A don Álvaro Pombo le ha parecido buena idea comer una tortilla del Txirimiri Ferraz, algo de queso, cecina y un Rioja. Ha convocado que se le visite poco después de las doce horas y han ido su prima Marieta Pombo con su hija Flavia, flanqueadas por Adela y Maribela, las Gutiérrez Monzonís. Todas avecindadas en el barrio de Argüelles, ya legendario por ser el segundo terruño del igualmente célebre escritor santanderino y recientemente galardonado con el Premio Cervantes.
El mismo Pombo ha descrito al barrio de Argüelles como “una confortable área mesocrática”. Y él, como Juan Cabrera, el personaje central de su más reciente novela El exclaustrado (Anagrama, 2024), vive en “un tramo de calle encajonado entre Marqués de Urquijo, Princesa, la calle Ferraz y el lado más universitario del Parque del Oeste”. Este barrio mesocrático de Argüelles, al menos en estos días de mediados de marzo con lluvias, fríos y pocas horas de sol, ha dado también testimonio de un Madrid tan vibrante como polarizado. A las 19:30 horas, por ejemplo, un ritual es religiosamente celebrado justo en la escalinata de la entrada al Santuario del Inmaculado Corazón de María. Una iglesia de estilo modernista que hace esquina en la calle Marqués de Urquijo con Ferraz. Ahí, puntuales, poco menos de un centenar de feligreses se reúnen con paraguas, abrigos y banderas nacionalistas españolas llamados al rosario obligado de la tarde: “Virgen clemente, / Virgen fiel, / Espejo de justicia… Virgen Santa, que no se rompa España, / Virgen María, une a España… Amén”, para después rematar la oración con dos o tres consignas no del todo cristianas: “¡Uno, dos, tres, / colgado de los pies, / Marlaska, maricón!” Los ecos expandidos por el uso de los megáfonos suelen ser todavía percibidos en los edificios contiguos del santuario sobre la calle de Ferraz, en concreto en el inmueble del número 68 donde viviera el histórico líder Pablo Iglesias Posse que hoy es sede nacional del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el partido del presidente español en turno Pedro Sánchez, quien conforma gobierno con el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, magistrado de vieja data y abiertamente homosexual. Ese es el Argüelles de ahora y el Argüelles de antes: contrastante, clasemediero, dinámico, el barrio de residencia de Pedro “Perico” Chicote, el fundador del Museo Chicote, el de los “agasajos postineros” en el chotis de Agustín Lara o el Argüelles del cónsul poeta Pablo Neruda y la “casa de las flores”, con su nostalgia y entretelas reconstruidas.
Ya en el interior de su casa, donde el Premio Cervantes 2024, el gran Álvaro Pombo, nos recibe, no es fácil dejar de comparar los ambientes que pueblan las atmósferas recreadas por el escritor y sus personajes: las cinco estanterías atiborradas de libros que envuelven y abrazan la acogedora estancia con su carismática chimenea negra de leña, las alfombras estilo persa, las lámparas de mesa y aquella puerta mágica con su amplio ventanal que da hacia la terraza donde se mira en línea directa al Parque del Oeste. Es un quinto piso “como en lo alto de un palomar” donde Pombo, como Juan Cabrera en El exclaustrado, mira los atardeceres madrileños con “un final siempre distinto”. Es un apartamento con una edénica habitación adjunta a la estancia principal que, nuevamente en la voz de Cabrera, está “lleno de libros, cerrado”. O como en la frase de Xavier Zubiri al que Pombo recurre: “un despacho cerrado, pequeño, empequeñecido aún más por los libros”. Y donde Pombo a través de Cabrera nos alecciona que, si bien los “libros empequeñecen y aíslan las habitaciones”, también “ensanchan las avenidas del alma: sin conversación con los libros, Juan Cabrera (quizá como Pombo) se siente incapaz de imaginarse a sí mismo”.
A Pombo se le ha preguntado si en algún momento quiso ser monje o acaso vivió algunos años de su juventud en un monasterio. “¡No, no!”, ha respondido con ese tono directo muy suyo pero no exento de una mueca algo irónica, algo socarrona. La duda no es gratuita. Los claustros, las celdas monásticas, los silencios oportunamente guardados, los sigilos cuidados, las meditaciones teológicas, las referencias filosóficas, las dudas existenciales, el Dios convocado, escudriñado, los albedríos, las causalidades, las condenas, las concupiscencias, los flagelos conforman ese profuso y profundo mundo pombiano tan singular, críptico y juicioso como ninguno. En El exclaustrado, para remitirnos al más próximo de sus títulos, el “gran figurón es el exclaustrado” de nombre Juan Cabrera, un docto “intelectual algo encorvado, huesudo rostro de templario destemplado, canoso, de fuertes manos huesudas, pacificadas por la edad” que décadas después de retirado del convento se verá fortuitamente de nuevo confrontado con su pasado vivido en el monasterio de Nuestra Señora de Ciriego. De hábito benedictino, sotana negra. Ahí habría sido testigo de una “situación impropia” que involucró a tres jóvenes novicios. “El cuerpo humano, masculino, joven, desnudo, es soberbio”, rememoraría un Cabrera ensimismado desde su terraza en su piso de Argüelles, ya con los años encima, y se exculparía de haber sido el detonador de la expulsión del trío de novicios al denunciarlos –con ánimos más cercanos a hacerles un bien que un mal– ante las severas autoridades monásticas. Una de esas víctimas, el ahora académico Antón Rubial, lo acechará y, quizás, buscará cobrar factura. Y aunque de El exclaustrado se obtienen muchas más lecturas que involucran otras vicisitudes y a otros personajes, de esta confrontación entre víctima y victimario queda la tesis que el propio Pombo, pensamos, recupera del teólogo, monje cisterciense y santo Bernardo de Claraval: “no busquemos fuera del libre albedrío la causa de la condenación porque lo único que condena al hombre es su propia culpa”.
Pero Álvaro Pombo no vivió en convento alguno ni vistió de sotana. Dejaría su natal Santander para irse a Inglaterra desde su temprana juventud, regresaría a España en las postrimerías de la dictadura franquista y le seguirían, hasta donde la Wikipedia permite sumar, veinticinco novelas, dos relatos, seis poemarios, ensayos, artículos, columnas y más. Y a esa prolífera escritura le vendría la aclamación unánime como uno de los grandes de las letras españolas. A los críticos, algunos divididos, les disgustará, repelarán o señalarán las confrontas morales, las honduras psíquicas o les escandalizarán las escenas obscenas, explícitas, eróticas de algunas de sus figuras y ambientes, pero ninguno se ha atrevido a demeritar ni dejar de reverenciar la maravillosa densidad narrativa y ese destello poético único de su estilo: su lenguaje.
Ahora, el Premio Cervantes le llega tarde pero no sorprende. “¡Me viene bien!”, reconoce un sonriente Pombo con su pincho de la tortilla del Txirimiri en el plato y el vaso de tinto en la mano. A sus 85 años, don Álvaro Pombo es tan disciplinado como el que más: lectura extendida, meditada por varias horas en las mañanas; los apuntes, registros e ideas escritas con letra de molde en su inseparable bloc de notas tamaño carta a todas horas, cuando las reflexiones llegan o se meditan o sobrevienen; el dictado al asistente por las tardes de cinco a ocho; una seguida revisión y corrección editorial antes de la cena, atender a los telediarios y después al reparador descanso nocturno, a la duermevela de casi una docena de litografías, láminas o pinturas de navíos que cuelgan en una de las paredes adjuntas a su cama: “Es que los barcos me chiflan”, confiesa.
Álvaro Pombo se mantiene firme. En su discurso del Premio Cervantes que recibirá este 23 de abril en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, presidido por los reyes de España, quiere retomar la novela corta El licenciado vidriera de Miguel de Cervantes Saavedra como eje central temático en sus palabras de aceptación del premio. Le sigue inquietando abordar la fragilidad humana. “Es un tema bonito ese de la fragilidad”, adelanta. “El licenciado Vidriera es un personaje frágil; entonces se me ocurrió lo de la fenomenología de la fragilidad en el autor del Quijote; la fragilidad: a mí siempre se me ocurren cosas” y deja Pombo espacio al silencio. El galardonado se sabe atendido y recurre a la definición de Ortega cuando describió a Miguel de Cervantes como “un hombre profundo y pobre” para añadir que sí, que era profundo, pero también pobre… y toda su vida: “tuvo cuatro cosas y no le dieron o no fue reconocido demasiado en su tiempo. Yo estoy convencido de que era pobre pero en ese sentido de bueno”. Pombo se detiene. La fragilidad. “Es frágil don Quijote en casa de los duques. Frágiles los duques que se ríen de don Quijote.” Por ahí, quizás, sugiere don Álvaro Pombo. Y se detiene: “Lo que pasa es que tampoco tengo ganas de matarme mucho, ¿sabes?”
Vuelve en Pombo esa mueca algo irónica, algo socarrona. El Cervantes sonriente ha invitado a una nueva cita en su piso de Argüelles, quizá con otra tortilla del Txirimiri Ferraz. ~