La aprobación de un conjunto de leyes “memoriales”, a las que recientemente se ha sumado un encendido debate parlamentario en torno a la proposición de ley de penalización de la negación del genocidio armenio, ha abierto en Francia un interesante y legítimo debate acerca de los límites que sería deseable trazar entre la libertad de investigación de los historiadores y la represión judicial de la divulgación de determinadas versiones de la historia. En diciembre de 2005, diecinueve historiadores de renombre (entre otros, Elisabeth Badinter, Marc Ferro, Mona Ozouf, Jean-Pierre Vernant, Pierre Nora, Pierre Vidal-Naquet y Michel Winock) publicaron en un popular diario1 un manifiesto, titulado “Libertad para la Historia”, en el que declaraban su tajante rechazo de “las cada vez más frecuentes intervenciones políticas en la estimación de sucesos del pasado y los procesos judiciales contra historiadores y pensadores”.
Más de cuatrocientos universitarios sumaron sus firmas a las de los promotores de esta iniciativa, en la que específicamente se definían como liberticidas artículos pertenecientes a cuatro leyes aprobadas: del 13 de julio de 1990, conducente a la represión de actos racistas, antisemitas y xenófobos (conocida como ley Gayssot); del 29 de enero de 2001, sobre el reconocimiento histórico del genocidio de los armenios de 1915; del 21 de mayo de 2001, mediante la que se reconoce que la trata y la esclavitud constituyen crímenes contra la humanidad (llamada ley Taubira), y del 23 de febrero de 2005, dedicada al reconocimiento del “papel positivo” de la colonización francesa en el Norte de África. Vale la pena citar extractos del manifiesto de los historiadores franceses, aunque sólo sea para tomar conciencia de la absurda situación en la que hoy se encuentran estos profesionales, obligados a desgranar el más elemental recordatorio de los objetivos de su disciplina, situación a la que conduce el excesivo celo de los poderes públicos metidos a legislar sobre lo que sea históricamente correcto o incorrecto:
La historia no es una religión. El historiador no acepta los dogmas, no respeta las censuras, no reconoce los tabúes. La historia puede ser perturbadora.
La historia no es la moral. La función del historiador no consiste en exaltar ni condenar, sino en explicar.
La historia no es la esclava de la actualidad. El historiador no aplica al pasado esquemas ideológicos contemporáneos ni introduce en los acontecimientos del pasado la sensibilidad de hoy.
Para remate, estas dos definiciones negativas de la historia, que tienen la virtud de indicar claramente el origen de la transgresión operada por el poder político con su normativa imposición de la “memoria histórica”:
La historia no es la memoria. El historiador, mediante una operación científica, recoge los recuerdos de los hombres, los compara, los confronta a documentos, objetos y trazas, y establece los hechos. La historia toma en cuenta la memoria, pero no se reduce a ella.
La historia no es un objeto jurídico. En un Estado libre, la definición de la verdad histórica no compete ni al Parlamento ni a la autoridad judicial. La política del Estado, aun cuando responda a las mejores intenciones, no es la política de la historia.
El poder político español ha dado recientemente muestras de querer imitar a su homólogo transpirenaico. El 28 de mayo, el Pleno del Congreso aprobó una proposición de ley que instituye el 2006 como Año de la Memoria Histórica, con el añadido de que define el contenido exclusivo de lo conmemorable: la Segunda República, “con todos sus defectos y virtudes, con toda su complejidad y su trágico desenlace”, por constituir “el antecedente más inmediato y la más importante experiencia democrática que podemos contemplar al mirar nuestro pasado”. Este instrumento legal, además, dará cobijo y aliento al “homenaje y reconocimiento de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra Civil y posteriormente de la represión de la dictadura franquista, así como de quienes, con su esfuerzo en favor de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, hicieron posible el régimen democrático instaurado con la Constitución de 1978”.
Sólo en apariencia esta disposición legal imita los precedentes franceses, al menos en la fase actual: la “memoria histórica” así definida adolece del mismo vicio señalado por los historiadores franceses cuando recuerdan que “la historia no es un objeto jurídico”, pero es también cierto que no se tipifica en la ley española que permite instituirla ningún crimen de “lesa memoria histórica”. Aún no, aunque hay que tener presente que una de las enmiendas aprobadas a esta ley memorial obliga al Ejecutivo a presentar un informe sobre las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo, en base al cual está prevista la elaboración de una Ley de Memoria Histórica. Sorprendente será que la mayoría de los diputados españoles logren resistirse a la tentación de legislar la reescritura de la reciente historia de su país con más ahínco que sus homólogos galos, y más aún que lo hagan sin definir sanciones para los casos que no se ajusten a la versión políticamente correcta y parlamentariamente impuesta de la historia. Parafraseando al helenista Pierre Vidal-Naquet, quien denunciaba el intervencionismo anacrónico de este tipo de disposiciones legales con un elocuente ejemplo (“¿Acaso los griegos de hoy se atreverían a decretar que sus ancestros, los helenos, cometían un crimen contra la humanidad porque tenían esclavos?”), todo indica que los descendientes de franquistas y antifranquistas se disponen a escenificar el repudio institucional de una parte de la verdad histórica, en obediente aplicación del artículo primero de la no escrita ley de corrección política española, que reza que todo lo nominalmente de izquierdas es virtuoso y todo lo definido como de derechas poco menos que demoníaco.
También la comparación entre lo sucedido en Francia y lo que está a punto de ocurrir en España en torno a la memoria histórica sólo aparentemente afecta a fenómenos equiparables. A diferencia del país vecino, en éste los historiadores no se manifiestan para defender los principios básicos del libre ejercicio de su disciplina, y la batalla entre defensores y enemigos de la injerencia del poder político en el terreno de la investigación histórica se libra entre opinadores que representan dos bandos enfrentados, diríase que desde el origen de los tiempos, como el Ormuz y el Arimán de los zoroastrianos. Así que es de temer que la aprobación y aplicación de la futura Ley de Memoria Histórica quede reducida a un nuevo episodio de la maniquea lucha entre las Fuerzas del Mal y las del Bien, para exclusivo provecho de una casta político-mediática que justifica su existencia mediante la repetición ad nauseam del recurrente espectáculo de una vieja pelea de familia, a la que pretenden ahora reducir la complejidad de los fenómenos históricos ocurridos en España de 1931 a 2006.
Hasta aquí, en realidad, todo lo que razonablemente conviene decir acerca de la memoria histórica concebida como instrumento de intervención política. Sin embargo, sería bueno desmenuzar algún que otro concepto de los que este asunto pone en juego, aunque sólo sea para rendirle homenaje a la gran perdedora en esta pedrea institucional, que es la historia. Porque este reciente fenómeno no es nuevo, y sus antecedentes son ominosos y apuntan al retorno del adoctrinamiento ideológico, favorecido en nuestras sociedades no por la imposición del Partido Único o el Líder Supremo, sino por la continuada erosión de la verdad histórica efectuada por la doxa indiscutible del momento: el relativismo cultural e histórico.
Historia, memoria y verdad
Es conocida la fábula de Borges: la cartografía alcanzó tal desarrollo que los mapas crecieron desmesuradamente, de tal suerte que el mapa del imperio alcanzó la extensión del imperio y coincidió con él. Posteriores generaciones, menos adictas a este arte, abandonaron por inútil ese mapa coincidente con la realidad, hoy reducido en algunos lugares a vestigios habitados por animales y mendigos. No hay en todo el país –concluye la fábula– “otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”.
Precisamente porque esta fábula entraña una alegoría, el relato del auge y decadencia de las disciplinas cartográficas viste sus sustantivos con mayúsculas de prosopopeya (el país es “el País”; la cartografía, “el Arte de la Cartografía”, y su “Perfección”, “Inútil” para las “Generaciones” “menos Adictas a [su] Estudio”). Buen conocedor de las leyes del género, Borges no escribe una sola vez la única palabra capaz de delatar el sentido recto, oculto en la figuración del relato alegórico. Porque resulta que “Del rigor en la ciencia” no versa sobre el espacio ni sobre la ciencia cartográfica que ingenuamente lo toma al pie de la letra, sino sobre el tiempo y esa otra disciplina, la historia, que siempre y legítimamente aspira a dar pormenorizada y exhaustiva cuenta de la realidad. Una historia que literalmente se cae en pedazos, vuelta jirones, como invariablemente sucede con la memoria y sus productos, destino éste que también invariablemente “el Arte de la Historia”, para decirlo alegóricamente a la Borges, pretende eludir mediante la elaboración de relatos que “coincidan puntualmente” con la realidad.
Borges no lo dice, pero la contradicción entre la producción de una réplica exacta del universo y la no perdurabilidad de la copia traza una de las fronteras intangibles entre historia y memoria. Porque la memoria no es una disciplina y a recordar los humanos estamos condenados –o programados, que viene a ser lo mismo–, su plasmación es siempre tributaria de la experiencia individual, sean sus protagonistas “Animales” o “Mendigos”. A historiar, como a trazar mapas, se aprende, en cambio, en el marco de una disciplina que, a su vez, tiene su propia historia, la cual, a su vez también, admite ser recorrida e historiada.
El modo de transmisión de la memoria es el testimonio: basta con haber estado ahí y ser capaz de evocar el recuerdo personal de aquel momento y lugar; la reconstrucción histórica de un suceso cualquiera, incluso el más simple, requiere como mínimo la aplicación de diversas disciplinas documentales y archivísticas. La relación entre uno y otro tipo de relatos es ciertamente más estrecha que la existente, por poner un ejemplo, entre la descripción de un sueño por el paciente en el diván del psicoanalista y la lectura del electroencefalograma de ese mismo paciente realizado durante las etapas del sueño, de la hipnagogia al sueño paradójico. No obstante, no pueden (ni deben) confundirse; de hecho, testimonio y reconstrucción de los hechos son los dos pilares distintos sobre los que se apoyan los procesos judiciales, y conviene recordar que sólo en los casos en los que la justicia aparece infiltrada por intereses extrajudiciales, se confunde o diluye la especificidad del uno en la otra, o se tergiversa o devalúa uno cualquiera de estos dos relatos canónicos.
En la tensión irresoluble entre el recuerdo y su plasmación en relato contrastable y fidedigno sin duda anida “la verdad”. (El entrecomillado de rigor es la traza de una admonición, enunciada por nuestro anónimo y omnipresente Zeitgeist: no hay ni puede haber, en verdad, más verdad que parcial y relativa a otras verdades, dice esta boca de sombra.
Pero al relativismo volveremos más adelante.) Ello no quiere decir que “la verdad” sea cuestionable o ambivalente, sino que su establecimiento entraña operaciones complejas y diferenciadas y la movilización de al menos los dos tipos de relatos mencionados. La palabra clave, aquí, es “complejidad”: la verdad y su tegumento, la realidad, no son esencias puras (en caso de que tal cosa exista, salvo en constructos teóricos). Así, por poner un ejemplo canónico, la verdad sobre los campos de exterminio nazis es, para el historiador, una larga y compleja cadena de sucesos que se extiende desde las leyes raciales, pasa por las diversas etapas del internamiento y la deportación y concluye en la selección que conduce bien a la muerte por ahogamiento en las cámaras de gas, bien a la muerte por inanición y malos tratos en el Lager. Para el sobreviviente del exterminio programado, en cambio, la verdad se parece a “la zona gris” descrita por Primo Levi, un espacio donde víctimas y verdugos, sin llegar a ser idénticos ni confundirse, entremezclan y confunden sus sombras. La comprensión del exterminio de los judíos europeos es la piedra de toque para la moral de nuestro tiempo –de nuestro relativista Zeitgeist– precisamente porque nuestro tiempo no admite que la verdad no pertenezca al registro de las evidencias y la experiencia personal y subjetiva, con lo cual convierte forzosamente su comprensión en una operación reductora y simplificadora. “Lo que normalmente comprendemos por comprensión de los hechos coincide con su simplificación. […] La verdadera batalla no es la que opone memoria y olvido –batalla maniquea– sino, en el seno mismo de la memoria, la que enfrenta la tendencia simplificadora que huye de la complejidad a los hechos y la verdad”2.
De Orwell a Zapatero
Por supuesto, detrás del nuevo ídolo de la memoria histórica se perfila la silueta de George Orwell. ¿Cómo, en efecto, ocultar en este contexto al padre del Ingsoc, la reality control y el doublethink? Al evocar la labor de nuestros legisladores, frase tras frase puliendo el cristal roto de la compleja, multiforme verdad histórica para crear la diminuta lente teñida con el color conveniente del momento, ¿cómo no traer a la mente la labor de Penélope de los funcionarios del Ministerio de la Verdad? Recordemos en qué consistían sus funciones: destruir todos los testimonios del pasado (para lo que bastaba con abrir una trampilla y lanzarlos al llamado “Hueco de la Memoria”) e imprimir incesantemente nuevas ediciones de libros y actualizaciones de viejos periódicos, a fin de ajustar su contenido a la verdad (relativa) del momento. “Toda la historia era un palimpsesto, en cuya superficie, raspada y limpiada cada vez, se volvía a escribir cuantas veces fuera necesario. En ningún caso habría sido posible, una vez ejecutado este acto, demostrar que se había producido una falsificación”.
El eslogan del Partido único, en el universo descrito en 1984, reza: “Quien controla el pasado, controla el futuro; quien controla el presente, controla el pasado”. El bucle perfecto: reality control o memoria histórica, en su versión hard o light, la manipulación por el poder político de los hechos verdaderamente acaecidos aspira a lo que Leszek Kolakowski define como “la nacionalización de la memoria”, que a su vez constituye “la gran ambición del totalitarismo: la posesión y control absolutos de la memoria humana”3. “El arte de olvidar” se convierte en el objetivo de la historia sometida a la lógica de la memoria impuesta o decretada por el poder político: la “memoria histórica” no es otra cosa que el olvido de la historia, en toda su complejidad y con todas sus contradicciones.
Así, lo que pretende la actual mayoría parlamentaria española es obligar a los ciudadanos a olvidar los aspectos nada virtuosos de la Segunda República y a mitificar un período en el que el poder político ha decidido anclar la legitimidad de “las izquierdas”. Es imposible en este espacio ejemplificar en contra de tal pretensión; los hechos probatorios de la intencionalidad ideológica de esta versión (y aún no olvidados o decretados inválidos) son tan abundantes que habría que dedicar a su exposición un voluminoso tomo. Pero baste con preguntarle al legislador “de izquierdas” llamado a redactar la Ley de la Memoria Histórica, no tanto por las violaciones de derechos humanos cometidas en el bando republicano contra los “enemigos de la democracia” (la izquierda española ha reciclado en esta fórmula la hoy desprestigiada o hueca o ambas “enemigos de clase”), sino por las violencias cainitas perpetradas por y entre “hermanos democráticos” que aparentaban compartir bando y clase. La memoria histórica que nos están fabricando entre La Moncloa y las Cortes, ¿incluirá, por ejemplo, la necesidad de recordar que Andréu Nin, consejero de Justicia de la Generalitat catalana presidida por Tarradellas y líder del POUM, fue despellejado vivo por los compañeros estalinistas de Santiago Carrillo y, por ende, por los ancestros ideológicos directos de Gaspar Llamazares y Joan Saura, principales impulsores de la Ley de la Memoria Histórica?
“El arte de olvidar la historia es decisivo: se trata de obligar a la gente a comprender que se puede modificar el pasado de un día a otro, o de una verdad a otra”: de nuevo Kolakowski nos recuerda en qué consiste la propedéutica de la historia relativizada y convenientemente adaptada a las luchas ideológicas del momento. En un contexto como este “no existe ningún criterio de veracidad que sea aplicable, salvo el que se proclame de tanto en tanto como único auténtico. De este modo, la mentira se convierte literalmente en la verdad, o por lo menos desaparece la distinción entre verdadero y falso en su sentido habitual. El gran triunfo cognitivo del totalitarismo reside precisamente en ello: es imposible acusarlo de mentir puesto que ha logrado abrogar la noción misma de verdad”. O si se prefiere la formulación de Hannah Arendt: “El sujeto ideal del régimen totalitario no es ni el nazi ferviente ni el comunista convencido, sino el hombre para el que la distinción entre hecho y ficción (la realidad de la experiencia) y entre verdadero y falso (las reglas del pensamiento) ha dejado de existir”4.
España no está sometida a un régimen totalitario, pero la democracia de muy reciente implantación en este país dotado de una plurisecular tradición de gobiernos despóticos, se enfrenta a poderosos enemigos. Éstos no anidan, como antaño, en el ejército o la Iglesia, instituciones otrora muy activas en el frente antidemocrático y hoy normalizadas, es decir, habiendo aceptado las limitaciones que les impone el Estado de derecho. Aparte del obvio enemigo que representa el terrorismo etarra (ideológicamente revestido, por lo demás, de una delirante versión de marxismo-leninismo entreverada con alucinaciones suprematistas, hijas del racialismo nazi), el mayor peligro para el fortalecimiento de la democracia en este país proviene de una clase política y una elite mediática acostumbrada, como no podía ser menos, a reclamar de boquilla para sí los valores democráticos que se niegan a aplicar y respetar en la normal contienda con sus adversarios políticos.
Es preocupante que en España se haya impuesto un objetivo político, que parece orientar todas la estrategias desplegadas por los partidos en el poder desde 2004 (hay que recordar que, aunque el psoe ganó las elecciones generales de ese año, la mayoría relativa de escaños que obtuvo en el Parlamento no le permite gobernar en solitario, y que de hecho España está hoy gobernada por una coalición formada por uno de los dos grandes partidos de ámbito nacional, los restos y retales del PCE y satélites, y los caciques regionalistas a la cabeza de pequeños partidos virulentamente antiespañoles). Todas las estrategias: la aprobación de nuevos estatutos de autonomía, en un ejercicio magno de desprecio de los legisladores a la voluntad ciudadana, que en ningún caso ha manifestado el deseo de cambiar el actual marco estatutario; la solapada modificación de la Constitución de 1978 que estas maniobras conllevan, una vez más de espaldas a la ciudadanía, a quien se le impone poco a poco un cambio de facto del régimen constitucional vigente5; la falsificación del proceso de negociación con la banda terrorista ETA y la organización política que la representa, Batasuna, definida asimismo como terrorista por el consejo europeo de ministros de Justicia e Interior e incluida en la lista de organizaciones terroristas de la ue en junio de 2003, que el actual gobierno español presenta con el falso rótulo de “proceso de paz”, en un ejercicio de retorcimiento lingüístico digno del newspeak orwelliano y, por poner un ejemplo no imaginario, de los dirigentes de la urss que repetían incesantemente la cantinela de que la invasión de Afganistán por el ejército soviético era una “campaña de liberación”. Y, por supuesto, la Ley de la Memoria Hstórica ocupa, entre estas estrategias concertadas, el sitial de augusta referencia ideológica: se trata de remachar la nueva versión oficial de la historia, en un ejercicio patético de imitación (¿involuntaria?), de signo contrario pero idéntica metodología, de lo que fue la imposición de la ortodoxia histórica nacional-católica por el régimen franquista.
El objetivo no declarado de estas estrategias es tan elemental cuan burdo: la pretensión de expulsar de la arena política al otro gran partido de ámbito nacional, el Partido Popular. Se trata de impedir su regreso al poder “como sea”, frase ésta que resume a la perfección la ética política del actual presidente del gobierno español: modificando el marco institucional, vale decir las reglas del juego democrático, sobre la marcha y sin la sanción necesaria del respaldo mayoritario de la ciudadanía; radicalizando las actuaciones y la retórica política en un sentido favorable a los partidos nacionalistas regionales, a fin de darles satisfacción con la esperanza de disuadirlos de formar en el futuro alianzas con el principal partido conservador español, del que algunos de ellos (PNV y CiU) están más próximos ideológicamente que de la izquierda; apostando, si no a la disolución de ETA, al menos a la apariencia de su disolución, una lotería a la que han jugado todos los gobiernos españoles de la democracia, con mayor o menor respeto de la legalidad y la aplicación del Estado de derecho, lo que le permitiría a éste convocar elecciones generales anticipadas con la esperanza de conseguir un triunfo con mayoría absoluta. Y desde luego, se trata de generar en la mente de los ciudadanos el reflejo automático que vincule a los dirigentes y militantes del pp directamente con los falangistas y los franquistas, en un ejercicio de pretendida “recuperación de la memoria histórica” en realidad políticamente instrumentalizado desde el comienzo.
Si le sale bien la jugada, el poder político habrá “nacionalizado” la historia, en el sentido que le atribuye Kolakowski a esta acción. Para hacer más explícitas las consecuencias de la imposición por ley de la memoria histórica, el gobierno habrá logrado lo que, referido a otras circunstancias y momento, describía Václav Havel: “por así decirlo, habrá nacionalizado el tiempo, y a éste le habrá tocado en suerte el triste destino de tantas cosas nacionalizadas: se marchitará”. ~
(Caracas, 1957) es escritora y editora. En 2002 publicó el libro de poemas Sextinario (Plaza & Janés).