Antonio Gamoneda, el escultor de las palabras

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Antonio Gamoneda (1931) es el poeta que hace mucho tiempo se merecía la gran tradición de la poesía en lengua española. Al leerlo conseguimos reconciliarnos con esa tradición, porque nos hace constatar que la palabra poética puede tener aún la dignidad, la calidad y la hondura suficiente como para volver a instalar a la poesía en la órbita de los grandes poetas y alejarnos de algunas tentaciones recientes de banalizar el discurso poético. Gamoneda nos sitúa en esa perspectiva, no tanto porque sus versos repitan o reelaboren esa gran tradición de manera literal –ya que la suya es una poética absolutamente personal–, sino porque marca una actitud frente a la poesía, y participa de esa corriente interna que vincula a unas pocas voces verdaderas que realmente son capaces de transformarnos. Cuando me refiero a la tradición de la gran poesía española estoy pensando, por ejemplo, en el dolor de Jorge Manrique, en los pliegues del verso gongorino, en la vida retirada de Fray Luis, en la noche oscura de San Juan de la Cruz, en la vitalidad de las vanguardias, en las atmósferas oníricas de Juan Larrea… Gamoneda es el poeta que venía mereciéndose la gran tradición poética española desde hace mucho tiempo, pero también es el maestro necesario, la voz que se merecen tener como referencia los jóvenes poetas del futuro de nuestra lengua. Algún grupo de incondicionales ya ha sabido verlo. Antonio Gamoneda es un buen espejo en el que mirarse porque nos vuelve a ofrecer el pulso exigente y entregado de la poesía. Porque sitúa esa exigencia a la altura de los grandes clásicos desde una absoluta modernidad.

Su trayectoria poética, que atraviesa más de medio siglo, es de una consistencia y una unidad apabullantes. Está presidida por la autenticidad y la exigencia estética sin abandonar nunca un posicionamiento ético, una fuerza moral, que lejos de menoscabar el discurso poético, lo hace más hondo. Toda su poesía tiene como escenario su propia experiencia, es autorreferente en su intensidad, pero adquiere carácter de universalidad, se pluraliza en el dolor. Lejos de ensimismarse en la órbita personal, su verso se expande hacia los otros. En su voz se expresan todas las voces. Para abrir su libro Blues castellano elige una cita clarificadora, aquella de Simone Weil que dice: “La desgracia de los otros entró en mi carne”, y podríamos añadir “y la carne se hizo verbo”… Porque se trata de un verso que tiene el espesor de la carne, la consistencia del barro… y que aun cuando habla de lo inasible, de lo que no puede tener presencia física, se materializa en forma de palabra, se hace presente a fuerza de nombrarse con imágenes insólitas, construidas, moldeadas para decir lo que hubiera parecido inexpresable.

El poeta se enfrenta a sus circunstancias, pero no para hacer una crónica literal de acontecimientos, sino para trascenderlos al recoger lo más pregnante de su atmósfera, la hondura de lo que permanece más allá de la historia. En pocos libros como en los suyos (en Sublevación inmóvil, Descripción de la mentira, Lápidas, Libro del frío, Arden las pérdidas) ha quedado patente la convulsión de la posguerra, la vergüenza, la rabia, la miseria humana, la culpabilidad de ser el que sobrevive, la impotencia del niño ante la barbarie. A veces, y sobre todo en un contexto en el que el canon lo dictaba la llamada “poesía social”, se ha nombrado en su poesía como hermetismo lo que era creación pura, exigencia para con la palabra poética. Gamoneda refleja (al igual que lo hará otro gran poeta, Paul Celan, frente al genocidio) lo esencial de la realidad, lo que queda para después del tiempo, no los detalles circunstanciales, sino la herida profunda que se hace universal a través de sus palabras. Lo que perdura durante generaciones. Pocos como él han sabido aunar realidad y trascendencia o han sabido dibujar el espíritu de una época sin tener que rebajar el discurso a la categoría del panfleto. Adam Zagajewski lo dice con claridad en su libro En defensa del fervor: “Paradójicamente, la depuración y la simplificación de la estética provocadas por el horror conducen a la larga hacia formas estéticas incapaces de expresar el horror”. En Gamoneda no hay simplificación, ni concesiones al discurso dominante, por eso tal vez se le silenció durante tanto tiempo. Gamoneda es un poeta del fervor, porque, como expresaba Kolakowski: “La cultura que pierde el sentido del sacrum pierde el sentido por completo”. Poeta del fervor, que eleva la palabra y la restituye a su sentido mítico y místico, al que siempre ha aspirado la gran poesía, a su voluntad de experimentar el absoluto, y de operar como catarsis desde el trato con lo sublime.

Y el fervor de lo sublime va unido en Antonio Gamoneda a otro concepto esencial, el de la inquietud, el desasosiego, la pérdida, la angustia. Para leer su poesía hay que estar dispuesto a dejarse traspasar por un temblor extraño, situarse en el territorio de la inquietud. Mohamed Bennis ha escrito que “el poema de Gamoneda es ante todo una respiración en la oscuridad extrema. No disimula su inquietud ante el tiempo”. Gamoneda explora en la palabra los lugares recónditos de lo que está más allá, tiene su palabra un movimiento de búsqueda, de revelación, una fuerza que remite a lo originario, que conserva la magia del oráculo. El propio autor admite que “Son las palabras las que piensan por mí, yo no pienso, yo estoy reducido a una pulsión inconsciente que genera el mundo imaginario”. Ese “pensar” de las palabras apunta ya una de las claves de lectura fundamentales: las palabras son seres vivos, organismos “que piensan”. Y como “seres vivos que piensan”, se piensan desde la perspectiva de la muerte, desde la conciencia plena del otro lado: “En mi libro Descripción de la mentira –anota Antonio Gamoneda– hay un renglón que viene a decir que toda mi actividad poética se deduce de ‘la contemplación de mis actos en el espejo de la muerte’”. Y cabe una segunda deducción, versificada, por otra parte: “Mi poesía estuvo siempre en la perspectiva de la muerte”.

Esa perspectiva es la que le guía cuando escribe: “Todo exhala crepúsculo. Ante los muros blancos, voy a estudiar la agonía. Tú, de momento, cuida las sábanas mortales, mira los restos de la sombra. Es un don el dolor…” El dolor como don de crecer hacia dentro, como cauce de conocimiento. En realidad es un tema que viene impuesto por la propia escritura, esa escritura que por momentos parece “decirse” por su cuenta, ajena a la voluntad del poeta. Así escribirá “No creo en las invocaciones, pero las invocaciones creen en mí” y “Yo quería/ despedir un sonido de alegría; quizá sueno a materia desollada./ Me justifico en el dolor”. Y se deja llevar por esa escritura del dolor consciente de que “la belleza no necesita ser pensada”, basta con contemplarla cuando llega. Y lo es de que “Esta es la tierra, donde el sufrimiento/ es la medida de los hombres”. Porque “la luz es causa mortal” la muerte se pasea por sus versos como la luz, se escribe, como ha dicho alguna vez su autor, “para aprender a morir” porque “la muerte crece con la vida”. La poesía para Gamoneda es revelación y es inquietud, pero también consuelo, expiación, catarsis en el sentido aristotélico, purificación en el sentido místico.

Gamoneda es, decía yo en el título, “el escultor de las palabras”, es el que amasa las sombras para buscar la luz del otro lado. Esa luz que eligió como frontispicio para titular su obra reunida y que sin duda será otra clave de lectura ineludible: la luz que “hierve debajo de mis párpados” (Arden las pérdidas). Porque “hay luz dentro de la sombra” y el oficio del poeta es arrancarla. Es una luz que se hace materia, la materia con la que Gamoneda trabaja sus palabras. Modelar la luz como dirá en Arden las pérdidas: “Siento el crepúsculo en mis manos… Sólo quiero sentir esta luz en mis manos”. Aunque a veces también descubre el vacío, la oquedad de esa luz (Libro del frío): “No había nada dentro de la luz; sólo sentías la extrañeza de vivir”. Y la duda también está ahí: “Lo invisible está dentro de la luz, pero, ¿arde algo dentro de lo invisible?” (Arden las pérdidas). Las manos son las intermediarias entre lo invisible y lo visible, las que hacen posible la materialización de lo transcendente, las que retienen para nosotros el secreto de la luz: “La naranja en tus manos, su resplandor, ¿es para siempre?… Fruto de desaparición. Arde su exceso de realidad entre tus manos”.

Lo simbólico se hace materia y realidad en su poesía: “La realidad es simbólica y yo soy un poeta realista porque los símbolos están verdadera y físicamente en mi vida”. Es curioso observar cómo se produce esa materialización de lo simbólico en sus poemas. Y de todos esos símbolos es el de las manos el que con mayor persistencia atraviesa toda su obra. Merece la pena detenerse un poco en esas manos del escultor-poeta que se convierten en centro de gravedad de toda su poesía. Él es el escultor de las palabras, pero, ¿qué quiere modelar con sus palabras? Algo inasible, quiere modelar lo que no tiene materia, quiere modelar la luz, quiere modelar la muerte, traer “la palabra perdida” hasta sus manos para dar forma a lo esquivo de la luz, a lo huidizo de la muerte. Son las manos del “vigilante de la nieve” que acecha formas en la inmensidad de lo blanco, que modela figuras de lo efímero, que sólo dejarán de ser efímeras al quedar fijadas en la palabra poética.

En Lápidas dedica un poema a Eduardo Chillida, “Rumor de límites”: “Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo”. “Tus manos abren los párpados del abismo” y más adelante vuelve al tema de la escultura: “El escultor de sombras hunde sus manos en el silencio”. En Libro del frío contempla su propio rostro modelado por un escultor: “Mi rostro hierve en las manos del escultor ciego./ En la pureza de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los/ suicidas; está creando la vejez:/ ayer y hoy son ya un mismo día en mi corazón”. Escultor de sombras, manos capaces de abrir los párpados del abismo, lo que hierve en las manos. Siempre se ha repetido la imposibilidad de definir la poesía, pero pocas definiciones se podrán encontrar más adecuadas para aludir a la labor del poeta.

Las manos convocadas en su obra no son siempre las suyas, aunque las suyas sean las más presentes por su papel de intermediarias con la realidad, con la escritura y con las sombras. En sus primeros poemas ya las manos son las depositarias de intuiciones esenciales: “Bebe en el viento/ el olor a tristeza de mis manos”,“La desnudez de tus pechos/ pone en mis manos ceniza”, “He tocado el amor; aún se estremece/ como un seno o un balido entre mis manos”. En Libro del frío encontramos muchas referencias a esas manos: “Y sobre el agua, mis manos ante las zarzas polvorientas”, “cuando cojo con mis manos la tiniebla”, “En el más resistente, más velado/ lugar del corazón, mete sus manos/ el silencio del mundo”, “como en las telas de mi corazón/ mete sus manos la desgracia”, “Mis manos se deslizan cansadas en la lentitud”, “ahora me contienes con tus manos”. En ocasiones son las manos de los otros, manos plurales y anónimas, manos atadas: “A veces sueño que me llevan con las manos atadas”. “Yo te aseguro que cuando venga lo que vendrá/ nadie va a llorar por sus viejas manos atadas”, “Hemos soñado que un dios lamía nuestras manos”.

Y están las manos de las mujeres de su vida, las que cincelan su propia imagen. Esas mujeres, cuya presencia en su obra merecería un estudio específico, las sufrientes, las sibilas, las resignadas, las fuertes: “Convocada por las mujeres, la madrugada cunde como ramos/ frescos: cuñadas fértiles, madres marcadas por la persecución./ Hay un friso de ortigas en el perfil de la mañana, lienzos retorcidos/ en exceso por manos encendidas en la lejía y la desesperación” (Lápidas). Están las manos de la madre, que volverán una y otra vez como el hilo de la memoria: en Blues castellano titula un poema “Caigo sobre unas manos” que son las manos de su madre: “Cuando no sabía/ aún que yo vivía en unas manos/ ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón”, “Donde yo existo más, en lo olvidado/ están las manos y la noche”, “Y me arrodillo/ a respirar sobre tus manos”. En otro poema, “Hablo con mi madre”, le pide a la madre muerta “Pasa tus manos grandes por mi nuca”, como si quisiera que la madre le modelase de nuevo con esa caricia. En otro momento le dirá “Dame la mano para entrar en la nieve”, o más adelante “Tu cabello encanece entre mis manos”. En Arden las pérdidas volverá a invocar las manos de la madre: “busco las manos de mi madre en los armarios llenos de sombra”. “Aún sus manos acuden a mis sueños adelantándose a un grito negro, a hierros ocultos en mi corazón” (Libro del frío).

Y las manos de su compañera, esas depositarias del amor: “Cuando revuelvo tus cabellos/ algo hermoso se forma entre mis manos”, “Y me arrodillo/ a respirar sobre tus manos” (Blues castellano). Serán las mismas manos de comunión con sus hijas: “En mi mano izquierda tengo la mano de Amelia/ y en la derecha la de Ana/ Los tres sentimos nuestra vida y la luz/ Los tres sentimos nuestras manos y la luz/ Los tres sentimos la luz, el silencio y las manos” (Blues castellano). De nuevo las manos y la luz que esas manos saben retener. Y las manos de su nieta Cecilia, la esperanza, las que se tienden hacia el futuro para rescatar su propia memoria de la luz: “Es verdad; en el extremo de tus manos/ el cielo es grande y azul”, “Y yo adelanto mis manos y no llego a tocarte; únicamente acaricio tu luz”. “Cada uno está en su propia luz/ y la mía es la que tú vas abandonando”. “Dices adiós en el umbral y de tus manos se desprende/ un instante sin límites”.

Como muy bien ha señalado el mayor estudioso de la obra de Gamoneda, Miguel Casado, lo autobiográfico envuelve toda la obra gamonediana, poesía y vida no pueden disgregarse en ella, pero no es una autobiografía al uso, no hay una crónica de experiencias ni mucho menos un retrato objetivado de la realidad, sino que como escribe Casado: “Gamoneda no desarrolla propiamente un relato, ni siquiera cuando anuncia que va a hacerlo; los hechos se fragmentan en sensaciones, en detalles aislados de su contexto, transportan ecos de tiempos anteriores. La mirada está sometida a un núcleo obsesivo que la absorbe, la dirige de forma centrípeta hacia lo que el poeta llama interiorización”. Así podría afirmarse que no hay nada en la obra de Gamoneda que no sea autobiográfico y al mismo tiempo su poesía no es una descripción de su vida en sus aspectos exteriorizados, nos propone mirar hacia dentro, ahí donde la realidad se hace más evidente y puede verse hasta con los ojos cerrados. Es un ver y un mirar que perfora y atraviesa esa realidad hasta hacerla transparente. El poeta utiliza con frecuencia el verbo ver: “Veo las delaciones, veo indicios…”, “Vi las aguas coléricas…”, “Veo la vida en el centro de la luz…” e insiste en la ceguera: “Ciego en la luz, absorto en la inexistencia” o “Fui ciego/ como piedra de cripta hasta que un día/ vi en el mundo las manos verdaderas”. Es un ver el suyo que nos muestra los paisajes del alma, escenifica lo que sucede más allá de la evidencia. Así los sentidos tocados por la poesía no sirven sólo para sus funciones físicas habituales sino que están dotados de propiedades más sutiles: ver, oír, oler, gustar, o tocar, no es solo un ejercicio funcional, sino que esos sentidos adquieren una función de mediadores con nuestra dimensión interior y con el alma de las cosas, huyen de lo referencial para posarse en la esencia. Y si todos los sentidos tienen una presencia constante, el de las manos adquiere un peso simbólico especial, las manos modelan-escriben lo que ven, lo que oyen, lo que olfatean… En su empeño en la “reescritura” se hace también presente su afán por pulir. “El escultor de sombras hunde sus manos” esta vez no en el silencio, sino en su propia escritura, para reparar lo que el tiempo puede haber erosionado, para volverla a traer entera a su intemperie. El poeta vuelve al poema porque quiere quitarle el poso sobrante del tiempo acumulado, tal vez como si pasara la mano por su rostro para borrarle sus arrugas, recordando la imagen de Bohumil Hrabal. Todas sus palabras, obsesivas y recurrentes, conforman un territorio que respira, un ser vivo en constante evolución. Si la escritura fija la memoria, reescribir es corregir recuerdos, levantar a la vivencia de su ensimismamiento, despertarla, borrar lo que en ella pudiera haber fosilizado, para volver a hacerla “carne” en el verbo. Aunque el escultor de la luz sabe que está condenado a modelar la sombra. ~

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