El rocanrol nunca muere (el periodismo es el que se arruga nada más)

Un libro sobre el rock mexicano demuestra que el periodismo, la crítica y la investigación todavía tienen cosas importantes que decirles a los escuchas hiperconectados de nuestra era.
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En tiempos en que los reguetoneros encabezan protestas políticas o los admiradores del K-pop boicotean concentraciones fascistas, la fanaticada rockera se ha visto reducida a un comité de señores nostálgicos que a veces escriben artículos sobre cómo le perdieron el respeto a Metallica o interrumpen la fiesta para pedir “una de Caifanes”. La caricatura tiene algo de verdad, porque nunca faltan quienes se escudan en una supuesta legitimidad del rock para descalificar otros gustos musicales, pero también tiende a distorsionar el empeño de muchos amantes del género por revisar el pasado, no para despreciar el panorama actual, sino para documentar un movimiento que ha sido más diverso y arriesgado de lo que se piensa.

La cuestión de qué es el rock mexicano, en una definición tan amplia que abarque “La hiedra venenosa”, el festival de Avándaro, la etiqueta de Rock en tu Idioma, la escena oscura y la tan anunciada muerte de sus valores contraculturales y contestatarios, ha representado todo un problema para investigadores, miembros de bandas y, en general, para cualquiera que haya desarrollado una relación de amor-odio con este tipo de música. Hay quienes han cifrado la esencia del rock en atributos como la actitud, la capacidad para convocar a comunidades marginales y su papel a la hora de cuestionar el sistema; sin embargo, la necesidad de otorgar a una canción de ska o a un disco de punk poderes sociales no resuelve el misterio de qué sonidos acoger bajo una misma denominación: ¿pueden ponerse en un solo saco los experimentos prehispánicos de Jorge Reyes, los escarceos jazzeros, progres y funketos de Santa Sabina, la música sin guitarras eléctricas ni instrumentos convencionales de Artefakto?

200 discos chingones del rocanrol mexicano, editado por los periodistas David Cortés y Alejandro González Castillo, no ofrece una respuesta categórica a la cuestión, pero sí claves para acercarnos a los contextos, las propuestas sonoras y las figuras que han dejado huella en el rock nacional desde el primer disco de Los Locos del Ritmo hasta lo más reciente de Lázaro Cristóbal Comala. Los compiladores han sabido sortear con inteligencia el peliagudo asunto de qué elementos musicales definen al género y han abrazado el útil concepto de “campo cultural” para decir que cualquier músico que haya entrado o salido de “la escena del rock” –por llamar de algún modo al circuito de clubes, revistas, radiodifusoras y sitios especializados– puede considerarse parte de la familia. Otra de sus virtudes es que, por su naturaleza fragmentaria, hecha de reseñas puntuales de cada material, 200 discos chingones evita una narrativa única, a contracorriente de famosos documentales como Rompan todo de Netflix o Nunca digas que no de MTV, cuyo mayor error fue trazar una línea recta que hiciera avanzar al rock mexicano del hoyo fonky al éxito mediático, como si todos los esfuerzos artísticos se dirigieran a un mismo objetivo.

Cortés y González Castillo invitaron a casi sesenta críticos, investigadores, periodistas, músicos y melómanos para mapear un territorio impresionantemente rico en estilos, personajes y filosofías que echan abajo el lugar común de que la identidad nacional tendría que verse reflejada en este o aquel sonido. El volumen tiene la ventaja de ser histórico y contemporáneo a la vez, es decir: quiere explicar las circunstancias bajo las cuales ciertos discos aparecieron en el mercado, pero también descubrirlos a un nuevo público. Hay materiales que sorprenden por lo bien que han envejecido, como el amasiato de jazz y soul de Bandido, el postpunk cosmopolita de Size o el rock con acordeón de Sangre Asteka. No menos llamativas son sus apuestas por revisitar placas que han sido atendidas hasta el hartazgo –como el Re de Café Tacvba o El circo de Maldita Vecindad–, a fin de reconstruir el momento en que se escucharon por primera vez, o de incluir álbumes –como ¿Dónde jugarán los niños? de Maná y Más fuerte de lo que pensaba de Aleks Syntek– que deben de haberles producido urticaria a más de un rockero (incluidos los propios colaboradores).

Su estricto orden cronológico no abona al espejismo de que el rock mexicano ha “progresado” hacia una sola dirección, sino que permite observar las distintas propuestas que estaban apareciendo de manera simultánea: en 1987, al tiempo que Atoxxxico ponía en circulación Punks de mierda, Real de Catorce debutaba con un álbum de blues-rock e Interface experimentaba con sintetizadores y cajas de ritmos. Incluso en ejemplos altamente datados, como Luzbel y su metal de alaridos y solos de cincuenta segundos o Pxndx y su propuesta ya inseparable del pleito entre emos y punketos en la Glorieta de Insurgentes, siempre cabe algún detalle –un verso, un giro estilístico– que desentona con lo que esperarías de ellos.

Fatalmente, algunas reseñas se leen mejor que otras. Ciertos autores se limitan a describir un disco tema por tema y otros desarrollan, de manera más afortunada, un ensayo alrededor de él: ¿hay algún elemento que nos ayude a entenderlo?, ¿qué lugar ocupa en la trayectoria de determinado grupo o en ese ecosistema denominado rock mexicano? Encontramos pecados veniales como los de reseñistas que hablan de sus propias agrupaciones o la sospechosa cantidad de obras a las que se considera “de culto”. Sin embargo, en términos generales se nota cierto cuidado para que nadie suelte alabanzas ni críticas a la ligera. La inmensa mayoría de las notas se muestran afiladas, llenas de información y persuasivas. Toman en cuenta no solo a los músicos sino a los ingenieros de sonido, los mánagers y los productores, a la gente que hizo posible que una banda se reuniera, que una idea innovadora llegara al estudio de grabación. En su marcaje personal, alientan el interés por escuchar cada estilo de un modo distinto, en el entendido de que acercarse a Carla Morrison no es lo mismo que prestarles oídos a las Ultrasónicas. Hay elecciones que desconciertan un poco (¿por qué Epic rites de Cenotaph y no Riding our black oceans? ¿Por qué Simplemente de El Tri y no En vivo y a todo calor? ¿Kinky no merecía al menos una mención?), pero, desde el principio, los compiladores advierten que han privilegiado los discos considerados un punto de quiebre, no necesariamente los mejores, y que al fin y al cabo este no es un libro para complacernos a todos.

Ha sido muy revelador leer 200 discos chingones al alimón con otro volumen, fruto del encuentro entre periodistas musicales de distintas generaciones. Editado, de nueva cuenta, por la dupla Cortés & González Castillo, El rock también se escribe relata la aventura de revistas como ConecteBanda RockeraSwitchSonido y La Mosca en la Pared, entre otras, que fueron decisivas para impulsar el género en un país que por un largo periodo vivió “sin conciertos masivos, sin radiodifusoras en las que se programara rock, con escasas ediciones nacionales de discos”. Conformado por una veintena de testimonios de profesionales, el libro se inscribe en una nueva coyuntura –el triunfo de la internet–, en donde la palabra escrita ha perdido terreno ante el exceso de recursos audiovisuales, lo cual lleva a medio mundo a preguntarse “¿para qué leo reseñas si puedo escuchar discos en YouTube o SoundCloud?”, como titula Julián Woodside una reflexión timbrada por la autocrítica. Aunque el lamento en varios textos se asemeje al del hombre de mediana edad para quien “el rock ya no es lo que era, mejor pongan una de Caifanes”, no deja de ser cierto que la red de redes supuso un duro golpe para el periodismo especializado y algunas de sus mejores armas: la ambición literaria, el dictamen argumentado, el compromiso con los lectores. El compendio, sin embargo, ofrece también un antídoto contra la ilusión de que vivimos tiempos particularmente oscuros, al poner en primera persona las dificultades que, para cualquier época, ha supuesto tener un medio dedicado al rock. No fue fácil en los setenta, en los ochenta era un dolor de cabeza, en los noventa ni se diga, ¿por qué tendría que ser distinto ahora? En un momento en que nadie compra discos, asegura Rulo David, otro de los participantes, el periodismo de rock “debe ayudar a conectar a la música con todo lo demás”. En ese sentido, lo que logran libros como 200 discos chingones del rocanrol mexicano es llevar a la práctica una salida a la crisis. En lugar de enarbolar la enésima queja contra la tiranía del clic y el pozo sin fondo de YouTube, propone una carta de navegación –flexible, subjetiva, de opción múltiple– para el acervo inabarcable de las plataformas de audio y video. Demuestra, como lo ha hecho también esa iniciativa admirable llamada Buscando el rock mexicano de Ricardo Rico, que el periodismo, la crítica y la investigación todavía tienen cosas importantes que decirles a los escuchas hiperconectados de nuestra era. ~

David Cortés, Alejandro González Castillo (comps.)
200 discos chingones del rocanrol mexicano
Ciudad de México, Rhythm & Books, 2022, 418 pp.

David Cortés, Alejandro González Castillo (comps.)
El rock también se escribe. Seminario de periodismo y rock en México. Un recuento. Memorias
Monterrey, UANL, 2020, 152 pp.

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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