Petro, el presidente que predicaba la Revolución

En el presidente colombiano conviven dos almas, la del revolucionario que quisiera ser y la del estadista que debería ser.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Desde 1789, una palabra mágica que  contiene todos los futuros imaginables ynunca está tan cargada de esperanza como en las situaciones desesperadas; es la palabra revolución

Simone Weil 

Desde el día que tomó posesión, el 7 de agosto de 2022, Gustavo Petro ha intentado instalar en la cultura política colombiana una nueva épica revolucionaria. Con el Rey Felipe VI entre los invitados, Petro inició su discurso inaugural ordenándole a los soldados de la Casa Militar que trajeran la espada de Simón Bolívar. Esta es la misma espada que supuestamente –pues corren varios mitos urbanos– el Movimiento 19 de abril (M-19), la organización armada a la que perteneció Petro en su juventud, se robó en 1974 de la Casa Museo del Libertador en Bogotá. El movimiento guerrillero  la  devolvió en gesto de paz en 1991.

Apelar a la espada de Bolívar sería el primero de varios gestos, símbolos y rituales que han acompañado su presidencia: por ejemplo, banderas del M-19 exhibidas en mítines políticos, además  de las imágenes de sombreros, sotanas y otras reliquias de los rebeldes de su santoral personal, en especial de Jaime Bateman y Álvaro Fayad –sus correligionarios en la clandestinidad–, y del cura Camilo Torres, líder carismático del Ejército de  Liberación Nacional (ELN). Episodio aparte merecen sus alambicadas y sobre todo ambiguas declaraciones en X (antes Twitter): a veces, denotan una reivindicación del M-19 que firmó la paz en 1990 y fue protagonista de las reformas sociales que introdujo la Constitución de 1991; otras veces, Petro transmite melancolía por los años en que los fusiles intentaron alumbrar la revolución en América Latina. En otro país esto sería anecdótico, pero no lo es en uno que ha sido pródigo en parir novelistas, ciclistas, cantantes y guerrillas, una de ellas una antigualla que persiste desde 1964. 

¿Cómo explicar la nostalgia revolucionaria en quien llegó a la cumbre del poder del Estado que combatió en el pasado con las armas? Huelga decir que Petro ha sido leal con su desmovilización y ha ocupado cargos de responsabilidad institucional durante más de 30 años. Luego, no es un quintacolumnista, y quienes así lo ven sufren de una de las enfermedades políticas de nuestra época, en la que las palabras “fascista” y “comunista” se atribuyen a los adversarios ideológicos con fanática ligereza.

Pero es cierto que en Petro conviven dos almas que libran un combate entre el Ello revolucionario que quisiera ser y el Superyó estadista que debería ser, entre el revolucionario locuaz y el político que debe transar. Por supuesto, también se pueden ensayar otras explicaciones que bascularían entre lo ideológico y lo pragmático.  El primer gobernante de izquierda en la historia republicana del país llegó al poder precedido de un descontento acumulado, que estalló en las calles entre 2019 y 2021, y de una amplia expectativa ciudadana por las reformas que implementaría. No obstante, sin mayorías en el Congreso, equipado de un acendrado desprecio por la tecnocracia administrativa y marcado por su incorregible personalismo, muy pronto quedó en evidencia que la improvisación y un trasnochado estatismo modelarían el  contenido de sus reformas, lo cual ha resquebrajado seriamente –por incoherente a veces, por ineficiente otras tantas– su narrativa del “Cambio”. Por eso no es casual que sus proclamas a medias reformistas, a medias revolucionarias, pero siempre ambiguas y dirigidas a sus incondicionales, aparecen cuando languidece el respaldo ciudadano. El pasado es también para Petro un salvavidas de ocasión.

La revolución después de la Revolución

Aunque el mito revolucionario nunca ha tenido en la historia de Colombia el peso político y cultural que tuvo, por decir algo, en Chile con Allende o en México con su proyecto nacionalista, Petro invoca ahora una versión actualizada del mismo, que consiste en hacer del país una “potencia mundial de la vida”, cuyos pilares son la economía sin combustibles fósiles, la negociación de paz con los grupos armados, el potenciamiento de la biodiversidad y la visibilización de los excluidos de siempre. El lector paciente puede asomarse a sus discursos en la Asamblea de Naciones Unidas para corroborar el batiburrillo entre la prosa de Eduardo Galeano y la grandilocuencia de Hugo Chávez y de Fidel Castro, marca registrada de la retórica de la vieja izquierda latinoamericana.

No obstante, es innegable que en el programa de gobierno de Petro subyacen intuiciones normativas correctas. Sin embargo, el gobierno de Colombia comparte el presente paradójico de las izquierdas contemporáneas: logran un relativo éxito al situar la sensibilidad progresista en la agenda global (posneoliberalismo, medio ambiente, identidades, igualdad, feminismo, justicia fiscal, reconocimiento), pero enfrentan una enorme dificultad a la hora de concertar e implementar medidas eficaces y sostenibles. La política, lo sabían bien los estadistas pero lo ignoran los gobernantes–influenciadores, no es el reino de las buenas ideas ni de las ocurrencias sino de los proyectos colectivos posibles.

Este realismo o pragmatismo, por llamarlo de algún modo, supone saber elegir los enemigos y qué batallas dar. Sin embargo, en su más reciente escenificación como aspirante a líder revolucionario regional, Petro se ha pertrechado de una espada de papel –el escuálido antiamericanismo que nunca ha echado raíces en una nación que solo en 2023 recibió 389 millones de dólares de ayuda de Estados Unidos– y cual Quijote extraviado se le plantó a Donald Trump, exigiendo un trato digno a los migrantes deportados, un asunto en el que, no cabe duda, le asisten poderosas razones éticas y jurídicas. Pero su desconcertante desdén por el incalculable costo económico que le traería a Colombia una guerra arancelaria con su principal socio comercial puso sobre la mesa, una vez más, su versión más populista y demagógica. Los revolucionarios, lo sabemos bien, suelen hacer cuentas alegres.

El último Buendía

En Colombia, los críticos más intransigentes se refieren a Petro como “guerrillero”, con la misma trivialidad con la que el actual presidente, en sus épocas de congresista, llamaba a sus contradictores “paramilitares” o “mafiosos”. Obviamente ello no solo es desleal con el debate democrático, sino que además contiene una imprecisión histórica: Petro nunca fue un guerrillero del modo como lo fueron Manuel Marulanda Vélez (FARC) o Fabio Vásquez Castaño (ELN), ni ocupó un lugar protagónico en la organización armada, surgida tras el fraude al exdictador Gustavo Rojas Pinilla, candidato por la Alianza Nacional Popular (Anapo), en las elecciones presidenciales del 19 de abril de 1970. 

“El eme”, como se llama coloquialmente, ha sido la guerrilla más romantizada en la historia colombiana. Por ejemplo, en sus memorias (Una vida, muchas vidas), Petro le atribuye al movimiento un papel precursor en la tolerancia hacia los homosexuales, pues el poeta Luis Vidales era parte de sus cuadros dirigentes. Sin embargo, no dice una palabra de la ejecución del sindicalista José Raquel Mercado que conmocionó al país en 1976. El M-19 se definía como un movimiento nacionalista y popular, dos adjetivos relativamente extraños en la idiosincrasia política colombiana. Pero,  en las décadas de los setenta y ochenta, cuando el país vivió 17 años bajo la figura constitucional del estado de sitio y los disidentes o sospechosos de socialismo padecieron la represión y persecución estatales, “el eme” atrajo amplias simpatías en sectores populares e intelectuales. Esta atmósfera cultural y emocional ha sido recreada bellamente por Juan Gabriel Vásquez en su reciente novela Los nombres de Feliza. Ahora bien, no fue la resistencia al autoritarismo lo que le dio al M–19 un lugar en la historia de la democracia nacional, sino su desmovilización en 1990 y su posterior éxito electoral como la tercera fuerza política que redactó la Constitución, mano a mano con los históricos partidos Liberal y Conservador.

Por eso digo que Petro no fue un guerrillero al uso. Y el M–19 tampoco se consideraba una guerrilla, sino un ejército revolucionario y popular que, a imitación de la campaña independentista de Simón Bolívar contra las tropas realistas, luchaba por una “democracia real”.  El M–19 ha tenido una imagen más bien ambigua pues llegó a ser percibido como una organización armada romántica y popular, que presumía de tener un pensamiento propio pues despreciaba el estalinismo, el maoísmo y el guevarismo. Y se le recuerda más por sus golpes de efecto –el robo de la espada de Bolívar (1975) y de las 5.000 armas de una guarnición militar (1979), la toma de la Embajada de República Dominicana (1980) y el asalto al Palacio de Justicia (1985)– que por la crueldad con la que secuestró y asesinó a decenas de civiles. 

Esta ambigüedad ha acompañado la trayectoria de Gustavo Petro desde sus 18 años. Ello explica la combinación de retórica nacionalista, mesianismo internacionalista y folclore patrio que exhibe en sus peroratas. El M–19 es para Petro su primer amor, aquel que nunca se olvida y que con el paso de los años se idealiza. Este pasado que se resiste a pasar define el talante de este revolucionario melancólico, su tendencia a rodearse de incondicionales, así como su inocultable desdén por administrar y gobernar para dedicarse más bien a predicar día y noche sobre el apocalipsis mundial, los conflictos lejanos y las soluciones utópicas.

Al presidente revolucionario le gusta definirse a sí mismo como el último Coronel Aureliano Buendía, protagonista de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, seguramente por su valentía para emprender batallas cada vez que puede, y siempre y cuando su adversario no sea de izquierda, claro está. Sin embargo, Petro se parece más bien a José Arcadio Buendía, y sus sermones revolucionarios son la versión 2.0 de la terquedad con la que el fundador de Macondo y padre del coronel hablaba interminablemente de sus pócimas.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: