Kavanagh, novela de Esther Cross que recorre algunos de los pisos del edificio Kavanagh en Buenos Aires, se publicó en 2004 en Argentina y acaba de ser rescatada por editorial Minúscula. La novela está dividida en doce piezas que componen el retrato coral del edificio, un poco decadente, un mucho burgués, de un rancio abolengo incluso, del propio inmueble y de sus habitantes. Algunos personajes reaparecen y otros no, casi todos los capítulos los cuenta la misma voz, a la que reconocemos por detalles, como el perro que saca a pasear. Para esta edición, Cross ha escrito un posfacio donde cuenta que para ella Buenos Aires es Kavanagh. “Lo veo como cuando era chica y lo miraba hipnotizada desde la plaza. Parece que se levanta solo en una loma, entre las calles cambiantes del centro. Con el tiempo, el amparo. Pero nada afecta al Kavanagh. Lo inauguraron hace más de ochenta años y todavía es moderno. Mirarlo es como concentrar la vista en un barco: la ciudad se mueve un poco, como el agua alrededor. Un día empecé a imaginarlo por escrito”; y ahí está la clave: “El edificio de este libro es ese Kavanagh soñado durante años”.
El libro puede leerse como un libro de relatos, si se quiere, o dicho de otro modo, este es uno de esos libros sobre los que se podría discutir si es una cosa o la otra o a partir del cuál podrían verse las características de uno y otro, pero en realidad eso da un poco igual porque es divertido y todo el rato quieres seguir conociendo personajes, que aparezca de nuevo el portero o su mujer, que limpia algunos de los apartamentos y así se saca un dinerillo, o descubrir un nuevo vecino, o que llegue una nueva familia. Algunos (muchos) son excéntricos, pero la gracia está en la voz de la narradora, a la distancia suficiente para ser malvadilla y tierna, según sople el viento. La narradora explica ya en la pieza que abre el libro, “Anteojos negros”, donde cuenta su llegada al edificio, “dicen que un rascacielos es un barrio en altura, y es cierto”.
De entre los personajes retratados, hay un matrimonio, los dos alcohólicos, son los Wilkinson, de quien se dice que eran “una pareja sólida. Quiero decir que se llevaban bastante mal y estaban llenos de problemas. Una pareja estable, como dicen, de esas que juegan al bridge o al tenis para acercarse cuando todo se complica. Los Wilkinson no jugaban ni al bridge ni al tenis –ocupaciones demasiado caras para ellos–, pero bebían, y últimamente casi no hacían el amor porque, como bien dijo Shakespeare, el alcohol aumenta el deseo y disminuye la performance. Y sin embargo, eran una familia. Las familias se forman, con hijos o sin ellos, entre personas o personas y animales –y a veces entre personas y objetos–, y ya no hay nada que hacer”. Otro de los vecinos es Slavomir Olenski, “príncipe retirado” y traductor de Conrad en activo. “Traduzco Conrad del inglés al polaco, que era su lengua original. Conrad era un escritor equivocado. Él era polaco, no tendría que haber escrito en inglés. […] Lo mejor de sus historias nos habría llegado si las hubiéramos leído escritas por él en polaco y luego traducidas por alguien al inglés. Que era lo que él quería. Verse en inglés. Pero no tuvo paciencia y no quiso aceptar intermediarios. Mi trabajo consiste en traducir sus libros del inglés al polaco. Cuando vuelvan a traducirlos al inglés, van a ser totalmente diferentes a los que él mismo escribió en inglés, aunque tendrán, desde ya, su sello personal”, explica el príncipe. Se dedica a eso, pero entre los vecinos incomoda que no pague las cuotas de la comunidad.
Algunos de los encuentros se producen en el ascensor, espacio en movimiento y común, lugar de reunión fugaz entre vecinos; está el hall también, los rellanos y las paredes y techos insuficientes para aislar de los ruidos de una reforma cuando llega una nueva familia o de los intentos de tocar una y otra vez a la guitarra “Perfidia” que entretienen las tardes de la hija de esa nueva familia.
Esther Cross, que también es traductora, deja perlas sobre el oficio de escribir en algunas de las piezas que se cuentan entre mis favoritas –quizá por eso–, como “Entrada de servicio”, donde la narradora cuenta que es escritora: “Mis novelas impresas tenían el mismo olor que tienen todas las novelas que no serán un clásico”. Un pequeño incendio en su casa acaba con un manuscrito, “La realidad había quemado con la ficción”. También se ocupa de su oficio en “Lo de Boggie”, donde la narradora habla de su escritorio y de los planes que tenía para convertirlo en el cuarto de Orson, su perro.
Hay muchas otras aventurillas y episodios simpáticos, tiernos o un poco tristes, pero lo que seduce es la manera de contar de Cross, que carga con todo el peso de lo leído como si fuera un bolso ligero y que le queda bien. Saca de él frases como quien saca un conejo de la chistera. Nunca se ve el truco.