswaldo Payá desde La Habana: “A ser libre se aprende siendo libre”. Pero si uno pone un poco de atención en el asunto, las conclusiones no son alentadoras. Se aprende a ser libre y se desaprende. Y entre nosotros, en el agitado, arrebatado caldo de cultivo hispanoamericano, la cultura de la libertad, por definirla de alguna manera, ha sido siempre difícil. Las grandes gestas románticas de la independencia desembocaron, al cabo de pocos años, en tiranías diversas. El culto inicial de los héroes les abrió el camino a los tiranos. A veces pensamos que Chile fue la excepción. Fue, la verdad, una excepción relativa, y el Brasil, después de su separación pacífica de Portugal, fue otra, también relativa.

Ahora me llama un político latinoamericano, ex presidente en una república no demasiado lejana. En Oporto, me dice, hace ya alrededor de diez años, estábamos reunidos en una Cumbre Iberoamericana, una de las tantas en una larga serie. Había llegado Fidel Castro y todas las cámaras, las ovaciones de pie, los gritos y los estandartes callejeros, eran para el Comandante en Jefe, el Supremo, el Líder Máximo. Los demás jefes de Estado participantes se sentían incómodos. Mi amigo, analista lúcido, político de cultura, cosa que nunca está de sobra, aunque muchos practicantes de la política no lo crean, le dijo a sus colegas: el Comandante es producto del romanticismo revolucionario latinoamericano, del mesianismo, de las grandes ilusiones populistas, y nosotros somos presidentes vestidos de color gris, preocupados de un uno por ciento más en tal sector, de un dos por ciento menos en tal otro. El único que podría competir con Fidel, en estos terrenos, sería el general Pinochet. Nosotros, en cambio, y felizmente, estamos abocados a otra tarea: a la administración, al progreso paulatino y posible.

Tenemos que hacer la apología, en nuestro mundo, y aunque no cosechemos así el aplauso fácil, de la sensatez, de la medianía razonable, del equilibrio, del espíritu de consenso y de negociación, y desconfiar de los imitadores de Napoleón, de los Fideles, de los Chávez. Nuestro siglo XIX fue napoleónico, pero fue escasamente ilustrado. Si pudimos darnos algunas constituciones políticas y un Código Civil, la estabilidad, en cambio, fue un bien poco difundido. Los ensayistas chilenos del pasado, entre juristas e historiadores, dedicaban centenares de páginas a analizar el enigma de nuestro Estado en forma. Decían que Diego Portales había creado entre nosotros la religión del Estado, y que sólo eso podía explicar nuestro sólido siglo XIX. Quizá sí. No comparto críticas actuales apasionadas y desenfrenadas del gran ministro, del fundador de la república conservadora. Pero señalo de inmediato un fenómeno que salta a la vista: Portales era un hombre del segundo plano, de la sombra, curiosamente distante de las liturgias y las pompas estatales. Si hacemos comparaciones adaptadas a la actualidad, podríamos sostener que se parecía mucho más a Raúl Castro que a Fidel. Eso sí, para marcar distancias, no le habría rendido la menor pleitesía a Fidel, ni a Perón, ni a Perico de los Palotes. Le gustaba mucho abandonar su sillón ministerial para irse a beber un poco de chicha y a escuchar a las cantoras de Petorca en alguna ramada de la Chimba, en la ribera norte del río Mapocho. Era una interesante e inédita figura de aristócrata popular, y no tenía, precisamente por eso, nada de populista. Y los ciudadanos de Chile, a partir de su época, iniciaron el lento aprendizaje de respetar la ley y de vivir en una comunidad diversa, heterogénea, muy libre para su tiempo. En la América de habla española había, como dijo alguien, caudillos ilustrados y caudillos bárbaros, vale decir, tiranuelos menores. En Chile, y casi todos admitían que era un contraste, hubo presidentes más o menos autoritarios, pero sometidos a las leyes y que le entregaban el poder al sucesor legítimo en la fecha exacta de término de su mandato. Parece fácil, pero no lo era entonces y ni siquiera lo es ahora. Cada transmisión de mando sin conflicto habría que celebrarla, y está muy bien que Michelle Bachelet haya estado presente en las ceremonias recientes de Lima y de Bogotá. Entre nosotros y en toda nuestra región, los datos fundamentales, la línea gruesa, la simple honestidad y la necesaria probidad administrativa, nunca han estado enteramente asegurados. Para decir lo menos. No me cansaré de citar una frase del general José de San Martín, escrita en su exilio de Boulogne-sur-mer después de saber del término del mandato de uno de nuestros primeros presidentes, ya no recuerdo si Prieto o Bulnes, y del traspaso pacífico de sus poderes al sucesor en el mando: “Chile es el único país que sabe ser república hablando en español”. Ni siquiera el Brasil, con su envidiable estabilidad económica y política, lo sabía, puesto que era en aquella época un imperio apoyado en una columna vertebral lamentable: la esclavitud. Ya tenía algo parecido a un Portales, pero le faltaba un Abraham Lincoln.

Mirando las cosas en perspectiva, y después de leer con atención las palabras recientes de Oswaldo Payá, llego a una conclusión personal. Lo esencial del castrismo ha sido la confrontación, la división de la sociedad en amigos incondicionales y enemigos. Fidel Castro, como lo ha declarado él mismo en diversas oportunidades, estudió en su juventud la Revolución Francesa y se decantó en forma clara, con una decisión reveladora y quizá enfermiza, por la opción de Robespierre, la de 1793, año de la guillotina, del Terror, del Comité de Salud Pública. A veces los lectores y los críticos no se fijan lo suficiente en el epígrafe de los libros. El mío sobre Cuba lleva una sola frase lapidaria de Maximiliano Robespierre: Je ne connais que deux partis, celui des bons et celui des mauvais citoyens. Ya ven ustedes: el terrible ciudadano, el jacobino por excelencia, dividía el mundo entre los que estaban con él y los que estaban contra él. En una reunión de los años iniciales, frente a un pelotón de poetas e intelectuales asustados, Fidel dijo una frase que equivalía más o menos a lo mismo: “Dentro de la Revolución, todo, fuera de la Revolución, nada”. Me parece que no supimos interpretar el fenómeno con claridad, con libertad interior, sin sumisión. Y hemos pagado las consecuencias de diferentes maneras y a un precio excesivo. En el caso nuestro, no hemos creído que la tradición republicana, el siglo XIX estable, la sociedad civil madura, sean valores dignos de ser defendidos a toda costa. Viajamos hasta hace muy poco cerca de Escila y de Caribdis, de Fidel y de Pinochet, sin una conciencia real del peligro, de los extremos que había que evitar.

En los días que corren, el tema se repite de una manera trágica. Hugo Chávez representa la confrontación primaria, la obsesión de un enemigo que hay que invocar a cada rato y que cuando no existe, o cuando empieza a desvanecerse, hay que inventar. El movimiento perpetuo, las visitas a Irán y a Bielorrusia, la amistad desaforada con los coreanos del norte, serían pintorescos si no fueran truculentos y hasta macabros. Me acuerdo ahora de un poeta venezolano de origen árabe que había sido contratado como traductor en Corea del Norte. Los documentos que debía traducir estaban encabezados por páginas enteras con la enumeración de los títulos de Kim il Sung, el Líder Máximo de allá. Nuestro ingenuo poeta, militante del comunismo venezolano, empezó a resumir esos títulos, esto es, a quitarle atributos verbales al jefe supremo, al padre de los pueblos, al benefactor de la patria. Un buen día fue llevado por funcionarios de la Seguridad desde su oficina de traductor a una celda de castigo. Estuvo allí varios años. Me acuerdo como si fuera hoy de los viajes de Miguel Otero Silva, novelista, millonario y militante del comunismo de Venezuela, que pasaba por París, almorzaba con Pablo Neruda en Chez Allard y seguía viaje a Pyong Yang para tratar de sacar en libertad a su compañero. Era la tiranía llevada a situaciones grotescas y crueles. Pero ocurre que el socialismo de la confrontación, de la agresión permanente, de la creación de enemigos, conduce a estos extremos.

He visto las imágenes de las celebraciones en Miami de la enfermedad de Fidel Castro. Me han parecido penosas, pero entiendo el resorte político que conduce a eso. Si los enemigos son vistos como gusanos, como nulidades absolutas, basura o animalidad, nadie puede esperar una actitud medianamente racional. El consenso virtual desaparece. Y la semilla del fidelismo, en este aspecto, ha sido fecunda y nefasta. Me pregunto, por ejemplo, cuántos votos serían necesarios para ganarle a Andrés Manuel López Obrador en México, para dejar tranquilos a sus partidarios, para que no se instalen con carpas en las calles. La pregunta, dirán ustedes, es demasiado simple. Nuestro espacio latinoamericano sigue siendo el del verbalismo, el del Estado de derecho eternamente amenazado, el de los caudillos bárbaros. ¿Hasta dónde, hasta cuándo? Estados Unidos debería entender algunas cosas. El exilio de Miami debería entender otras. Pero hasta aquí estamos lejos de las soluciones de fondo. Aun cuando Estados Unidos, hasta este minuto, y tenemos que reconocerlo, ha empleado un lenguaje más bien prudente. Mientras Fidel y Raúl guardan un impenetrable silencio. ~

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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